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La cara de Zhou Xing era de campesino. Tenía los ojos muy juntos, una barbilla casi inexistente y una nariz escorada a estribor a causa de una vieja fractura. Sus orejas de soplillo y su pelo, cortado a lo pobre, completaban el aspecto de simplón rural. Era una fachada perfecta para un agente de los servicios secretos. Además, gracias a ella, Zhou podía encajar en casi cualquier situación y solía hacer que sus superiores del Ministerio de Seguridad Estatal chino subestimasen su astucia y su habilidad.

En esos momentos confiaba en provocar el mismo efecto en un público menos refinado. Con ropa raída y polvorienta, propia de un trabajador sin cualificación, se asemejaba a la mayoría de los habitantes de Bayan Obo, colonia industrial de Mongolia Interior no menos raída y polvorienta. Tras cruzar una calle asfaltada llena de camiones y autobuses dirigió sus pasos a una pequeña taberna. Las voces se oían desde fuera. Respiró profundamente y abrió una puerta de madera que lucía el gastado relieve de un jabalí rojo.

En el momento de cruzar la puerta y observar el local con ojos avezados, su nariz se llenó de un olor a tabaco barato y restos de cerveza. Era una sala estrecha, con una docena de mesas ocupadas por rudos mineros que hacían una pausa en su trabajo en la mina a cielo abierto de la colonia. El encargado, un hombre gordo y tuerto, llenaba vasos de licor tras una plataforma en la que se alineaban codo con codo los más bebedores. La única decoración del bar correspondía a su nombre: un jabalí disecado al que le faltaban varios mechones de pelo.

Zhou pidió un baijiu, el alcohol de grano preferido en la región, y se sentó en un rincón para estudiar a la clientela. En grupos cerrados de dos o tres personas, la mayoría estaban ya muy cerca del aturdimiento que les haría olvidar la jornada de trabajo. Fue escrutando los rostros curtidos en busca de una víctima adecuada. La encontró a pocas mesas de distancia: un joven lanzado y gritón que le estaba poniendo la cabeza como un bombo a su acompañante, más alto y silencioso que él.

Esperó a que tuviera el chupito casi vacío para acercarse a su mesa y, fingiendo un tropiezo, proyectar el codo hacia el vaso, que salió volando.

—¡Eh, mi bebida!

—Mil perdones, amigo —dijo Zhou con voz de borracho—. Ven conmigo a la barra, por favor, te pediré otro.

Al darse cuenta de que acababan de regalarle una ronda gratis, el joven minero se puso en pie con rapidez, aunque no con equilibrio.

—Eso, eso, otro vaso.

El regreso de Zhou a la mesa con toda una botella de cerámica de baijiu fue muy celebrado.

—Yo me llamo Wen —dijo el hablador—, y este amigo mío tan callado, Yao.

—Yo soy Tsen —contestó Zhou—. ¿Trabajáis los dos en la mina?

—Pues claro. —Wen flexionó los bíceps—. No nos hemos vuelto tan fuertes desplumando gallinas.

—Y ¿a qué os dedicáis?

—Hombre, pues a machacar —dijo Wen riéndose—. Metemos la mena en las primeras trituradoras. Son grandes como una casa y pueden triturar una roca del tamaño de un perro en trocitos así.

Cerró el puño ante la cara de Zhou.

—Yo soy de Baotou —dijo este último— y necesito trabajo. ¿Buscan a alguien en la mina?

Wen tendió la mano para apretujarle el brazo.

—¿Un hombre como tú? Eres demasiado enclenque para ser minero. —Al reírse roció la mesa de saliva. Después reparó en la cara de tristeza de Zhou y se compadeció—. Bueno, a veces hay algún herido y traen refuerzos, pero lo más seguro es que haya una lista de espera muy larga.

—Comprendo —declaró Zhou—. ¿Más baijiu?

Rellenó los vasos sin esperar respuesta. El minero silencioso, Yao, le miró impasible y asintió. Wen levantó el vaso y se pulió un chupito.

—Otra cosa —añadió Zhou entre sorbo y sorbo—: He oído que en Bayan Obo hay una mina que trabaja el mercado negro.

Yao se puso tenso y le miró con recelo.

—No, sale todo del mismo sitio.

Wen se limpió la boca con la manga.

—Es peligroso hablar del tema —precisó Yao rompiendo su silencio con un eructo de lo más terrenal.

Wen se encogió de hombros.

—No está en nuestra mano.

—¿A qué te refieres? —preguntó Zhou.

—Poner cargas, excavar en la roca, triturarla… Todo eso lo hace el organismo público que nos paga a Yao y a mí —dijo—. Cuando empiezan a meterse otras manos es cuando ya está la roca triturada.

—¿Y de quién son esas manos?

Yao estampó el vaso en la mesa.

—Haces muchas preguntas, Tsen.

Zhou le hizo una pequeña reverencia.

—Solo intento encontrar trabajo.

—Es que Yao está un poco susceptible porque su primo lleva un camión para los otros.

