El capitán del Adelaide no respondió en nada a las expectativas de Pitt: lejos del severo veterano que solía gobernar los grandes navíos comerciales, era un joven escuálido y de ojos inquietos que, al llegar al comedor, observó con cierta frialdad a Pitt, Giordino y Plugrad antes de darles la mano y sentarse con ellos.
—Me llamo Gómez. Me han dicho que prevén ustedes una tentativa de secuestro.
No parecía muy preocupado por la noticia.
—Hemos descubierto patrones comunes entre varios ataques en el Pacífico —explicó Pitt—. Todos los barcos llevaban elementos de tierras raras, como su carguero.
—Debe de estar usted mal informado —dijo Gómez—. Este barco lleva mena de manganeso.
—¿Manganeso? —preguntó Giordino—. ¿No cargaron toda una remesa de monacita en Perth?
—Zarpamos de Perth, sí, pero nuestro cargamento es manganeso.
—No es lo que nos han dicho en la sede de su compañía —dijo Pitt.
Gómez negó con la cabeza.
—Pues se han equivocado. Habrán confundido el manifiesto electrónico con el de algún otro barco de la empresa. Son cosas que pasan. Voy a llamar al barco que los ha traído para que los recoja.
—No será posible —dijo Pitt—. El Fortitude tiene un programa que cumplir.
—Además —añadió Giordino—, podríamos no ser los únicos mal informados.
—Exacto —convino Plugrad—. No me gustaría sacar de aquí a mis hombres y enterarme más tarde de que ha habido problemas. Se nos ha pedido que nos quedemos a bordo hasta que lleguen a Long Beach, así que nos ajustaremos al plan.
—Muy bien —dijo Gómez con irritación—. Por favor, quédense en la cubierta principal y en los camarotes del segundo nivel.
—Al y yo nos turnaremos en el puente y haremos de enlace con el teniente si nos encontramos con algún otro barco.
Gómez asintió al advertir la determinación con la que hablaba Pitt.
—Como quiera, pero no se permitirá la presencia de hombres armados en cubierta. —Se levantó de la mesa—. Tengo que seguir con mis obligaciones. Bienvenidos al barco. Confío en que disfruten de un viaje tranquilo y de rutina.
Cuando se quedaron solos, Giordino miró a Pitt y Plugrad y movió la cabeza.
—Chúpate esa. No hay tierras raras y nos pasaremos el resto del viaje con un capitán que es un criajo cascarrabias.
—Ahora ya no hay remedio —dijo Pitt—. Y si nos hemos equivocado, tampoco puede decirse que la tranquilidad y la rutina sean los peores desenlaces posibles.
En realidad, el radar de Pitt estaba en alerta máxima desde que había puesto el pie en el Adelaide. Algo no cuadraba en la tripulación, ni en el capitán. Había estado en bastantes barcos mercantes para saber que las tripulaciones, y sus actitudes, podían ser muy variopintas, y que en sí no tenía nada de raro ser acogido con mordacidad, pero aquellas circunstancias convertían el caso en peculiar. Ante un peligro que podía ser mortal, los hombres del barco tendrían que haberse alegrado de que se les protegiera o, como mínimo, sentir curiosidad, pero no: al instalarse en el barco, Pitt y sus hombres estaban siendo tratados como un simple engorro. Parecía que los marineros vigilasen todos sus movimientos y se negaban a entablar hasta la conversación más banal.
Cuando Pitt y Giordino estaban en el puente se les ignoraba por completo, y sus peticiones de información caían en oídos sordos. Gómez apenas reaccionaba a su presencia; se negaba incluso a cenar con Pitt, y cuando no estaba de guardia se quedaba recluido en su camarote.
Era la segunda noche a bordo. Pitt se paseaba por el puente sin que le hicieran caso, como siempre. Poco después de medianoche, la hora del cambio de turno, llegó un marinero que se aproximó al capitán y le dijo algo en voz baja, entre miradas a Pitt.
