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Summer no recordaba haber tenido nunca tanto miedo. Atrapada a solas en la oscuridad de las profundidades, sentía el corazón enloquecido. Una vez lleno de agua el interior del submarino, Dirk había abierto la escotilla y se había marchado con la linterna sumergible. Summer temblaba incontrolablemente, por el miedo y por el agua fría, mientras se le entumecían los dedos y las orejas.

Lo peor, sin embargo, era el silencio, casi total. Encogida en el asiento volcado, solo oía los latidos de su corazón y el gorgoteo esporádico de su respiración por el regulador. Cuando su cerebro empezó a hacer el inventario de sus miedos, el acto de respirar quedó en primer lugar de la lista. A esa profundidad, el consumo de aire era mucho más elevado que cerca de la superficie. Tal vez el cilindro le procurase algunos minutos de aire, no muchos, pero ¿y si no lo habían llenado hasta el máximo de su capacidad? Una voz diabólica preguntaba en su cabeza si la siguiente vez que respirase aire del tanque sería la última.

Apretó los párpados e intentó relajarse, alargando el tiempo entre las inhalaciones y obligándose a imprimir un ritmo constante a su respiración. Al notar que su corazón latía más despacio, abrió los ojos, pero seguía inmersa en la negrura, y aunque nunca hubiera sido propensa a la claustrofobia no pudo evitar sentirse encerrada en un armario muy pequeño y oscuro.

Empezó a preguntarse si su hermano habría cambiado de opinión y estaría nadando hacia la superficie, pero de pronto vio un vago resplandor detrás de la cubierta. La luz fue aumentando hasta que reconoció el haz de la linterna. Parecía que Dirk hubiera estado varias horas fuera, aunque en realidad solo hubieran sido unos minutos.

Un segundo después, cuando Dirk se metió por la escotilla, Summer vio que llevaba una barra de acero de un metro y medio con una bola de latón en una punta: era el mástil del barco hundido. El sumergible se debía de haber estrellado contra el fondo del mar justo al lado del pecio y Dirk lo había reconocido a través de la burbuja.

Dirk se acercó y encajó la barra entre la carcasa del asiento y la parte que inmovilizaba el pie de Summer. Después cogió la otra punta y empujó como un remero olímpico. El soporte metálico del asiento se dobló enseguida, y Summer pudo sacar el pie. Abrazó a Dirk y levantó un pulgar, señal de que podían subir.

Dirk iluminó con la linterna la escotilla abierta y empujó a su hermana. La cantidad de tiempo que habían pasado a una profundidad de casi cien metros era peligrosa. Sabían que no podían entretenerse más.

Summer esperó a su hermano fuera del sumergible. Emprendieron juntos el ascenso, cogidos del brazo y moviendo las piernas de manera lenta y rítmica, mientras las burbujas que salían de los tubos les servían como indicadores de velocidad. Subir demasiado deprisa era una receta segura para sufrir la enfermedad del buzo. Dirk se aseguró de ir más despacio que las burbujas.

Se les hizo eterno. Summer agradeció el esfuerzo, que hizo entrar levemente en calor sus huesos ateridos. Su cerebro, no obstante, empeñado como estaba aún en engañarla, le dijo que en realidad no estaban subiendo, o que lo que hacían era volver a las profundidades. Era, se dijo, el frío, que no adormecía solo sus extremidades, sino también sus sentidos. Se aferró a Dirk, que se movía como un robot, como si no le afectasen ni el frío ni la oscuridad.

A cincuenta metros de profundidad, el agua se aclaraba perceptiblemente debido a la penetración de la luz exterior. A cuarenta, cruzaron una termoclina y entraron en aguas más calientes. A veinticinco metros, a Dirk se le acabó el aire.

No le sorprendió. Ya sabía que se le agotaría el aire antes que a Summer a causa del esfuerzo de nadar hasta el barco y regresar. Se lo indicó a su hermana pasándose la mano por el cuello, y después se desprendió de la bombona y el regulador. Ella le dio el suyo y empezaron a alternar respiraciones, mientras aumentaban inconscientemente la velocidad de sus piernas.

Al mirar hacia arriba, Dirk atisbó ondas plateadas muy por encima de sus cabezas. Ya estaban bastante cerca para llegar a la superficie si fallaba el aire de Summer, pero ahora tenían otro problema.

