El helicóptero volaba a gran velocidad, a la altura de las copas de los árboles, y estuvo tan cerca de rozar los hangares que causó gran sorpresa entre los dignatarios sentados al borde de la pista. Era un aparato militar con un diseño de fuselaje en ángulos rectos y un revestimiento de material absorbente que lo volvía casi invisible para los radares. Un rotor primario especial de cinco palas, con dispositivo de cola a juego, reducía aún más la visibilidad aminorando de manera drástica el ruido que hacía el helicóptero. A un experto en aviación del Jane’s Defence Weekly le habría bastado un simple vistazo para identificarlo como un Stealth Hawk, uno de los Black Hawks UH-80 muy modificados del ejército estadounidense, como el que habían usado en la operación de captura de Osama bin Laden. Sin embargo, aquel helicóptero era de fabricación enteramente china.
El aparato sobrevoló la base aérea de Yangcun, al sur de Pekín, e hizo varias pasadas antes de aterrizar. La multitud de generales y altos cargos de Defensa aplaudió en pie la demostración de la última proeza tecnológica de su país. La ovación enmudeció en el momento en que un alto cargo del partido subió a un podio y se embarcó en una cansina perorata sobre las grandezas chinas.
Edward Bolcke se inclinó hacia un hombre de ojos negros y redondos y uniforme plagado de medallas.
—Magnífico aparato, general Jintai.
—Sí que lo es, sí —dijo Jintai—. Y ni siquiera hemos necesitado su ayuda para construirlo.
Bolcke se tomó la pulla con una sonrisa. Después de la llamada de Pablo desde Maryland rebosaba confianza.
El público aguantó varios largos discursos antes de que lo condujeran en manada a un hangar abierto con bufet. Bolcke no se despegó del general, vicepresidente del Comité Militar Central chino, que se unió a otros mandamases del Ejército de Liberación Popular. Tras preguntarle a otro general por su nuevo apartamento de Hong Kong, Jintai volvió con Bolcke.
—Ya he cumplido con mis obligaciones de hospitalidad —le dijo al austríaco—. ¿Tenemos que hablar de negocios?
—Si no hay inconveniente… —repuso Bolcke.
—Muy bien, pues voy a buscar a nuestro jefe de espionaje y hablaremos en privado.
Jintai encontró entre el público a un hombre menudo y con gafas que se estaba bebiendo una cerveza Heineken. Tao Liang encabezaba una de las direcciones del Ministerio de Seguridad del Estado, el organismo que se ocupaba de los servicios de inteligencia y las actividades de contrainteligencia chinos. Estaba hablando con Zhou Xing, el agente de Bayan Obo con rostro de campesino, que estudiaba con calma la reunión de dignatarios y que le advirtió con sutileza de que Jintai lo estaba buscando cuando este aún no había cruzado más de la mitad de la sala.
—Ah, Tao, estás aquí —dijo el general—. Ven, tenemos que valorar una propuesta de negocios de nuestro viejo amigo Edward Bolcke.
—Nuestro viejo amigo Edward Bolcke —repitió Tao con sorna—. Tengo curiosidad por conocer sus últimas propuestas.
Seguidos por Zhou, cruzaron el hangar hacia un pequeño despacho privado donde les habían preparado un mueble bar portátil y una fuente de dim sum. Jintai se sirvió un whisky y se sentó con los demás en una mesa de teca para reuniones.
—Señores, permítanme felicitarles por su último despliegue —dijo Bolcke—. Es un día admirable para los guardianes de China. A pequeña escala.
Esperó en silencio a que calara el insulto.
—Yo, no obstante, propondría que el día de mañana fuera toda una revolución en la defensa del país.
—¿Qué va a hacer, castrar para nosotros al ejército ruso y al americano? —dijo Jintai, y se rió entre dientes mientras se acababa el whisky.
—En cierto modo, sí.
—Usted es minero y ladrón de poca monta, Bolcke. ¿De qué está hablando?
Bolcke lanzó al general una mirada penetrante.
—Soy minero, sí; sé lo que valen minerales importantes como el oro, la plata… y las tierras raras.
—Nosotros somos muy conscientes del valor de los elementos de tierras raras —aseguró Tao—. Por eso manipulamos los precios usándole a usted de intermediario para hacer adquisiciones en el mercado libre.