—¿Cómo funcionan?

—Supongo que sobornarán a alguno de los camioneros de la mina —dijo Wen—. De noche algunos de los camiones que llevan el mineral en bruto a la trituradora recogen un cargamento de mena triturada y lo depositan en una parte aislada. Entonces llegan Jiang y su flota privada de camiones para llevárselo. ¡Hombre, mírale!

Wen hizo señas a un hombre bajo, recio y de facciones duras que acababa de entrar en el bar. Sus movimientos reflejaban determinación y chulería.

—Jiang, le estaba contando a este amigo mío que te llevas rocas recién excavadas de la mina.

Jiang le dio tal palmada en un lado de la cabeza que estuvo a punto de tirarle de la silla.

—Como sigas hablando por los codos, Wen, te quedarás sin lengua. Eres peor que una vieja.

Tras evaluar a Zhou con la mirada observó a su primo, el gigantón de Yao, que movió un poco la cabeza.

Jiang rodeó la mesa y se quedó en pie cerca de Zhou. De repente bajó una mano, le cogió por el cuello de la camisa y se lo estiró hasta levantarle.

Zhou se quedó caído de brazos, con una sonrisa inofensiva.

—¿Quién eres? —dijo Jiang, con la cara a pocos milímetros de la de Zhou.

—Me llamo Tsen y soy granjero, de Baotou. ¿Ahora me dices tú cómo te llamas?

El atrevimiento de Tsen hizo que los ojos de Jiang se encendieran.

—Escúchame, granjero. —Le cogió con fuerza la camisa—. Si quieres volver a poner el pie en Bayan Obo, te aconsejo que hagas como si nunca hubieras venido aquí. No has visto a nadie ni has hablado con nadie. ¿Me entiendes?

Su aliento olía a humo y ajo, pero Zhou no se inmutó, sino que sonrió apaciblemente mientras asentía.

—Claro que sí, pero si nunca he estado tampoco me he gastado ochenta yuans en beber con tus amigos.

Abrió la palma de la mano, como si esperara un reembolso. La cara de Jiang se puso roja.

—No vuelvas a entrar en este bar. Sal ahora mismo.

Le soltó el cuello de la camisa para poder recalcar la amenaza con el puño, pero estaba demasiado cerca para dar un puñetazo, así que se apartó.

Adelantándose a su movimiento, Zhou trabó un pie en el de Jiang, exactamente detrás del tobillo. El camionero tropezó, lo cual no le impidió lanzar un rotundo derechazo durante el traspié. Al moverse hacia la izquierda, Zhou recibió el golpe en un hombro. Después contraatacó empujando el tronco de Jiang, que perdió el equilibrio y se cayó hacia atrás sin poder remediarlo.

Zhou le empujó hacia la mesa sin soltarle y le estampó la cabeza en el borde. Jiang quedó inconsciente, desplomado en el suelo como una secuoya talada.

Al asistir a la derrota de su primo, Yao se puso en pie e intentó apresar a Zhou en un abrazo de oso. Zhou, más menudo y más sobrio, no tuvo dificultades en esquivarle, ni en asestar después un certero puntapié en la rodilla del grandullón, que al doblarse le permitió una serie de golpes fulminantes en la cabeza. El último golpe de Zhou alcanzó a Yao en el cuello, que se giró y cayó de rodillas con las manos en el cuello, asaltado por una falsa sensación de ahogo.

La clientela enmudeció. Zhou era el centro de todas las miradas. Era una imprudencia llamar la atención, pero a veces no podía remediarlo.

—¡Nada de peleas! —vociferó el encargado, pero estaba demasiado ocupado en servir para tomarse la molestia de echar a ninguno de los culpables.

Zhou, mirándole, asintió con la cabeza, cogió tranquilamente su vaso de baijiu y bebió un trago. Los demás clientes siguieron bebiendo y bromeando sin hacer el menor caso a los dos hombres tirados en el suelo.

Wen había presenciado la breve pelea con estupefacción y sin moverse de la silla.

—Tienes las manos muy rápidas para ser granjero —tartamudeó.

—Mucha azada. —Zhou movió las manos de arriba abajo—. ¿Qué te parece si nuestro amigo Jiang nos invita a una ronda? —preguntó.

—Claro que sí —dijo Wen con voz gangosa.

Zhou metió la mano en el bolsillo del camionero inconsciente y sacó su cartera. Al encontrar su identificación de residente memorizó su nombre completo y dirección. Después dejó la cartera en su sitio, no sin antes sacar un billete de veinte yuans que entregó a Wen.

—Bebe tú por mí —indicó—. Tengo que irme, que es tarde.

—Vale, amigo Tsen, si tú lo dices…

Wen tuvo ciertas dificultades para levantarse de la silla.

—Nos vemos en la mina —dijo Zhou.

—¿La mina? —preguntó Wen.

Levantó la cabeza, perplejo, pero el pequeño granjero de Baotou ya se había marchado.