Éste se fijó en la pantalla del radar y vio a proa la imagen de un barco con un rumbo similar al de ellos. Se acercó a la pantalla para ver su número de AIS. El Automatic Identification System, un programa basado en información por satélite que debían cumplir todos los buques comerciales de más de trescientas toneladas, facilitaba datos sobre la velocidad, el rumbo y la identidad de cualquier barco de esas características que estuviera navegando en alta mar. Pues bien, el AIS del barco del radar brillaba por su ausencia.
—No tiene conectado el AIS —le dijo a Gómez—. Yendo por donde vamos, parece un poco sospechoso.
—A veces se pierde la señal —replicó Gómez—. También podría ser un barco militar. No significa nada.
El capitán se acercó al timonel, le susurró unas palabras al oído y se fue al otro lado del puente. Pitt siguió la velocidad y el rumbo del Adelaide sin hacerle caso. No le sorprendió que el barco misterioso aminorase uno o dos nudos su velocidad hasta desaparecer de la pantalla del radar.
Transcurrieron cuarenta minutos de tenso silencio hasta que Giordino llegó al puente para relevarle.
—¿Qué, cómo de plácido está el mar esta noche?
—Con olas de histeria.
Antes de irse, Pitt le contó en voz baja el encuentro con el barco. Llegó otro timonel que relevó al de guardia, aunque Gómez se quedó. Justo cuando se disponía a abandonar el puente, Pitt miró otra vez la pantalla del radar y algo le llamó la atención. Vaciló al examinar los números. Era el rumbo: el barco había cambiado bruscamente de una trayectoria este-nordeste a otra este-sudeste.
—¿Por qué vamos hacia el sudeste? —preguntó.
—En esta latitud hay mucha corriente de proa —dijo Gómez—. Nos situaremos por debajo uno o dos días para no perder velocidad, y luego ajustaremos otra vez el rumbo hacia Long Beach.
Que Pitt recordase, la corriente ecuatorial del norte circulaba bastante más al sur de donde estaban. Aun así, no discutió. Se volvió y miró a Giordino con escepticismo.
—Bueno, pues nada, me voy a dormir. Nos vemos en el siguiente turno.
Al final bajó del puente por la escalerilla, pero, en vez de detenerse en el segundo nivel, el de su camarote, siguió hasta la cubierta principal para respirar aire fresco. Al llegar se topó con Plugrad, que subía corriendo por la escalerilla. El teniente de la Guardia Costera parecía agitado.
—Se levanta muy temprano —dijo Pitt.
—Estoy buscando a dos de mis hombres que no se han presentado al turno que les tocaba. ¿No los ha visto en el puente?
—No. Le aconsejo que mire en el comedor. Lo más probable es que hayan ido a tomar café para no dormirse.
Plugrad se lo agradeció entre dientes y se fue al comedor, pisando fuerte.
Al salir a la cubierta Pitt se encontró con una noche fresca y un relente que rizaba el agua en la banda de babor. Después de varias horas en el clima hostil del puente, el aire le calmó. Desperezó las piernas con una caminata por la larga cubierta sin techar y, al llegar a la proa, se paró a echar un vistazo por la borda. En el horizonte brilló una luz fugaz que reapareció en el momento en que las olas elevaron el Adelaide. Ahí seguía el barco misterioso, justo enfrente, donde casi no alcanzaban la vista ni el radar.
Varios minutos de observación reafirmaron a Pitt en la idea de que el otro barco no se movía de su sitio. Reanudó su paseo y fue hacia la caseta de cubierta. Al pasar al lado de la bodega de proa, vio escombros en el suelo y se paró. Cerca de la escotilla se había derramado manganeso durante la carga. Cogió un trozo del tamaño de un puño y lo expuso a la luz más cercana. Era un mineral plateado, de aspecto idéntico a la monacita encontrada en Chile a bordo del Tasmanian Star.
Gómez mentía sobre el manganeso. Pero ¿por qué? Y ¿por qué era tan extraña la actitud de sus hombres? ¿Y qué decir del barco que les precedía? De pronto tuvo una punzada de inquietud.
