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Dirk y Summer salieron de la casa de Perlmutter saciados de buena comida y buen vino y anhelando saber más sobre la extraña suerte del Barbarigo. La cena había sido un grato paréntesis en su preocupación por su padre, la cual se reavivó en cuanto se hubieron despedido.

—Vale más que regresemos para ver si Rudi y Hiram han tenido suerte con las autoridades portuarias —dijo Dirk.

—Estaba pensando que deberíamos volver a contemplar la posibilidad de que el Adelaide fuera hacia el oeste.

Al ir por la calle oyeron cerrarse la puerta de un coche, y Dirk se fijó en una camioneta blanca con dos ocupantes a pocas plazas por detrás del Packard. Pulsó el estárter, arrancó el motor a la primera y encendió los faros. De día, los Woodlite eran preciosos, pero sus prestaciones nocturnas no estaban a la altura del resto del automóvil. Se apartó de la acera y condujo lentamente por la calle, atento al retrovisor, por el que vio que las luces de la camioneta se encendían justo cuando el Packard llegaba al final de la calle.

Torció a la derecha y pisó a fondo el acelerador por una calle bordeada de árboles. Pocos segundos después la camioneta giró ruidosamente por la misma esquina.

Al ver a su hermano tan concentrado en el retrovisor, Summer miró por encima del hombro.

—No quiero parecer paranoica —comentó—, pero podría ser la misma camioneta que estaba en el aparcamiento de la NUMA cuando hemos salido del edificio.

—Te gano —dijo Dirk—. Yo creo que esta mañana también estaba aparcada al lado del hangar de papá.

Cambió varias veces de sentido por el opulento barrio de Georgetown, hasta salir a la calle O e ir hacia el oeste. La camioneta seguía todos sus movimientos a unos cuantos coches de distancia.

—¿Quién puede seguirnos? —preguntó Summer—. ¿Alguien relacionado con los de Madagascar?

—No se me ocurre nadie. Quizá estén interesados en papá. ¿Y si se lo preguntamos?

Frenó un poco al acercarse a un cruce. Justo detrás había una entrada peatonal a la Universidad de Georgetown, con pilares y verja. Normalmente había barreras portátiles para impedir la entrada de vehículos, pero las habían quitado para que saliera del campus un camión de reparto. Cuando el camión cruzó el acceso, Dirk aceleró y entró, esquivándolo.

Un guardia de seguridad se quedó boquiabierto al ver pasar el Packard de época. Segundos después tuvo que apartarse para no ser arrollado por la camioneta blanca. Dirk siguió por el camino hasta llegar en poco tiempo a una rotonda con una estatua central del fundador de la universidad, John Carroll. Los focos de la base envolvían la estatua, orientada hacia la entrada, en una bruma amarillenta que prestaba un aura de vida al difunto obispo.

Acercó el Packard a la parte trasera de la estatua, frenó y puso el coche en primera para observar los faros de la camioneta, que cruzó el campus a gran velocidad hasta llegar a la rotonda. Entonces Dirk apagó los Woodlite del Packard y aceleró de golpe. En el momento en que el coche de época daba el primer tumbo, Dirk giró bruscamente el volante y metió la segunda marcha sin levantar el pie del acelerador.

La camioneta redujo su velocidad al tiempo que el descapotable aceleraba por la rotonda. En vez de salir de nuevo por el mismo acceso, Dirk mantuvo inmóvil el volante, siguiendo la curva. Las luces traseras de la camioneta aparecieron frente a ellos. Dirk tuvo que frenar para evitar el choque. Summer tendió el brazo y volvió a encender los faros, como señal a los perseguidores de que se había destapado el pastel.

El conductor de la camioneta vaciló, sin saber muy bien qué había pasado. Después reconoció tras él las débiles luces amarillas del Packard, y como no estaba preparado para un enfrentamiento pisó a fondo el acelerador. Con un chirrido de neumáticos, la camioneta abandonó la rotonda por la primera salida que encontró, una avenida recta que, pasando por detrás del majestuoso edificio de Healy Hall, llevaba al centro del campus.

—Síguele —dijo Summer—, no he visto la matrícula.

