El Packard salió a todo gas, pasando al lado de una camioneta blanca estacionada al borde del aparcamiento antes de fundirse con el tráfico de la hora punta vespertina. Dirk entró en Georgetown, mientras la brisa del atardecer alborotaba el pelo de Summer, a su lado en el descapotable. Después de girar por una calle de árboles y casas elegantes, frenó ante una antigua cochera usada desde hacía muchos años como distinguida residencia unifamiliar.
Apenas habían llamado al timbre cuando un hombre gigantesco de larga barba gris abrió la puerta de par en par. Los ojos de St. Julien Perlmutter brillaron al invitar a pasar a Dirk y Summer.
—Ya estaba a punto de comer sin vosotros —dijo.
—¿Nos esperabas? —preguntó Dirk.
—Pues claro. Summer me ha mandado un correo electrónico con todos los datos de vuestro misterio en Madagascar, y yo he insistido en que vinierais a cenar en cuanto hubierais vuelto. ¿Qué pasa, que no os habláis?
Summer sonrió a su hermano, avergonzada, y siguió a Perlmutter por una sala de estar infestada de libros y un comedor formal con una mesa antigua de cerezo llena de comida. Perlmutter era historiador marítimo, uno de los mejores del planeta, pero tenía otra afición, la de gourmand. Le brillaron los ojos al ver que Summer abría la bolsa y le ofrecía tres botellas de vino de Sudáfrica.
—Un vergelegen chardonnay y un par de varietales tintos de De Toren. —Examinó las etiquetas, encantado—. Magnífica elección. ¿Empezamos?
Buscó sin dilación un sacacorchos y sirvió el chardonnay.
—Como imaginaréis, estoy muy angustiado por la ausencia de vuestro padre. Ojalá esté en puerto seguro —dijo levantando la copa.
Mientras hablaban de la desaparición de Pitt, cenaron lomo de cerdo con salsa de chipotle, patatas Fingerling y espárragos al horno. De postre devoraron melocotones frescos de Georgia con salsa de nata y brandy. Como la cocinera francesa y el ama de llaves del anfitrión tenían la noche libre, Summer y Dirk ayudaron a Perlmutter a quitar la mesa y fregar los platos antes de volver a sentarse a la mesa.
—El vino estaba delicioso, Summer, pero no juegues conmigo —dijo Perlmutter—. Ya sabes qué es lo que quiero tener en mis manos.
—Creía que no lo ibas a pedir nunca. —Summer abrió su bolsa de viaje y sacó un envoltorio muy cuidado. Dentro estaba el diario del bote salvavidas varado en la playa—. El cuaderno de bitácora del Barbarigo.
—Conque de eso va la cosa —intervino Dirk—. Y yo que pensaba que solo te alegrabas de vernos…
La risotada de Perlmutter resonó en toda la casa. Viejo amigo de Pitt, no había tenido ningún reparo en adoptar el papel de tío bondadoso con sus hijos mellizos.
—Hijo mío, vuestra compañía siempre se agradece. —Abrió y sirvió otra de las botellas de Summer—. Pero un buen misterio náutico es aún mejor que el vino.
Cogió el paquete y retiró con cuidado el envoltorio de hule. El diario, encuadernado en piel, mostraba señales de desgaste, pero por lo demás permanecía intacto. Levantó suavemente la tapa y leyó la página del título, escrito a mano y en mayúsculas.
—Viaggio di Sommergibile Barbarigo, Giugno 1943. Capitano di corvetta Umberto de Julio. —Perlmutter miró a Summersonriendo—. Es nuestro submarino.
—¿Submarino? —preguntó Dirk.
—La balsa de la playa —dijo Summer—. Contenía restos de los tripulantes de un submarino italiano de la Segunda Guerra Mundial.
—El Barbarigo, un navío grande, de la clase Marcello —aclaró Perlmutter—. Empezó la guerra con un historial glorioso, seis barcos hundidos y un avión, pero en 1943 lo asignaron a un proyecto con el nombre en clave de Aquila y ya no volvió a ser tan fiero como antes.
—«Águila» en latín —tradujo Dirk.
Summer miró a su hermano con recelo.
—Astronomía —explicó él—. Me acuerdo por una constelación cerca de Acuario.
—Más les habría valido ponerle «mula» —dijo Perlmutter—. Como los alemanes estaban preocupados por perder tantos barcos de superficie al comerciar con material de guerra con Japón, convencieron a los italianos de que reconvirtiesen ocho de sus submarinos más grandes y un poco trasnochados en transportes. Vaciaron los interiores y sacaron casi todo el armamento para aumentar al máximo la carga.
—Parece una misión peligrosa —comentó Dirk.