Cuando un ser humano se somete a la presión de las profundidades marinas, se le forman pequeñas burbujas de nitrógeno en los tejidos, y si esas burbujas no se disipan mediante una reducción progresiva de la presión, el gas puede alojarse en el organismo y provocar la enfermedad del buzo, muy dolorosa y a veces mortal.

Dirk calculaba que habían estado casi cincuenta minutos en el fondo del mar. Las tablas de inmersión de la marina establecían como requisito indispensable hacer varias paradas de descompresión. Ellos, no obstante, carecían de ese lujo. Tras ascender hasta lo que, según las estimaciones de Dirk, eran unos seis metros de profundidad, mantuvieron su posición. La flotabilidad natural de sus cuerpos y la fuerza de la corriente se lo dificultaron, pero Dirk, que no apartaba la mirada de la superficie, pugnó por evitar que se moviesen.

Exprimieron durante otros diez minutos la bombona, hasta que Summer escupió el regulador y señaló hacia arriba. Entonces se lanzaron hacia la superficie, exhalando a la vez que nadaban.

Sus cabezas salieron a un mar picado, con olas de cresta blanca. Ya había desaparecido el sol, y el cielo, cada vez más oscuro, tenía un color como de peltre. Todos esos efectos combinados harían que Summer y Dirk fueran casi invisibles para los barcos que pasasen, incluido el que los buscaba. No era en eso, sin embargo, en lo que más pensaba Summer.

Respiró hondo y se giró hacia su hermano.

—¿Un mástil de bandera?

—En esas circunstancias ha sido lo mejor que podía hacer. ¿Qué tal el pie?

—El pie bien, pero me duele el tobillo por el calambre. —Le miró con cara de preocupación—. No creo que hayamos cumplido ni de lejos el tiempo de descompresión.

Dirk negó con la cabeza.

—No, nos ha faltado bastante. ¿Tú notas algún hormigueo?

—Estoy demasiado aturdida para notar algo.

—Quizá esta noche la pasemos en la cámara de descompresión del Alexandria. —Dirk escrutó el horizonte—. Siguiente problema.

Finalmente avistaron el barco de la NUMA, lejos, al oeste. Un poco más cerca, al norte, se veía la franja oscura de la costa de Madagascar.

—El Alexandria está corriente arriba —señaló Dirk—. No podemos llegar a nado.

—Lo más seguro es que ya hayan hecho una pasada y estén rehaciendo el camino para localizar el sumergible con el sónar. Cuando vuelvan por aquí quizá la corriente ya nos haya llevado a Australia.

—Pues nada, a la costa se ha dicho —dijo Dirk—. ¿Te ves capaz de nadar?

—¿Tengo alternativa?

Summer miró la costa, hundió la cara en el agua y empezó a nadar. Ambos eran excelentes nadadores, en buen estado físico. En circunstancias normales, nadar en aguas abiertas hasta la costa habría sido poco más que un reto agotador, pero la tensión mental de haberse escapado del sumergible, sumada a la exposición al aire frío, lo convertía en una tarea a vida o muerte. Los dos acusaron casi enseguida el cansancio. Summer se sorprendió de la rapidez con que se sentía los brazos y las piernas como de plomo.

Aquel mar tan turbulento no los ayudaba. Las olas los zarandeaban con frecuencia, llenándoles la boca de agua salada. Para nadar hacia la costa tenían que ir a contracorriente. Cada brazada en aquella dirección los desplazaba prácticamente la misma distancia hacia el este, lo que los separaba aún más del Alexandria.

Nadaban el uno al lado del otro. Cada diez minutos hacían un descanso. Mientras se mantenía a flote con las piernas, Dirk sacaba la linterna del bolsillo y la agitaba hacia el barco de investigación. Durante el tercer descanso, se le escapó de los dedos insensibles y se hundió como una vela en un pozo. Para entonces, el barco de la NUMA aún parecía estar más lejos, reducido a una luz que oscilaba de vez en cuando en el horizonte.

Dirk se volvió hacia Summer.

—Venga, que falta menos de una milla.

Summer obligó a sus brazos y sus piernas a seguir, pero tenían vida propia. Comenzó a dolerle mucho la pierna izquierda. Después se le fue pasando el dolor, pero también la sensibilidad. Empezó a descansar a intervalos cada vez más cortos, y Dirk se dio cuenta de que se estaba quedando sin fuerzas.

—Haz como si estuviéramos en Hawái —dijo—. Te echo una carrera hasta Waikiki.

—Vale —fue lo único que pudo decir ella; y aunque estuviera anocheciendo muy deprisa, Dirk vio que sus ojos perdían viveza.