Dirk puso el coche en marcha. El Packard, que en su momento había sido un coche muy veloz, tenía un motor de ocho cilindros en línea con ciento cincuenta caballos de potencia. Tal vez en una carretera recta la camioneta lo hubiera dejado atrás, pero no en las estrecheces del campus universitario.

La camioneta pasó al lado del gran edificio de piedra. Había pocos estudiantes, y los que estaban en la calle se apresuraron a dejarle paso. La avenida giraba bruscamente hacia la izquierda, metiéndose por un complejo lateral, pero había un obstáculo: el coche patrulla de un policía del campus que se había parado a conversar con un alumno.

Como no podía girar, el conductor de la camioneta siguió recto y empezó a dar saltos por una pasarela de cemento que dividía en dos un patio con césped. Una chica en bicicleta gritó al estar a punto de ser atropellada. A pocos metros iba el Packard, que provocó una erupción de luces en el coche de la policía.

—Creo que ya no estamos en peligro, pero nos hemos metido en un lío —dijo Summer al verlas.

Dirk sujetó el volante con más fuerza mientras el coche daba tumbos por la superficie irregular, y siguió a la camioneta por la pasarela hasta bajar de un bordillo y meterse en el aparcamiento de una residencia de estudiantes. Justo delante había dos alumnos de primero que estaban metiendo de extranjis un barril de cerveza. Al ver llegar la camioneta, saltaron para esquivarla, y el único en recibir un pequeño golpe fue el barril.

El recipiente de aluminio rebotó por el aparcamiento hasta chocar con un muro de contención. Dirk, que iba a poca distancia, pisó el freno a fondo, pero no pudo esquivar el barril, que impactó en el parachoques y agujereó el aluminio antes de que lo echase a un lado el guardabarros derecho. La explosión de la cerveza sacudida creó una fuente de espuma que roció un lateral del coche, y a Summer dentro de él.

—Esto a papá no le gustará —dijo Dirk.

Summer se quitó la espuma de la cara.

—Tienes razón, es muy floja.

La camioneta y el Packard aceleraron por el aparcamiento, perseguidos por el coche patrulla, que los hacía ir todavía más deprisa. La camioneta salió derrapando del aparcamiento y se metió en un cruce. Al no saber por cuál de ambos lados girar, el conductor siguió recto y empezó a dar saltos cuesta abajo por un camino de grava que, tras bajar por una suave loma, llevaba al campo de fútbol americano de la universidad. El equipo masculino de lacrosse, en pleno entrenamiento, se vio obligado a dispersarse cuando la camioneta empezó a brincar por el césped artificial.

Viendo que la perseguía un Packard antiguo y la policía, varios jugadores tiraron pelotas de lacrosse a la camioneta y la abollaron por los lados. Algunos apuntaron al Packard, hasta que Summer, empapada de cerveza, los desarmó al saludarlos con la mano, sonriente.

Lanzada por el otro lado de la cancha, de la que salió por una verja abierta, la camioneta aumentaba distancias con respecto al Packard. El conductor giró a la izquierda en la primera calle, siguiendo una señal que indicaba la salida de la universidad por Canal Road.

—Venga, que podemos despistarlos —dijo el copiloto.

Cincuenta metros más atrás, Dirk oyó palabras similares en boca de Summer.

—Que no se vayan, aún no tengo toda la matrícula.

Dirk se lanzó en pos de la camioneta por la calle, pero tuvo que frenar a causa de tres universitarias que cruzaban para ir a una pista de tenis. Casi tenía encima a la policía del campus.

Después de una curva y de otra residencia, la calle salía del campus cuesta abajo por una colina ajardinada. Al ver la rapidez con que la camioneta bajaba por la cuesta, Dirk trató de no quedarse rezagado. Al pie de la colina, un semáforo marcaba el cruce con Canal Road, una avenida muy transitada que daba acceso al área metropolitana de Maryland.

El semáforo estaba en verde. Dirk temió que cambiara antes de haberse acercado. Al verlo parpadear en ámbar, supo que la camioneta tendría que frenar.

Y sin embargo no frenó.

