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La manera más rápida de volver a Washington resultó ser un vuelo regular nocturno desde Durban con escala en Johanesburgo. Por la mañana, al bajar del avión en el aeropuerto Ronald Reagan, Dirk y Summer tenían cara de sueño. Lo llamativo fue que Summer caminó sin problemas por la terminal, entumecida por el viaje, pero sin ningún resto de la parálisis provocada por la enfermedad del buzo.

Al final, había sido su salvación ingresar a tiempo en la cámara de descompresión del Alexandria. Mientras el barco de la NUMA rodeaba a gran velocidad el extremo de Madagascar con destino a Durban, la presión ejercida sobre Summer y Dirk, equivalente a una profundidad de ciento veinte metros, había hecho desaparecer rápidamente la parálisis de Summer. Disminuyendo poco a poco la presión, el equipo médico del barco había conseguido disipar las burbujas de nitrógeno de sus tejidos; y dos días después, cuando los mellizos pudieron salir de la cámara, Summer comprobó que solo le quedaba un ligero dolor al caminar.

Dado que los viajes en avión podían agravar los síntomas, el médico del barco insistió en que no tomase ningún vuelo en las siguientes veinticuatro horas, que por suerte estuvieron ocupadas en su integridad por el rápido trayecto hacia Durban. Una vez fuera de la cámara, tuvieron tiempo de informar a los demás sobre su trabajo en el sumergible, inspeccionar los daños y reservar el vuelo de regreso, después de lo cual salieron raudos para el aeropuerto internacional Rey Shaka de Durban en cuanto el Alexandria tocó puerto.

Tras recoger su equipaje en el aeropuerto Reagan, tomaron un taxi que, cruzando las pistas, los llevó al hangar de su padre. Una vez dentro guardaron las maletas y se asearon en el apartamento de la planta superior.

—¿Tú crees que a papá le importaría que tomásemos prestado uno de sus coches para llegar lo antes posible a la oficina? —preguntó Summer.

—Siempre nos ha ofrecido conducir lo que queramos —dijo Dirk señalando un descapotable de dos plazas de color plata y burdeos aparcado junto a un banco de trabajo—. Antes de irse al Pacífico mandó un correo donde explicaba que acababa de poner a punto el Packard. ¿Por qué no nos lo llevamos?

Mientras Dirk comprobaba que hubiera bastante gasolina, Summer abrió una puerta del garaje. Su hermano se sentó al volante, quitó el freno de mano, ajustó el acelerador —una palanca en el volante— y pulsó el botón de puesta en marcha. El gran motor de ocho cilindros en línea se despertó con un murmullo. Lo dejó calentarse un poco antes de sacar el coche del hangar y esperó a que Summer cerrase la puerta con llave.

En el momento de saltar al asiento derecho con una bolsa de viaje, Summer no se fijó en que había una camioneta blanca aparcada al otro lado del solar.

—¿Y estos asientos tan originales? —preguntó.

La ajustada cabina del Packard descapotable albergaba dos asientos rígidos. El de Summer, el derecho, tenía una distancia permanente respecto al salpicadero que excedía la de Dirk en algunos centímetros.

—Más espacio para que el conductor gire y cambie de marchas a gran velocidad —aclaró Dirk señalando el cambio de marchas montado en el suelo.

—Yo encantada de tener más espacio para las piernas.

El chasis del Packard 734, fabricado en 1930, sostenía una de las carrocerías más insólitas de la marca, aerodinámica y con forma de barco. El maletero se estrechaba hasta acabar en punta, lo cual confería al automóvil un aspecto sumamente depurado. Con una rueda de recambio a cada lado, la carrocería ofrecía el contraste entre su reluciente cobertura metálica de peltre y el color burdeos de los guardabarros y de una tira a juego que lo recorría en toda su extensión. Los faros estrechos Woodlite de la parte delantera, sumados a un parabrisas inclinado, reforzaban la impresión de que el coche se movía incluso aparcado.

Dirk fue hacia el norte y, al entrar en la autovía George Washington, constató que el Packard no tenía problemas en seguir el tránsito. En diez minutos se plantaron en la sede de la NUMA, un edificio alto de cristal a orillas del Potomac. Dirk dejó el coche en el aparcamiento subterráneo. Un ascensor de empleados los llevó a la última planta y al despacho de Rudi Gunn, cuya secretaria los remitió al centro de recursos informáticos; y así, tres plantas más abajo, cayeron en la guarida tecnológica de Hiram Yaeger.

Encontraron a Gunn y Yaeger frente a una pantalla que ocupaba toda una pared, examinando fotos por satélite de un mar vacío. Despeinados y con ojeras, parecían no haber dormido en varios días, pero se animaron al ver a los hijos de Pitt.

