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El latigazo estremeció a todos los hombres que podían oírlo, haciéndoles temer la mordedura de su extremo lleno de nudos. De vez en cuando Johansson mostraba compasión y se limitaba a un chasquido teatral en el aire, pero la mayoría de las veces dirigía el látigo a la piel desnuda de algún trabajador forzoso, provocando un grito de dolor.

Eran casi setenta esclavos de los barcos secuestrados por llevar cargamentos de tierras raras. Eran ellos quienes transportaban la mena robada a varios centros de extracción ocultos en la selva. Debilitados por un régimen de trabajo duro y alimentación de subsistencia, se habían visto reducidos en poco tiempo a zombis demacrados. Los cautivos que llegaban del Adelaide quedaron impactados por su aspecto, mientras ellos, con sus harapos sucios, contemplaban impasibles a las nuevas incorporaciones.

Un simple vistazo bastó a Pitt y Giordino para saber que no se ganaba nada retrasando la huida.

—No me impresiona mucho la cobertura médica que brindan aquí —murmuró Giordino mientras les distribuían en grupos de trabajo para descargar el Adelaide.

—Estoy de acuerdo —dijo Pitt—. Creo que deberíamos buscar trabajo en otro sitio.

—Y ¿qué pasa con los collares de perros?

También Pitt había visto que los peones llevaban collares tubulares de acero. Sus portadores respetaban con mucho cuidado el borde del muelle y no salían bajo ningún concepto de su zona inmediata de trabajo.

Johansson hizo chasquear el látigo. A los cautivos del Adelaide los llevaron a un claro donde había una caja de collares. A todos los hombres se les puso uno y se cerró con llave. Donde apenas cupo fue en el cuello de toro de Giordino. Se le quedó muy pegado a la piel.

—¿También nos ponen una marca de ganado? —le preguntó al hombre armado que ajustaba los dispositivos.

La respuesta fue una fría mueca.

Una vez que todos los hombres estuvieron provistos de collar, Johansson se paseó ante ellos.

—Por si tenéis curiosidad, estos collares que lleváis son un dispositivo protector. Protegen de la huida. —Sonrió con maldad—. Si os fijáis en el muelle, veréis dos líneas blancas en el suelo.

Pitt vio dos líneas paralelas medio borradas, con una separación de algunos metros. A partir de un punto se apartaban del muelle y desaparecían en la selva.

—Las líneas blancas delimitan una zona de dos hectáreas que abarca el depósito de mena, el molino y vuestro alojamiento. Es vuestra pequeña isla de vida. Al otro lado hay cables electrificados que, si intentarais cruzar las líneas, emitirían una descarga de cincuenta mil voltios a vuestro collar. Dicho de otra manera, moriríais. ¿Queréis que os haga una demostración?

Nadie dijo absolutamente nada, para no presenciar un nuevo sacrificio. Johansson se rió.

—Me alegro de que nos entendamos. Bueno, ya es hora de ponerse a trabajar.

La tripulación de Gómez desplegó la cinta transportadora del muelle hasta la primera bodega del Adelaide y empezó a descargar la monacita triturada. La mena caía en una plataforma de cemento, entre las líneas blancas, y formó rápidamente una montaña. Tras recibir palas y carretillas con ruedas de caucho de un grupo de cautivos fatigados, los nuevos esclavos se pusieron manos a la obra. A Plugrad y su equipo de la Guardia Costera se les asignó el trabajo de palear, mientras que Pitt, Giordino y los demás recibían una tarea menos ardua, como era la de empujar las carretillas ya cargadas al molino y vaciarlas.

El calor y la humedad ecuatoriales no tardaron en hacer mella en los hombres, dejándolos sin fuerzas. Pitt y Giordino trabajaban lo más despacio que podían, intentando conservar sus energías mientras se les llenaba la cara de chorros de sudor, pero siempre oían los chasquidos del látigo, que reavivaba el ritmo.

