La bodega auxiliar del Adelaide era un horno oscuro y sofocante, digno del mismísimo diablo. Cuando abrieron el cerrojo e hicieron entrar a punta de pistola a Pitt y Giordino, el primero olió una mezcla de carne en descomposición y sudor. Le había costado un gran esfuerzo arrastrar a su amigo herido hasta la cubierta principal sin caer bajo su peso. Vio que dentro había una lona. Depositó con suavidad a Giordino encima de ella, a la vez que se oía un portazo y el ruido de un cerrojo.
—¿Alguno de ustedes es médico? —preguntó Pitt mirando al equipo de la Guardia Costera, apiñado cerca de él.
Un joven se levantó y se acercó lentamente.
—Simpson, ¿no? —dijo Pitt.
—Sí, señor. Yo puedo ayudarle. —Se arrodilló junto a Giordino y vio enseguida el charco de sangre que empezaba a formarse debajo de su pierna derecha—. ¿Le han disparado?
—Sí. —Pitt arrancó un jirón de los pantalones de Giordino—. Ha perdido mucha sangre.
Simpson localizó la herida ensangrentada en la parte externa del muslo y le aplicó presión con la palma de la mano.
—Necesito algo que sirva de venda.
Pitt se quitó la camisa, arrancó las mangas y formó tiras largas. Alguien les pasó una botella de agua que el médico usó para lavar la herida. Después cogió una de las tiras y la dobló varias veces antes de aplicarla a la herida y atar el resto de las tiras por encima.
Giordino abrió los ojos y miró hacia arriba.
—¿Adónde vamos?
—A por cerveza —dijo Pitt—. Échate una siesta, que ya te despertaré cuando esté helada.
Giordino sonrió de medio lado. Segundos después, se había quedado dormido.
Simpson le tapó con una parte de la lona e hizo señas a Pitt de que se apartase.
—Ha tenido suerte. Hay dos orificios, señal de que la bala ha pasado limpiamente. Lo más seguro es que ni haya rozado el hueso. Lo que sí habrá tocado es la arteria femoral, de ahí la hemorragia. Habrá que vigilarle, porque al haber perdido tanta sangre podría sufrir un shock.
—Es fuerte como un toro —dijo Pitt.
—De momento no creo que le pase nada. El mayor problema será evitar una infección en este cuchitril.
Pitt vio en la penumbra que Simpson tenía un moratón en uno de sus pómulos.
—¿Y a usted qué le ha pasado?
—Me han asaltado cuando iba a hacer el relevo. Me ha zurrado un tío con una cadena. He tenido más suerte que otros.
Pitt miró la bodega, iluminada por una sola luz que parpadeaba en el techo. El destacamento de la Guardia Costera estaba cerca. Otro grupo, formado por miembros de la auténtica tripulación del Adelaide, se repartía por el fondo. La culpa del terrible hedor la tenían dos formas alargadas envueltas en lonas y apartadas contra la pared.
—El capitán y otro hombre —informó Simpson—. Muertos durante el ataque, antes de nuestra llegada.
Pitt asintió con la cabeza y se fijó en los hombres de la Guardia Costera. Todos presentaban heridas y cardenales. Plugrad, sentado entre sus hombres y con la espalda apoyada en un mamparo, tenía la mirada ausente.
—¿Cómo está Plugrad?
—Al teniente le han dado un buen golpe en la parte superior de la cabeza —explicó Simpson—. Aparte de la conmoción no parece que haya sufrido más secuelas.
Pitt se acercó al otro grupo, exhausto pero ileso, al parecer. Un hombre de hombros anchos y gran mostacho gris se levantó y se presentó.
—Frank Livingston, segundo comandante —dijo con un fuerte acento australiano—. ¿Cómo está su compañero?
—Le han disparado en la pierna y ha perdido algo de sangre, pero el médico cree que se pondrá bien.
—Siento no haber podido ayudar. El médico del barco era nuestro contramaestre, que está allí, con el capitán.
Señaló los cuerpos tapados con lonas.
—¿Cómo se apoderaron del barco?
—Hace tres noches, durante la ronda nocturna, se acercó un carguero muy rápido que se arrimó a nosotros y le pegó un susto de muerte al timonel. Como no contestaban por radio, el capitán subió a bordo con el contramaestre. Entonces el barco disparó una especie de radar que los mató a los dos. —Apretó los labios haciendo una mueca—. Nunca he visto nada igual. Casi fue como si se cocieran vivos. Luego el carguero mandó un grupo armado de abordaje, y no pudimos hacer gran cosa. Desde entonces hemos estado aquí metidos.
—Siento haber llegado tarde —dijo Pitt—. Debieron de recibir un chivatazo y adelantar el abordaje.
El ansia de venganza hizo brillar los ojos cansados de Livingston.
—¿Quiénes son?
Pitt movió la cabeza.
—Forman parte de un grupo que creemos que ha secuestrado varios cargueros que transportaban elementos de tierras raras.
—Nosotros llevamos algo que se llama monacita —dijo Livingston—. Supongo que es lo que buscaban. ¿Tiene alguna idea de adónde vamos?
Pitt miró a su alrededor para cerciorarse de que no le escuchaba nadie más.
—Creemos que suelen transferir el cargamento en alta mar y hundir los barcos. Al menos los otros dos cargueros se fueron a pique en estas aguas.
Livingston asintió con la cabeza, pero su expresión no era la de un hombre condenado a morir en un barco hundido.
—Una cosa, señor Pitt: ¿qué tamaño tenían los otros cargueros secuestrados?
—No muy grandes. Eran graneleros más antiguos, yo diría que de unas diez mil toneladas. ¿Por qué me lo pregunta?
—El Adelaide tiene la calificación de cuatro mil toneladas. Antes de que nos metiesen aquí dentro, me fijé bien en el carguero que nos atacó, y en comparación con nosotros es una tartana que no puede llevar más de la mitad de nuestro cargamento.
—¿Todo el cargamento es monacita?
—Hasta el último gramo. No, yo no creo que vayan a echar a pique el Adelaide, al menos de momento. Lo que llevamos es demasiado valioso.
Pitt echó un vistazo a los maltrechos y demacrados ocupantes de la fétida prisión.
—Espero que tenga razón, señor Livingston.