Apremiado por el copiloto, el conductor pisó a fondo el acelerador en el momento en que el semáforo pasaba a ámbar. Cuando se puso en rojo, la camioneta aún estaba a cincuenta metros del cruce. Lo curioso fue que los coches parados titubearon. Quizá habían visto saltar los faros de la camioneta al bajar como un relámpago por la colina.

Disparada a más de ciento diez por hora, la camioneta cruzó los primeros carriles e intentó girar a la izquierda por los del final, pero iba demasiado deprisa y el conductor, víctima del pánico, dio un pisotón al freno. La camioneta derrapó por el asfalto hasta que el neumático frontal derecho chocó con el bordillo y reventó. Aun así, siguieron adelante y saltaron por la acera hasta empotrarse en un muro bajo de contención que dobló el guardabarros delantero, mientras las ruedas traseras se subían de un salto al bordillo. La combinación de fuerzas hizo que la camioneta se saltase el muro, resbalase unos metros y se desplomase al revés en el canal que daba nombre a la calle, el de Chesapeake y Ohio, que discurría justo al otro lado del muro de contención.

Dirk dio un frenazo delante del semáforo, bajó corriendo del Packard y cruzó la calle con Summer a un solo paso. Al llegar al muro se asomaron al canal. El agua había engullido casi toda la camioneta, de la que solo quedaba una parte de las ruedas, que aún giraban. En un extremo, el de los faros, que todavía no habían sufrido un cortocircuito, un vago resplandor iluminaba el agua turbia.

Dirk se desprendió de la chaqueta y se quitó los zapatos con sendos puntapiés.

—Voy a intentar sacarlos —dijo—. Tú ve a ver si puedes traer a la policía del campus.

Saltó al canal, nadó hacia la camioneta y se zambulló a la altura de la puerta derecha. La luz de los faros no aumentaba en casi nada la nula visibilidad del agua, así que tuvo que encontrar a tientas el marco de la ventanilla abierta. El detalle de que su altura no excediese mucho un palmo le indicó que el impacto había aplastado el techo. Mal presagio para los ocupantes.

Al meter el brazo por la ventanilla tocó un cuerpo inerte en el asiento, sujeto por el cinturón. Palpando a ciegas encontró el broche y lo abrió, dejando que el cuerpo se desplomara. Acto seguido cogió a la víctima por los hombros y la sacó por la estrecha ventanilla.

Nadó rápidamente hacia la superficie y se llenó los pulmones en cuanto tuvo la cabeza y el tronco fuera del agua. Cuando cayó sobre la víctima la intensa luz de una linterna, manejada por el policía del campus, Dirk supo que había perdido el tiempo. La cabeza del copiloto formaba un ángulo grotesco. Tenía el cuello partido.

Llevó el cadáver a la orilla.

—Deme la linterna —le dijo al policía.

Éste se la pasó al tender los brazos para ayudar a sacar el cadáver del agua. Dirk nadó hacia el otro lado de la camioneta y volvió a bucear. Esta vez, gracias a la linterna, vio que el conductor también estaba muerto, con el tronco atenazado entre el techo aplastado y el volante. A diferencia de su compañero, no llevaba puesto el cinturón.

Aunque no anduviera sobrado de aire, enfocó la linterna por detrás del conductor, en el compartimento trasero. Había una hilera de aparatos de procesamiento electrónico en una estantería y al lado una gran antena parabólica de acrílico para espiar conversaciones.

Se apartó de la puerta, y antes de regresar a la superficie nadó hacia la parte trasera y miró el número de la matrícula. Después sus brazadas tomaron el camino de la orilla, donde Summer le ayudó a escalar el terraplén.

—¿No ha habido suerte con el otro?

—No, también está muerto.

—He pedido que venga personal sanitario —dijo el policía, cuya palidez delataba su inexperiencia en materia de accidentes mortales. Recuperó la compostura, pero su tono de fuerza y autoridad sonaba falso—. ¿Quién es esta gente? Y ¿por qué los perseguíais?

—No sé quiénes son, pero nos habían robado algo.

—¿Qué? ¿Dinero? ¿Joyas? ¿Aparatos electrónicos?

—No —dijo Dirk mirando al muerto—. Nuestras palabras.