La cogió por el mono y nadó con un solo brazo, aunque también a él empezaban a fallarle las fuerzas. Era como si el frío le calara hasta los huesos. Sus dientes empezaron a castañetear constantemente, como los de Summer.

Al sentir que el cuerpo de su hermana flaqueaba, se dio cuenta de que Summer ya no podía seguir avanzando, y aunque estuviera exhausto mentalmente, comprendió que eran los efectos de la hipotermia. Tenían que salir del agua lo antes posible.

No le quedaba casi aliento, pero siguió hablando con Summer, animándola y haciéndole un sinfín de preguntas que quedaban sin respuesta. En el momento en que Summer empezó a hundirse, Dirk la puso de espaldas y tiró de ella por el cuello del mono. Para él se habían acabado los descansos.

Cada brazada era una agonía, pero persistió. Se le había vaciado la bombona, y sus músculos imploraban un respiro; de algún modo, sin embargo, se distanció del dolor y siguió arañando el agua. Fue dibujándose el rompiente de las olas, y empezó a oírse el choque del agua con la tierra. Inspirado por aquel sonido, hizo un esfuerzo final que consumió sus últimas reservas.

Una ola les pasó por encima. Dirk salió de ella escupiendo agua. Summer, que había tragado bastante, tosió, pero ya los estaba empujando la siguiente. Dirk mantuvo a Summer bien sujeta mientras el agua los zarandeaba y lanzaba a la arena. Por fin estaban en la costa.

Con la fuerza de las sucesivas olas ya a su espalda, dio tumbos por la playa, arrastrando a Summer. Una vez superada la línea de marea se dejó caer en la arena.

—¿Cómo te encuentras? —dijo sin aliento.

—Te-te-tengo frío —susurró ella.

Que aún pudiera hablar era buena señal. Ahora había que secarla. Para ello sería decisivo el calor que conservaba el aire de la noche.

Cuando Dirk tuvo fuerzas para levantarse, aunque fuera renqueando, miró a su alrededor. Habían tocado tierra en una parte desolada del sur de la costa de Madagascar, dentro de las reservas naturales inhabitadas de Cape Sainte Marie. Todo estaba oscuro, tanto en la playa como tierra adentro. No tenía la menor idea de lo lejos que podía estar la ayuda más cercana. De todos modos daba igual: le faltaban las fuerzas necesarias para buscarla.

Miró el agua, pero solo encontró un mar negro y vacío. La costa se curvaba hacia el oeste, obstruyendo las luces del Alexandria. Se volvió de nuevo hacia tierra firme y caminó por la playa en busca de un refugio. Bajo sus pies, la arena dejó paso al suelo duro, que anunciaba una serie de colinas y montículos rocosos. No había nada parecido a un refugio en ningún sitio.

Al volver junto a Summer tropezó con una protuberancia al borde de la playa. Tenía unos cuatro metros de anchura y había creado una guarida en el lado donde no soplaba el viento. Aquella hendidura los protegería un poco de la brisa marina. Parecía difícil encontrar algo mejor. Vio unos hierbajos y arrancó todos los que pudo para distribuirlos por la guarida a modo de aislante. Después volvió con Summer, la llevó por la playa y la depositó en la cama improvisada.

Las hierbas ayudaron a secar su piel. Dirk bajó por la playa en busca de alguna más. Había pocas, pero recogió las que pudo y regresó al refugio. Sentado en el montículo, usó la hierba para secar la piel de Summer antes de añadirla a la capa que servía de lecho. Al levantarse arrancó un trozo de arena del borde del montículo, dejando a la vista una cinta de tela descolorida.

Sin prestarle atención, se quitó el mono y se expuso tiritando a la brisa del mar hasta que se le secó la piel. Después se acostó al lado de Summer para aumentar la barrera contra el viento. Summer murmuraba más que antes, y su cuerpo ya no parecía tan helado. Ante la perspectiva de una noche cálida, Dirk confió en que se pusiera bien.

El cansancio empezaba a hacer mella. Se le estaban cerrando los ojos. Detrás de una nube apareció una luna en cuarto creciente que bañó la playa con su resplandor plateado. Vio más claramente el objeto enterrado que sobresalía del montículo sobre su cabeza. De color amarillo desvaído, llevaba los restos de varias letras negras. Su mente cansada formó un nombre que sonó como una nota extraña mientras se dormía.

Barbarigo.