—A nadie se le escapa que China tiene el cuasi monopolio de la producción de elementos de tierras raras —dijo Bolcke—, pero es un monopolio que ha sido puesto en peligro por la explotación de dos grandes minas fuera de este país. Hace poco los americanos reabrieron su mina de Mountain Pass, y la australiana de Mount Weld está en proceso de expansión.
Jintai sacó pecho.
—Siempre seremos dominantes.
—Puede ser, pero ya no controlarán el mercado.
Bolcke sacó entonces una foto grande de su maletín. Era una vista aérea de varios edificios incendiados en medio de un desierto, junto a una mina a cielo abierto.
—Esto de aquí es lo que queda del complejo americano de Mountain Pass —dijo—. La semana pasada sus instalaciones de procesamiento fueron destruidas por un incendio, y en los próximos dos años no podrán producir un solo gramo de elementos de tierras raras.
—¿Y usted sabe algo del incendio? —preguntó Tao.
Bolcke le miró en silencio, con una sonrisa de suficiencia dibujada en sus labios. Después colocó sobre la mesa una nueva fotografía de otra mina a cielo abierto en un entorno desértico.
—Esto es la mina de Mount Weld, en el oeste de Australia. Pertenece a la Hobart Mining Company, de la que hace poco me he convertido en accionista minoritario.
—Tengo entendido que los australianos han interrumpido temporalmente la producción para modernizar las instalaciones —dijo Tao.
—Está usted en lo cierto.
—Todo esto es muy interesante —atajó Jintai—, pero ¿qué tiene que ver con nosotros?
Bolcke respiró hondo y miró al general, apuntándole con la nariz.
—Tiene que ver con dos acciones que están ustedes a punto de emprender. En primer lugar, aportarán quinientos millones de dólares que me permitirán adquirir íntegramente la mina australiana de Mount Weld; y en segundo lugar, prohibirán de inmediato las exportaciones chinas de tierras raras.
Se hizo un silencio en la sala, que rompió Jintai con una risa.
—¿Desea algo más? —dijo levantándose para ir a buscar otro whisky—. ¿El puesto de jefe ejecutivo de Hong Kong, por ejemplo?
Tao se quedó mirando a Bolcke, intrigado.
—Explíquenos por qué haremos ambas cosas.
—Por economía y por seguridad —dijo Bolcke—. Juntos podemos controlar todo el mercado de elementos de tierras raras. Ya conoce usted mi papel de intermediario en gran parte de la producción mundial restante, salida de países como India, Brasil y Sudáfrica, y que yo les vendo a ustedes, inflando así los precios. Me sería muy fácil contratar la entrega a largo plazo de todas esas fuentes antes de que anuncien ustedes el freno a las exportaciones. Así se paralizaría el suministro. En cuanto a Mount Weld, si me costean ustedes la compra se lo devolveré en minerales que podrán revender sin que se note a una serie de socios comerciales escogidos, con lo que obtendrán, si así lo desean, unos beneficios astronómicos. Con los americanos fuera de juego, China controlará prácticamente toda la producción mundial de tierras raras.
—Ya controlamos el grueso del mercado —dijo Jintai.
—Es verdad, pero pueden controlarlo todo. El incendio de Mountain Pass no fue ningún accidente. Tampoco Mount Weld ha suspendido de golpe sus actividades por voluntad propia. Todo es debido a mi influencia.
—Se le ha tenido a usted en gran estima como socio comercial, tanto en lo que se refiere a minerales como a tecnología de defensa americana —comentó Tao—. Bueno… Entonces se trata de subir los precios y de que a la larga nos beneficiemos de la venta de los minerales…
—No —dijo Bolcke—, pueden hacer algo mejor. Controlando todo el mercado pueden obligar a todas las empresas del mundo que usan elementos de tierras raras a dejar en manos chinas la fabricación y la tecnología. Tendrán ustedes hasta el último teléfono inteligente, o portátil, o turbina eólica, o satélite espacial. Y la clave es la tecnología. Hoy en día, prácticamente todos los últimos avances recurren a los elementos de tierras raras, lo que les situará en posición dominante en lo que respecta a los futuros adelantos en productos de consumo, pero sobre todo en armamento.
Miró fijamente a Jintai.