Plugrad. Tenía que avisar a Plugrad.
Fue hacia la popa, pero se detuvo al ver siluetas que salían de la caseta de cubierta. Agazapado tras la tapa de escotilla más cercana, vio a dos hombres que arrastraban a otro. Al cruzar la cubierta en sentido lateral, pasaron por debajo de una luz muy potente, y por espacio de un segundo Pitt vio que los dos en pie eran tripulantes armados del barco. El cuerpo inerte que arrastraban era el de Plugrad, en cuya frente brillaba una mancha de sangre.
Le llevaron al lado de babor de la caseta y le metieron por una puerta cerrada con llave. Al perderlos de vista, Pitt cruzó la cubierta y corrió hacia la popa hasta llegar al lado opuesto de la superestructura. Después subió corriendo por la escalerilla hasta el segundo nivel y se apresuró a llegar a los cuatro camarotes que hospedaban al destacamento de la Guardia Costera.
Llamó a la primera puerta y la abrió de golpe, pero no encontró a nadie. Al hallar vacío el segundo camarote empezó a temerse lo peor. También el tercero y cuarto estaban vacíos. Todo el destacamento de la Guardia Costera había sido neutralizado con sigilo. Justo cuando salía del cuarto camarote, oyó susurros en el pasadizo que le hicieron esconderse detrás de la puerta, sin cerrarla.
A través del resquicio vio deslizarse a dos hombres armados por el corredor y detenerse ante su puerta, la de Pitt. Prepararon sus armas. Después uno giró el pomo, e irrumpieron en el camarote. Al encontrárselo vacío volvieron al pasillo, mientras hablaban en voz baja en español. Uno de los dos salió corriendo hacia la escalerilla. Su compañero se acercó más despacio a la otra punta del pasillo y entró con cautela en el camarote de Giordino. Tampoco allí había nadie, así que volvió sobre sus pasos, asomándose a los otros camarotes.
Al ver que se acercaba a su escondite, Pitt contuvo la respiración. El hombre asomó el cañón de un rifle de asalto por la puerta y dio un paso en el camarote. Pitt esperó un segundo antes de salir de donde se escondía y empujar la puerta con todas sus fuerzas, aplastándole contra el mamparo. Después le golpeó un lado de la cabeza con el mineral que aún tenía en la mano. El marinero se quedó inconsciente, sin haber tenido tiempo de encontrar el gatillo de su arma.
Pitt le arrastró al interior del camarote y permaneció a la escucha por si oía a su compañero, pero al no percibir nada cogió el AK-47 y salió al pasillo, cerrando la puerta. Justo cuando había llegado a la escalera y se disponía a bajar y liberar a Plugrad, oyó un disparo.
Parecía venir de arriba. Si habían disparado en el puente solo podía querer decir una cosa: Giordino.
Dio marcha atrás y corrió por la escalera haciendo el menor ruido posible. Se detuvo en el puente y se asomó a la puerta. Las luces para la navegación nocturna se habían atenuado, y solo se veían brillar algunos monitores. Aunque le obstruyera la vista una consola, todo parecía en calma. Quizá el disparo había tenido alguna otra procedencia. Solo vio al timonel, así que entró en silencio.
—Señor Pitt —le interpeló la voz de Gómez—, ya me imaginaba que vendría a buscar a su amigo.
El capitán, que había estado en cuclillas, se levantó con el brazo extendido y una pistola firmemente sujeta en la mano; una pistola, sin embargo, que no apuntaba a Pitt, sino hacia el suelo. Al dar un paso más, Pitt vio que Gómez tenía encañonado a Giordino, que estaba en el suelo, cogiéndose una pierna.
—Deje su arma en el suelo o morirán los dos —dijo Gómez.
Pitt vio moverse algo con el rabillo del ojo. El primer hombre armado había aparecido detrás de otra consola y le apuntaba por la espalda con su AK-47.
Los ojos de Pitt brillaron de furia al mirar a su amigo herido, y luego a Gómez. Dejó caer el arma a la cubierta sin articular ni una palabra.