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El robo del motor del Flecha de los mares provocó la puesta en marcha inmediata de una operación de búsqueda por todo el país. Rápidamente se organizaron controles de carretera en todas las vías principales de salida de Washington, tanto hacia el norte como hacia el sur. El FBI envió brigadas a todos los aeropuertos de la zona y todos los puertos de la costa Este, desde donde los analistas suponían que el motor saldría de contrabando. Hasta se pidieron refuerzos en los pasos fronterizos del nordeste a Canadá.

El motor robado, sin embargo, no apareció en ninguno de esos sitios. Se lo habían llevado por carretera hacia el oeste, lejos de los grandes puertos y aeropuertos. Y así fue como, después de cruzar las extensiones rurales de los Apalaches, con el motor oculto en la parte trasera de un camión lleno de paja, Pablo entró en Lexington, Kentucky, donde redujo la velocidad y no bajó la guardia, por si pasaba algún coche de policía.

Ann estaba al fondo de la cabina, con una muñeca esposada al armazón del asiento. Era un banco estrecho en el que podía recostarse un poco, pero que la obligaba a adoptar una torsión incómoda para asomarse por la ventanilla. Viajaban en silencio. Al ver que Pablo se hacía el sordo a su alud inicial de preguntas incisivas, Ann había decidido no malgastar sus fuerzas. Un esfuerzo de deducción le permitió vincular finalmente el robo de los planos del Flecha de los mares por parte de Pablo con el gran aparato escondido en el camión. Tenía que ser el nuevo motor de propulsión del submarino.

Pablo estaba contento con su marca: seiscientos cuarenta kilómetros en siete horas. Entraron en Lexington poco después de hacer un alto en una carretera secundaria poco transitada para que Ann estirase las piernas. Pablo encontró un área de servicio para camioneros y frenó junto a uno de los surtidores más apartados. Después de llenar el depósito, abrió la puerta de la cabina y echó un vistazo a Ann.

—¿Quieres comer algo?

—Sí, por favor —dijo ella—. Tengo mucha hambre.

—Ahora mismo vuelvo.

Pablo dio un portazo y cerró con llave. Ann le vio pasar al lado de varios surtidores y entrar en la caseta del área de servicio. Miró el aparcamiento en busca de una posible ayuda. Era tarde. Solo vio a una persona, un camionero barbudo que estaba lavando el parabrisas de su vehículo en punto muerto, a unos diez metros de distancia.

Agitó los brazos y se desgañitó, pero las ventanillas tintadas de la cabina, herméticamente cerrada, la hacían casi invisible. El motor en marcha ahogó sus gritos. Tendió la mano hacia la bocina del camión, pero no llegó ni a rozarla con las puntas de los dedos. El barbudo subió al tráiler y se fue sin saber nada de las tribulaciones de Ann.

Buscó algo que pudiera servir como arma, pero dentro del camión no había nada, ni siquiera en la guantera: solo un mapa y un portátil en el asiento de delante. Se lanzó sobre el portátil.

Lo cogió con su mano libre, abrió el monitor y lo encendió. Mientras se iniciaba el sistema miró por la ventanilla. Pablo estaba en la caja, comprando algunas cosas. Ann dispondría de muy poco tiempo para mandar una llamada de socorro, siempre y cuando el camión tuviera wifi.

Aguantó la respiración mientras se iluminaba lentamente la pantalla. Al cabo de una eternidad, una burbuja le preguntó si quería conectarse con la red del área de servicio de Lexington.

—¡Sí!

Hizo clic en el icono. Pocos segundos después se abrió un buscador de internet.

La alegría le duró poco: al mirar por la ventanilla vio salir a Pablo de la caseta. Con el pulso acelerado pensó qué hacer. No tendría tiempo de entrar en su cuenta de correo electrónico, ni de mandar un mensaje por la web del NCIS. De repente tuvo una idea desesperada. Tecleó rápidamente cuatro letras y esperó la respuesta. Cuando se abrió una nueva ventana, bajó hasta el final y encontró una casilla de consultas. La seleccionó, escribió un mensaje a toda prisa y levantó la vista. Pablo estaba solo a tres metros.