—¿No preferiría que creasen ustedes mismos el helicóptero de ataque más avanzado, en vez de copiar el de otros?
El general se limitó a asentir.
—En vez de ir siempre a la zaga de la tecnología occidental, será China la que marque el camino. Controlando por completo el suministro de tierras raras paralizarán ustedes de inmediato un altísimo número de avances militares occidentales. Las nuevas generaciones de misiles, láseres, radares y hasta sistemas de propulsión naval de Estados Unidos emplean elementos de tierras raras. Al cortar el suministro podrán eliminar ustedes la brecha tecnológica. Ya no será China la que copie las tecnologías defensivas de Occidente, sino Occidente el que les copie a ustedes. —Bolcke recogió las fotos sin inmutarse y se las guardó en el maletín—. Repito que es cuestión de economía y de seguridad. Ambas cosas van unidas, y ustedes pueden dominar el mundo en uno y otro ámbito.
Los comentarios tocaron la fibra sensible de Jintai, que siempre se lamentaba de la inferioridad de las armas desarrolladas por el Ejército de Liberación Popular.
—Quizá sea el momento de actuar —le dijo a Tao.
—Quizá —respondió éste—, pero ¿no nos metería en líos con nuestros socios comerciales occidentales?
—No digo que no —contestó Bolcke—, pero en el fondo ¿qué podrían hacer? Si quieren mantener sus maltrechas economías no tendrán más remedio que colaborar con ustedes y compartir sus descubrimientos.
El jefe de espionaje encendió tranquilamente un cigarrillo con un mechero caro.
—¿Y usted en qué se beneficiaría, señor Bolcke?
—Sus medidas incrementarán el rendimiento de mis negocios de mediación minera. También confío en que me permitan vender una parte de la producción de Mount Weld a socios comerciales amistosos, con buenos beneficios.
No dijo nada sobre su intención de usar la mina para abastecer al mercado negro de elementos de tierras raras, ni de que podía adquirir la propiedad por doscientos millones de dólares menos de lo que pedía.
Tao asintió con la cabeza.
—Se lo plantearemos al politburó como prioridad urgente —prometió.
—Gracias. Como albergo la esperanza de llegar a un desenlace beneficioso para todos, tengo algo más que ofrecerles. Previamente ya he tenido la ocasión de facilitarles una serie de tecnologías militares a través de mi empresa de seguridad en Estados Unidos, cosa que ustedes me han recompensado generosamente.
—Sí —dijo Jintai—. El dispositivo antidisturbios ya lo hemos usado para contener diversos tumultos en las provincias occidentales.
—Yo mismo he instalado unidades en dos de mis barcos, modificadas para adquirir niveles espectaculares de letalidad. Si les interesa estaré encantado de darles a conocer dichas modificaciones, aunque es una tecnología irrelevante en comparación con lo que puedo ofrecerles ahora.
Puso otras dos fotos en la mesa.
—Esto es un dibujo del Flecha de los mares. —Señaló la primera—. El Flecha de los mares será el submarino invisible más avanzado del mundo.
Jintao puso cara de curiosidad. Tao asintió en señal de reconocimiento.
—El Flecha de los mares alcanzará velocidades elevadísimas gracias a una compleja unidad de propulsión unida a un sistema de supercavitación. —Bolcke señaló la segunda imagen—. Con él, la flota subacuática de las fuerzas navales estadounidenses se adelantará varias generaciones a la suya.
Jintai se sonrojó.
—Siempre vamos tres pasos por detrás.
—Esta vez no —dijo Bolcke con una sonrisa de tiburón—. Hace menos de una hora que ha llegado a mi poder el generador inicial que debía instalarse la semana que viene en el Flecha de los mares. En estos momentos, además, dispongo de la única copia existente de los planos y dibujos del sistema de supercavitación del submarino. —Bolcke se inclinó sobre la mesa, ufano—. Los americanos solo podrían duplicar el generador con elementos de tierras raras. Y sin los planos de la supercavitación, su submarino no sirve de nada.
Los mandatarios chinos se esforzaron por disimular su entusiasmo.
—¿Está usted dispuesto a compartir con nosotros ambas cosas? —preguntó Tao fingiendo indiferencia.