—¡Qué alegría que hayáis vuelto! —los saludó Gunn—. Nos pegasteis un buen susto cuando desapareció vuestro submarino.

Summer sonrió.

—Para susto, el nuestro.

—Yo pensaba que tendrían que sedar a Rudi —dijo Yaeger—. ¿La pierna bien, Summer?

—Sí, perfecta. Yo creo que me ha dolido más venir en turista desde Johanesburgo que la enfermedad del buzo. —Antes de ir al grano miró unas tazas sucias de café sobre la mesa—. ¿Qué se sabe de papá y de Al?

Los dos hombres se pusieron serios.

—Por desgracia no hay muchas noticias —respondió Gunn.

Describió la misión de Pitt de proteger el carguero de mena, mientras Yaeger abría un mapa del este del Pacífico.

—Subieron al Adelaide a unas mil millas al sudeste de Hawái —dijo Yaeger—. Estaba previsto que cuando se acercasen a la costa fuera a su encuentro una fragata de la marina que estaba de maniobras a la altura de San Diego y los acompañase a Long Beach, pero el Adelaide no apareció.

—¿Algún posible resto de naufragio? —preguntó Dirk.

—No —respondió Gunn—. Durante días hemos hecho que sobrevolaran la zona aviones de rescate de Hawái y del continente. La marina ha enviado dos buques, y hasta las fuerzas aéreas han mandado unos cuantos drones de reconocimiento de largo alcance, pero todos han vuelto sin novedad.

Dirk se fijó en una línea blanca horizontal que partía del borde izquierdo de la pantalla y acababa al cruzarse con una línea roja que salía de Hawái.

—¿Es el recorrido del Adelaide?

—El AIS marcó el itinerario hasta este punto, poco después de que tu padre subiera a bordo con las fuerzas especiales —dijo Yaeger—. A partir de entonces el AIS se apagó.

—¿Se ha hundido? —preguntó Summer con voz rota.

—No necesariamente —respondió Gunn—. Podría ser que hubieran desconectado el sistema de localización. Sería una medida obvia después de un secuestro.

—Hemos trazado un par de círculos grandes alrededor de la última posición transmitida, para ver dónde podría haber ido el barco. —Yaeger sustituyó el mapa del mar por dos fotos por satélite que dividían la imagen en dos, y a las que se superponía, en la parte inferior de la pantalla, una foto de archivo de un gran carguero verde con el nombre de Adelaide—. Estamos consultando las imágenes del satélite de la costa para ver si ha aparecido en algún sitio.

—Hiram ha accedido a todas las fuentes de reconocimiento por satélite, públicas y no tan públicas. Por desgracia, el punto de la desaparición queda justo en el centro de una gran zona que no cubren los satélites. Por eso hemos pasado a las costas.

—Norteamérica, Sudamérica y Centroamérica, para empezar. —Yaeger disimuló un bostezo—. Con esto deberíamos tener trabajo hasta Navidad.

—¿Cómo podemos ayudar nosotros? —preguntó Summer.

—Tenemos fotos por satélite de los últimos cuatro días en la mayoría de los puertos importantes de la costa Oeste. Las distribuiré por si alguien ve un barco parecido al Adelaide.

Yaeger encendió dos portátiles y descargó las imágenes. Todo el mundo se puso manos a la obra, y empezaron a buscar un barco grande y verde en las fotos. Estuvieron ocupados todo el día en inspeccionar una tras otra las imágenes hasta que les dolió la vista, pero el resultado de lo observado en las fotos, algunas borrosas y oscuras (once barcos que parecían ajustarse al perfil del Adelaide), alimentó sus esperanzas.

—Tres en Long Beach, dos en Manzanillo, cuatro hacia el canal de Panamá, uno en San Antonio, Chile, y otro en Puerto Caldera, Costa Rica —enumeró Yaeger.

—Me extrañaría que fuera alguno de los de Long Beach —dijo Dirk—, a menos que descargasen antes en otro puerto.

Gunn miró su reloj.

—En el oeste aún es temprano. ¿Y si parásemos para cenar? Así después, cuando sigamos, podremos empezar a llamar a las autoridades portuarias de cada sitio. Lo lógico sería que pudieran confirmar si el Adelaide ha abandonado sus instalaciones.

—Bien pensado —convino Dirk poniéndose en pie y desperezándose—. Con esta dieta de comida de avión y café me he quedado sin gasolina.

—Un momento —dijo Summer—. Antes del descanso Hiram tendría que hacerme un favor, y vosotros ayudarme con una entrega.

Levantó su bolsa de viaje, haciendo sonar unas botellas.

—Yo tengo bastante hambre. ¿Podemos picar algo de camino?

—Te aseguro que en el sitio adonde vamos habrá algo bueno de comer.