—Lo era. A cuatro de los barcos los hundieron enseguida, otro se inundó, y los tres restantes fueron capturados en Asia sin haber terminado ni siquiera el primer viaje de ida y vuelta. Al menos es lo que pone en los libros de historia.
Perlmutter empezó a hojear el diario, examinando las fechas.
—Bueno, y ¿qué le pasó al Barbarigo? —preguntó Summer.
—El 16 de junio de 1943 zarpó de Burdeos con la designación Aquila Cinco, rumbo a Singapur, con un cargamento de mercurio, acero y lingotes de aluminio. Pocos días después se perdió el contacto radiofónico, y se supuso que lo habían hundido cerca de las Azores. —Perlmutter saltó hasta la última página—. Mi italiano es deplorable, pero si no me equivoco la última entrada es del 12 de noviembre de 1943.
—Casi cinco meses más tarde —dijo Dirk—. Algo no cuadra.
—La respuesta la tengo aquí mismo, o eso espero. —Summer sacó un fajo de hojas impresas—. He hecho que Hiram escanease el diario en este sistema informático. Me ha dicho que traducirlo al inglés era coser y cantar, y me ha dado el resultado justo antes de que nos marchásemos.
Empezó a hacer circular por la mesa las páginas, que Dirk y Perlmutter devoraron como dos coyotes hambrientos.
—Vamos a ver —dijo Dirk—. Aquí pone que fueron avistados y atacados por dos aviones en la bahía Vizcaína, poco después de salir del puerto, pero que consiguieron esquivarlos. Al haber sufrido daños en la antena no pudieron comunicarse con el mando central.
Siguieron a través de la bitácora el viaje del Barbarigo por el cabo de Buena Esperanza y el océano Índico. Tras depositar su cargamento en Singapur, el submarino había sido desviado a un pequeño puerto malasio, cerca de Kuala Lumpur.
—«El 23 de septiembre cargamos ciento treinta toneladas de mena oxidada que las gentes del lugar llamaban Muerte Roja —leyó Summer—. La carga la supervisó un científico alemán que se llamaba Steiner, y que se unió a la tripulación para el viaje de vuelta».
—Más tarde el primer oficial escribió que Steiner se pasó el resto del viaje dentro de su camarote con un montón de libros de física —resumió Dirk.
—¿Muerte Roja? —dijo Perlmutter—. Me gustaría saber si se parece en algo a la peste del cuento de Edgar Allan Poe. Tendré que investigarlo… y a este Steiner también. Curioso cargamento, eso está claro.
Hojearon varias entradas que describían el regreso del submarino por el Índico. El 9 de noviembre la letra se volvía más apresurada, y aparecían manchas de agua salada en las hojas.
—Aquí es cuando tuvieron problemas a la altura de la costa de Sudáfrica —dijo Perlmutter.
Leyó en voz alta una escueta descripción de la inmersión del Barbarigo para evitar un ataque aéreo nocturno. Tras esquivar diversos bombardeos, la tripulación creyó haber escapado al ataque, pero entonces descubrió que la hélice del submarino estaba inutilizada o destruida.
Sentados en silencio, Dirk y Summer oyeron la tragedia resultante en la voz de Perlmutter. Sin propulsión, el submarino estuvo doce horas bajo el agua por miedo a que llegasen más aviones. A mediodía volvieron a la superficie y se encontraron a la deriva en un mar vacío, yendo hacia el sudeste. Apartados de las vías marítimas y desprovistos de radio de largo alcance, los oficiales temieron morir en la Antártida. El capitán De Julio ordenó abandonar el barco a la tripulación, que subió a los cuatro botes salvavidas guardados bajo la cubierta de proa. Antes de alejarse de su querido submarino, le rindieron honores militares. Por una confusión, el último oficial en abandonar el navío no preparó las cargas de hundimiento y cerró herméticamente la escotilla principal. En vez de hundirse bajo ellos, el Barbarigo se fue hacia el horizonte.
Perlmutter interrumpió su lectura y arqueó las cejas como dos puentes levadizos.
—Que me aspen si no es raro —dijo en voz baja.
—¿Qué les pasó a los otros tres botes?
—A partir de este momento las entradas del diario son más espaciadas —dijo Perlmutter—. Intentaron llegar a Sudáfrica. Cuando ya veían tierra estalló una tormenta, el oleaje dispersó los botes y el capitán De Julio escribió que los hombres del suyo nunca volvieron a ver los otros tres. Fue una experiencia durísima en la que perdieron a cinco hombres, toda la comida y el agua, la vela y los remos. La corriente de la costa se llevó el bote hacia el este, apartándolo de la orilla. Al final salió el sol y empezó a hacer calor. Sin agua potable, perdieron a más tripulantes hasta que solo quedó el capitán, el primer oficial y dos mecánicos.