—Por lo que me han dicho mis fuentes, los americanos se han gastado en secreto más de mil millones de dólares en los preparativos del Flecha de los mares. Si llegamos a un acuerdo sobre los otros puntos que he expuesto, tendré sumo gusto en venderles el motor y los planos por cincuenta millones de dólares más.
Tao no pestañeó.
—¿Cuándo podría entregarlos?
—El motor y los planos llegarán en barco a Panamá dentro de cinco días. No tendría ningún reparo en que la transacción se efectuase allí mismo.
—Es una propuesta atractiva —dijo Tao—. La estudiaremos como se merece.
—Estupendo. —Bolcke recogió las fotos y echó un vistazo a su reloj—. Lo siento, pero debo tomar un vuelo a Sidney; he entablado conversaciones preliminares para la adquisición de Mount Weld, de modo que estaré esperando ansiosamente su respuesta.
—Actuaremos lo más deprisa que podamos —dijo Jintai.
El general llamó a un ayudante, que acompañó a Bolcke a la salida tras los apretones de manos de rigor. Después Jintai se sirvió un whisky y le ofreció otro a Tao.
—Bueno, Tao, nuestro amigo austríaco ha estado de lo más convincente. La fuerza actual de nuestra economía nos permite dominar el mercado. Y ¿por qué no intentar el salto tecnológico que garantizaría nuestra seguridad durante todo el siglo que viene?
—Podría haber repercusiones económicas que no fueran del agrado del secretario general —dijo Tao—, pero estoy de acuerdo en que vale la pena arriesgarse.
—¿Le harán dudar el préstamo y los pagos en efectivo?
—Cuando le explique el valor de la tecnología del Flecha de los mares, no. Nuestros agentes han estado intentando hacer averiguaciones sobre el programa, pero siempre han vuelto con las manos vacías. Lo que no pongo en duda es la valoración del gasto que ha hecho Bolcke. Es más, quizá subestime los costes. —Se quedó mirando su vaso de whisky—. Tenemos que hacer todo lo necesario para conseguirlo.
Jintai sonrió.
—Hecho, pues. Apoyaremos juntos la propuesta ante el secretario general.
—De todos modos, tenemos un problema con nuestro amigo austríaco. —Tao se giró hacia Zhou, que no había dicho nada en toda la reunión—. Por favor, cuéntale al general lo que has averiguado.
Zhou carraspeó.
—General, me asignaron la misión de investigar robos de elementos de tierras raras en nuestra principal instalación minera de Bayan Obo. Lo que he encontrado ha sido un círculo de delincuencia organizada que trituraba mena de forma sistemática y la transportaba a Tianjin. He seguido una de esas remesas ilegales, que se cargó en un barco cuyo nombre era Graz.
Hizo una pausa y miró a Tao, buscando su permiso para continuar.
—¿Debería decirme algo ese nombre? —preguntó Jintai.
—El Graz —dijo Tao— pertenece a la naviera de Bolcke.
—¿Bolcke está orquestando el robo de nuestras propias tierras raras?
—Sí —respondió Tao—. Hace unos años vino a la mina como asesor, lo cual le permitió poner los robos en marcha. Pero aún hay algo peor.
Hizo una señal con la cabeza a Zhou.
—He examinado varios registros portuarios para seguir la ruta del carguero —explicó este último—. Desde Tianjin zarpó para Shangai, y después a Hong Kong, donde descargó treinta toneladas métricas de bastnasita compradas en el mercado libre por el Ministerio de Comercio. El mediador de la compra fue la empresa de Bolcke, Habsburg Industries.
—¿Bolcke nos está vendiendo nuestras propias tierras raras?
Jintai estuvo a punto de saltar de la silla.
Zhou asintió con la cabeza.
—¡Cerdo avaricioso! —Jintai recuperó el aliento y se volvió hacia Tao—. Y ahora ¿qué hacemos?
Tao apagó con cuidado el cigarrillo en un cenicero y le miró a los ojos.
—Hay que conseguir la tecnología americana a toda costa. Mandaremos a Zhou a Panamá para su adquisición.
—¿Y las tierras raras? ¿Procedemos a prohibir las exportaciones y a costear la adquisición de la mina?
—El decreto contra las exportaciones lo promoveremos. En cuanto a la aportación para la mina… —Su rostro curtido se tiñó de malicia—. Lo arreglaremos todo para que el señor Bolcke reciba una contraprestación que produzca los mismos efectos.