Sus dedos volaron por el teclado y se detuvieron para hacer clic en «Enviar» justo cuando se oía otro clic, el del cierre de la puerta. Bajó de golpe la pantalla y arrojó el portátil al asiento delantero en el momento mismo en el que Pablo abría la puerta.

El corazón de Ann latía a lo loco. Sintió que se ruborizaba cuando Pablo se sentó al volante. Él se volvió y la miró extrañado, echando los brazos hacia atrás.

—¿Jamón y queso o atún?

Le estaba enseñando dos bocadillos envueltos.

—Atún, por favor.

Ann exhaló y cogió uno de los dos.

Pablo volvió a la carretera, comiendo a la vez que conducía. La pausa le había relajado. Finalmente, volvió un poco la cabeza y habló con Ann.

—Tú estás enamorada de mí —dijo el hombre con una sonrisa burlona.

—¿Qué?

—Que sí, que tienes que estar enamorada. Si no ¿por qué te encuentro en todas partes?

—Yo no he pedido hacer este viaje —replicó ella—. Deja que me vaya, por favor.

Pablo soltó una risa ronca.

—Eres demasiado lista para que te suelte… y demasiado guapa para que te mate.

Pese a sentir una inmediata repugnancia, Ann siguió con la conversación.

—¿Lo que llevamos es el motor del Flecha de los mares?

—Podría ser.

—¿Por qué has matado a los que te habían ayudado a robarlo?

—Ya habían cumplido con su parte y sabían más de lo necesario. Creo que de momento basta de preguntas.

Pablo puso la radio y subió el volumen al encontrar una emisora local de bluegrass.

Cruzaron las montañas del oeste de Kentucky al son de los acordes vivarachos de Flatt & Scruggs. Cuatro horas después llegaron a Paducah. Pablo aparcó en una gasolinera de los alrededores y llamó por teléfono. En cuestión de minutos apareció una camioneta oxidada. El conductor era un hombre cubierto de tatuajes que acompañó al camión hasta el río. En el embarcadero de madera gastada había un remolcador y una gabarra llena de contenedores. Pablo arrimó el camión a la gabarra y frenó.

Era bastante más de medianoche. Reinaba un silencio fantasmal. Pablo desenganchó el remolque y llevó el camión al aparcamiento de al lado. Cuando volvió, el hombre de los tatuajes ya había echado unos cabos alrededor del remolque y lo estaba subiendo a la barcaza con una grúa. Pablo subió a la barcaza y ayudó a fijar el remolque a la cubierta antes de volver al camión en busca de Ann.

Ella se hizo la dormida mientras Pablo la soltaba del asiento y volvía a esposarle las manos por delante. Hasta entonces no se había fijado en que las esposas llevaban un sensor incorporado. Pablo la sacó del camión y la guió hasta el embarcadero.

A su derecha, tras las aguas del Ohio, que fluían como melaza oscura, parpadeaban las luces de Paducah. Pablo la llevó hacia el remolcador, firmemente sujeta por el brazo. La vieja embarcación estaba fijada al centro de la popa de la gabarra, lista para conducirla por el río. Al remolcador se llegaba por una estrecha pasarela tendida sobre el agua. Ann vaciló en cruzar, hasta que Pablo la empujó con suavidad.

Lo que temía Ann, en realidad, no era cruzar la angosta pasarela, sino lo que la esperaba al otro lado. Primero la encadenaban a un camión, luego a un remolcador… ¿Y después? A saber. La llevaran a donde la llevasen, lo que más miedo debía darle era el momento en el que le quitasen las esposas; y fue ese miedo el que la impulsó a la acción.

Tras sacar mentalmente fuerzas de flaqueza, respiró hondo mientras Pablo le daba otro empujón. Fingiendo tropezar, dio dos pasos por la pasarela y tensó las rodillas. Después saltó como un resorte. La flexión de la pasarela le dio un impulso suplementario, por lo que no tuvo dificultad en saltar por encima de la baranda.

Pablo intentó cogerla, pero lo único que consiguió fue rozarle un tobillo. Con los brazos extendidos, Ann se zambulló en el río y se perdió de vista en el agua oscura y turbia, sin formar casi espuma.