Para Giordino, con su pierna herida, era difícil llevar las carretillas llenas. Se movía con poco equilibrio, empujándolas a saltitos. Mientras Pitt le seguía de cerca, Johansson salió de la selva. Un segundo después se oyó el chasquido de su látigo, cuya punta de cuero golpeó a Giordino en el antebrazo. Pese al verdugón que apareció, Giordino reaccionó como si le hubiera picado un mosquito y se volvió hacia Johansson con una sonrisa muy poco efusiva.

—¿Por qué llevas la carretilla medio llena? —vociferó el sueco mientras acudían dos guardias a su lado.

Al ver la mirada de Giordino, Pitt supo que su amigo estaba a punto de atacar, cosa que con dos guardias era del todo inútil, así que empujó su carretilla y la hizo chocar contra Giordino como señal de que no perdiera la calma. Giordino se volvió hacia Johansson y le enseñó el vendaje ensangrentado del muslo.

—¿Te aprovechas de una herida? —dijo Johansson—. Pues como la próxima vez no llenes la carretilla te haré lo mismo en la otra pierna. —Se volvió hacia Pitt con un latigazo—. Y a ti lo mismo.

La fusta chascó contra la pierna de Pitt, que al igual que Giordino se quedó mirando a Johansson con malevolencia, sin hacer caso al dolor punzante. Esta vez fue Giordino quien le dio un golpe a él. Ambos se alejaron con sus carretillas, mientras Johansson se concentraba en el siguiente grupo de peones.

—Pobre de mí, siempre escaqueándome —murmuró Giordino por lo bajo.

—Tengo unas cuantas ideas sobre lo que me gustaría hacer con ese látigo —dijo Pitt.

—Lo mismo digo, hermano.

Descargaron las carretillas en un lado del molino, y al regresar al muelle trataron de examinar la distribución del recinto. Detrás del molino había cuatro edificios largos y bajos donde se llevaban a cabo la extracción y la separación. Más allá, visible apenas entre la maleza, un edificio de dos plantas albergaba las viviendas de los guardias y de los trabajadores del recinto. Las de los cautivos quedaban en la otra punta del molino, en una estructura de paredes abiertas con una zona de comedor en un extremo, todo ello rodeado por un muro de tres metros rematado con una alambrada. Ya más oculta en la selva, y lejos de las líneas blancas, una pequeña central eléctrica alimentaba el recinto.

Los cautivos trabajaron hasta el anochecer y acabaron tan exhaustos que estuvieron a punto de caerse al suelo. Al devolver la carretilla vacía, Pitt oyó un gran grito en el muelle. Uno de los hombres de Plugrad había tropezado al guardar una pala, se había caído cerca de la línea blanca y había recibido una corriente de alto voltaje en el cuerpo, ya que no le había dado tiempo a apartarse. Se quedó temblando, con el corazón a mil, pero sobrevivió a la conmoción como viva advertencia a los demás.

Pitt y Giordino arrastraron los pies hacia la zona del comedor mientras empezaba a caer una lluvia que se filtraba por varios puntos del techo de palmas. Les dieron pan y una sopa aguada que se llevaron a una mesa cercana. Se les unieron dos hombres demacrados.

—Me llamo Maguire, y mi amigo, Brown —dijo uno de ellos con acento australiano. Tenía el pelo lleno de polvo y la barba enredada—. Éramos del Gretchen. ¿Acabáis de bajar del Labrador?

—Sí. Cuando subimos a bordo se llamaba Adelaide.

Pitt se presentó e hizo lo mismo con Giordino.

—Es la primera vez que veo un barco secuestrado aquí —dijo Maguire—. Normalmente roban el cargamento en el mar y los hunden. Fue lo que le hicieron al Gretchen justo al lado de Tahití: nos atacaron con su trasto de microondas y se hicieron con el mando antes de que supiéramos qué nos había pasado.

—¿Estaba montado sobre una antena grande y cuadrada? —preguntó Pitt.

—Sí. ¿Sabéis qué es?

—Pensamos que se inspira en un aparato antidisturbios del ejército, el Sistema Activo de Negación, o SAN.