Mientras la sed hacía estragos, finalmente volvieron a ver tierra y pudieron impulsarse hacia la orilla. Unos vientos fuertes y unas olas gigantescas los llevaron a la costa y los arrojaron a la playa —dijo Perlmutter—. Se encontraron muertos de sed en un desierto sofocante. Según la última entrada, el capitán se fue en busca de agua, porque los otros estaban demasiado débiles para caminar. La última frase del diario es «que Dios bendiga al Barbarigo y su tripulación».
—Somos testigos de que es una zona muy árida —aseguró Summer al cabo de un rato—. Qué tragedia haber estado a punto de llegar sanos y salvos a Sudáfrica y acabar a mil millas, en Madagascar…
—Les fue un poco mejor que a los marineros de los otros tres botes —comentó Dirk.
Perlmutter asintió con la cabeza, aunque se había quedado taciturno. Se levantó de su asiento, fue a la sala de estar y volvió en pocos minutos cargado de libros y con una mirada inquisitiva.
—Felicidades, Summer. Parece ser que has resuelto dos antiguos misterios de la mar.
—¿Dos? —preguntó ella.
—Sí, la suerte del Barbarigo y la identidad del Espectro del Atlántico Sur.
—Lo primero me lo creo —dijo Dirk—, pero ¿qué es eso de un espectro?
Perlmutter abrió el primer libro y lo hojeó.
—Del diario de a bordo del barco mercante Manchester, cerca de las islas Malvinas, 14 de febrero de 1946: «Mar en calma, vientos del sudoeste con fuerza tres o cuatro. En 1100 el primer oficial ha informado de un objeto a estribor. Al principio parecía una ballena muerta, pero creemos que se trata de una embarcación».
Cerró el libro y abrió otro.
—Carguero Southern Star, 3 de abril de 1948, cerca de Santa Cruz, Argentina. «Objeto desconocido, posible embarcación, avistado a la deriva a una distancia de dos millas. Casco negro y pequeña superestructura en situación central. Parece abandonado».
Perlmutter cogió otro libro, el tercero.
—Archivos de una estación ballenera de las Georgias del Sur. En febrero de 1951 el ballenero Paulita llegó con una captura de tres ballenas macho grises, maduras. El capitán dice haber avistado un barco fantasma de casco bajo y negro y con una pequeña vela en medio, a unas cien millas al norte, a la deriva. La tripulación lo llamaba el Espectro del Atlántico Sur.
—¿Y tú crees que el Barbarigo es el Espectro del Atlántico? —preguntó Summer.
—Podría ser perfectamente. Durante veintidós años se vio navegar a la deriva por el sur del Atlántico un supuesto barco fantasma. Por una serie de motivos parecía que nadie llegó a verlo de cerca, pero todas las descripciones se parecen. Yo creo que un submarino bien cerrado podría vagar durante bastante tiempo por el mar vacío.
—En esas latitudes meridionales no sería difícil que la torre de mando quedara cubierta de hielo —dijo Dirk—. Por eso desde lejos parecía una vela.
—Podría confirmarlo el último avistamiento del que se tiene noticia. —Perlmutter abrió el último libro—. Fue en 1964. Un aventurero, Leigh Hunt, estaba dando la vuelta al mundo en solitario y vio algo raro. Ah, aquí está —dijo, y empezó a leer el pasaje en voz alta—: «Al acercarme al estrecho de Magallanes me encontré con una tormenta espantosa, brutal incluso para esas aguas. Durante treinta horas luché contra olas de siete metros y unos vientos huracanados que intentaban lanzarme con toda su furia contra las rocas del cabo de Hornos. Fue en el transcurso de este duelo cuando vislumbré el Espectro del Atlántico Sur. Al principio pensé que era un iceberg, porque tenía incrustaciones de hielo, pero debajo vi cantos oscuros y afilados de acero. Pasó de largo enseguida, empujado por los vientos y las olas, rumbo a una muerte segura en las costas de Tierra del Fuego».
—Uau —dijo Summer—. En 1964 seguía a flote.
—Sí, aunque si es cierto lo que dice Hunt, no siguió estándolo durante mucho tiempo más —replicó Perlmutter.
—¿Hunt aún vive? —preguntó ella—. Quizá podríamos hablar con él.
—Por desgracia hace unos años se perdió en el mar, aunque es posible que su familia conserve sus diarios de a bordo.
Dirk se acabó su copa de vino y miró a su hermana.
—Pues nada, Summer, parece que aún nos dejas dos misterios sin resolver.
—Sí —dijo Summer acabando de expresar su pensamiento—: Dónde se hundió el Barbarigo y qué transportaba.