Ann solo tardó unos segundos en sentir pánico.
Después de chocar limpiamente con el agua, empezó a mover las piernas con gran fuerza y a sumergirse en el Ohio con las manos por delante. El agua estaba más templada de lo que esperaba, bastante por encima de los veinte grados. Al llegar a un punto de culminación cómodo, arqueó el torso e intentó dar brazadas, pero se lo impidieron las esposas.
Tuvo un chispazo de miedo, diciéndose que se ahogaría.
«Relájate, relájate, relájate», repetía una voz en su cabeza.
Con el pulso acelerado, hizo el esfuerzo de quedarse quieta y dejarse llevar por la corriente durante unos segundos. Gracias a ello se le calmaron los nervios. Empezó a mover las manos esposadas a lo perrito para llegar hasta la superficie, pero en aquella agua tan negra, que era como tinta, ya no se orientaba.
La solución llegó rápido. Su hombro rozó la parte inferior corroída de la barcaza. Se apartó de un empujón y aguantó unos segundos más antes de ascender despacio hacia el aire fresco de la noche.
La corriente era veloz. Ann descubrió que se alejaba por sí sola de la gabarra y el remolcador. Al mirar hacia atrás vio a Pablo, que corría por el embarcadero observando el agua. Cuando vio en la superficie la cabeza de Ann, desenfundó su Glock.
Ann respiró profundamente y enseguida volvió a sumergirse. No sabía si Pablo le estaba disparando, pero no tenía sentido ofrecerle un blanco.
Esta vez le costó menos deslizarse por el agua. Aguantó la respiración casi un minuto a la vez que movía las piernas y seguía la corriente. Cuando regresó a la superficie estaba a más de cien metros de la barcaza. Desde el embarcadero era poco menos que imposible verla. Pablo, sin embargo, ya no estaba.
Centró su atención río abajo, en busca de un lugar donde poner pie en tierra y buscar ayuda, pero el muelle quedaba lejos del centro y, en aquella zona, la orilla estaba oscura y vacía. No muy lejos, en el otro lado, brillaban luces dispersas, las de la pequeña población de Metropolis, en Illinois.
Atraída por su seguridad, empezó a impulsarse hacia ellas con los pies. Tras unos minutos de lucha contra la corriente, comprendió que sus esfuerzos por llegar al pueblo eran inútiles: el río tenía más de un kilómetro de anchura, y antes de poder llegar a la otra orilla la corriente la arrastraría muy lejos de las luces.
La gran incomodidad de nadar con las muñecas esposadas aumentaba su cansancio, así que se giró y descansó flotando boca arriba. Al mirar el cielo vio a lo lejos dos luces rojas que parpadeaban. Se volvió y las observó: luces de advertencia para los aviones. Gracias a sus destellos vio que estaban adheridas a dos altas chimeneas de cemento. Solo podían formar parte de una central eléctrica a la orilla del río.
Al dejar atrás las luces de Metropolis, volvió a la orilla que tenía más cerca. Durante una milla no apareció una sola luz en las lindes del río. Ann empezó a sentir frío y soledad. Aun así continuó ubicando las luces rojas que parpadeaban, y que al final se aproximaron. Una bruma luminosa en la base de las chimeneas cristalizó en una profusión de puntos brillantes que rodeaban la central eléctrica. Estaban bastante apartados de la orilla, pero al pasar por un trecho de ribera poblado de matojos vio una pequeña ensenada artificial que llevaba desde el río a la central.
Cuando estuvo cerca de la embocadura, empezó a mover las piernas vigorosamente. La corriente del Ohio intentaba alejarla, pero al final Ann se deshizo de ella y penetró en las aguas tranquilas de la ensenada. A unos quinientos metros, el agua alimentaba las calderas de carbón de la central.
Exhausta por su última lucha contra la corriente, se dirigió a la orilla más cercana. Tras descansar varios minutos en el barro, se levantó y escaló el terraplén, aplanado en lo alto para que pudieran acceder vehículos.
Mojada y tiritando, se acercó a la central envuelta en un intenso olor a carbón quemado. Al acercarse contó varios vehículos aparcados en torno a las instalaciones. Por lo visto, el turno de noche era nutrido, afortunadamente. Vio parpadear unos faros a su izquierda. Era una camioneta blanca que salía despacio del aparcamiento con una luz naranja encima del capó. Apretó el paso y empezó a agitar los brazos esposados en cuanto le pareció que el conductor podía verla.
La camioneta aceleró y se metió en el terraplén. Después de unos bandazos por el estrecho camino, levantó una nube de polvo al frenar delante de Ann, que levantó las manos esposadas y se acercó a la ventanilla abierta del conductor.
—¿Puede ayudarme, por favor?
Se le quebró la voz al ver que la cabeza que salía por la ventanilla era la de Pablo. Tenía en una mano un GPS conectado a las esposas de Ann, y en la otra la Glock.
—No, amor mío —dijo él con crueldad—, la que puede ayudarme eres tú.