—Pues no sé cómo se llamará, pero es una asquerosidad.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —preguntó Giordino.

—Unos dos meses. Vosotros sois la segunda tripulación que veo llegar. Cada vez somos menos, porque el ritmo de desgaste es un poco alto —dijo el hombre en voz baja—. Si bebéis mucha agua no os pasará nada. Al menos eso no nos lo racionan.

Se acabó el resto de la sopa con un mendrugo de pan seco.

—Perdón por la ignorancia —dijo Pitt—, pero ¿dónde estamos, exactamente?

Maguire se rió.

—Siempre es la primera pregunta. Estáis en las calurosas, lluviosas y espantosas selvas panameñas; ahora bien, el punto exacto de Panamá, no te lo sé decir.

—Maguire se ha hecho amigo de uno de los guardias —dijo Brown—. Parece que cada cierto tiempo les dan permiso y salen en barco de Colón. Vaya, que debemos de estar cerca del Atlántico.

Maguire asintió con la cabeza.

—Algunos piensan que estamos en la zona del canal, pero es difícil comprobarlo porque nunca salimos de nuestra simpática islita de dos hectáreas. Teniendo en cuenta que el jefe viene y va en helicóptero, la civilización de verdad debe de estar un poco lejos.

—¿Hay alguien que haya conseguido irse? —preguntó Giordino—. Da la impresión de que hay muchos más prisioneros que vigilantes.

Los dos hombres negaron con la cabeza.

—Se lo hemos visto intentar a unos cuantos —dijo Brown—, pero, aunque pases de las líneas de la muerte, te persiguen con perros. —Se fijó en el cardenal del brazo de Giordino—. ¿Qué, te ha dado un beso Johnny el Látigo?

—Algo más que un piquito —respondió Giordino.

—Ese tío está mal de la cabeza, de verdad os lo digo. Si se puede, vale más no acercarse.

—¿Quién es el mandamás? —preguntó Pitt.

—Uno que se llama Edward Bolcke, una especie de genio de la ingeniería de minas que vive aquí cerca. —Maguire señaló hacia el muelle—. Fue el que construyó todo el complejo para extraer y refinar elementos de tierras raras. Por lo que hemos ido sabiendo, tiene mucho peso en el mercado mundial y se relaciona sobre todo con los chinos. Uno de los que trabajan en la extracción dice que aquí se procesan cada año elementos de tierras raras por valor de doscientos cincuenta millones de dólares, en gran parte robados.

Giordino silbó.

—Como para no tener beneficios.

—Las instalaciones de extracción —dijo Pitt pensando en la huida—. Supongo que deben de usar muchos productos químicos en el proceso.

—Algunos de ellos mortales, espero —añadió Giordino.

—Sí, pero no se puede llegar —explicó Maguire—. Todo lo importante se hace en los edificios que quedan fuera de nuestro alcance. Nosotros solo somos los machacas, los que cargan y descargan los barcos y hacen funcionar el molino. ¿Tenéis ganas de jugar con fuego?

—Algo por el estilo.

—Pues ya os podéis ir olvidando. Brown y yo le estuvimos dando vueltas durante semanas, pero hemos visto morir en el intento a demasiada buena gente. Tarde o temprano alguien dará el chivatazo. Solo hay que aguantar hasta que llegue el día.

La hilera de bombillas que tenían encima parpadeó fugazmente.

—Dentro de cinco minutos apagan la luz —dijo Maguire—. Más vale que os busquéis un catre.

Los llevó a una sala grande con mamparas, llena de esteras de mimbre. Pitt y Giordino cogieron dos y se acostaron, mientras todo se llenaba de hombres y se apagaba la luz. Tendido a oscuras, sin pensar en la incomodidad de aquella sala húmeda y aquella dura estera, Pitt meditó cómo salir del campo de exterminio. Se quedó dormido sin haber encontrado la respuesta ni saber que su oportunidad llegaría mucho antes de lo que pensaba.