30

Vista desde arriba, la frondosa selva se extendía por el horizonte como una alfombra verde abultada. Solo alguna que otra cinta de humo, o una choza entrevista en un claro, revelaba la existencia de vida humana por debajo del follaje.

Hacía pocos minutos que el helicóptero había despegado del aeropuerto internacional Tocumen de Ciudad de Panamá, pero el ruido de la turbina ya ponía a Pablo de los nervios. Al mirar hacia delante vio la lámina verde del lago Gatún, una gran masa de agua formada durante la construcción del canal de Panamá. Ya estaban cerca de su destino.

El piloto giró y siguió la orilla este del lago, dejando atrás varias islas de gran tamaño conocidas por su variada fauna de primates. Frente a ellos se erguía una estrecha península. Volvió a pilotar el helicóptero sobre la selva y empezó a reducir la velocidad. Al llegar al centro de la franja de tierra estabilizó el aparato en el aire.

Pablo miró las copas de los árboles… y vio que se movían. No era el balanceo que imprimían los rotores, no: se estaban separando. En el follaje apareció una grieta que acabó por convertirse en un gran hueco cuadrado, con un helipuerto señalizado con luces y un círculo blanco reflectante.

El piloto centró el helicóptero y bajó suavemente hacia la pista. En cuanto apagó el motor, Pablo se quitó los auriculares y bajó.

Una vez fuera del alcance de las palas levantó la vista para ver cerrarse el techo de árboles artificiales. Era una cubierta accionada por un sistema hidráulico, una estructura autónoma sobre pilares construida en un claro de la selva. Los controles, situados en un panel lateral, los manejaban dos hombres con armas y ropa militar.

Al desaparecer el cielo, surgió de entre los árboles un carrito de golf que frenó ante Pablo.

—Te espera el jefe —le dijo el conductor con cierto acento sueco.

Era un rubio grandullón, de piel pálida y ojos gélidos, azules, que desentonaba con la selva panameña. Llevaba un uniforme genérico de oficial del ejército y una Beretta en el cinto.

Se miraron fijamente con una mezcla de respeto y desdén. Mercenarios ambos, observaban una tregua fría y formal.

—Buenos días, Johansson —dijo Pablo—. Ah, y sí que he tenido muy buen vuelo, gracias.

Johansson pisó a fondo el acelerador en cuanto Pablo se metió en el carrito, sin esperar a que estuviera bien sentado.

Circularon en silencio por la selva, siguiendo un camino asfaltado que los llevó a un claro protegido por los árboles, con más hombres armados y uniformados. Tenían a la derecha un montón de rocas grises en forma de pirámide. Un grupo de hombres con la ropa sucia y manchada de sudor cargaba las piedras con palas en unas carretillas y las empujaban por un sendero.

El carrito de golf fue dando tumbos por otro trecho de selva tupida. Finalmente se detuvo ante un gran edificio de cemento sin ventanas, cuyo techo plano reforzado, cubierto de vegetación, lo camuflaba desde el aire con más realismo aún que el helipuerto. Lo único que prestaba cierto aire de calidez a la edificación era una fila de palmeras a cada lado de la entrada.

Pablo bajó del carrito.

—Gracias por traerme. No te molestes en dejar el motor encendido.

—Yo de ti no haría planes para una visita larga —dijo Johansson antes de irse.

Mientras Pablo subía los pocos escalones que llevaban a la puerta, llegó del lago una brisa que ayudó a remover un poco el aire sofocante. En la entrada, un vigilante abrió la puerta y acompañó a Pablo al interior.

Por dentro el edificio, en marcado contraste con la sencillez de los muros exteriores, era una oda a la opulencia. Construido como residencia personal, estaba decorado en colores vivos, tropicales, e iluminado por un derroche de luces cenitales. Mientras le acompañaban por un pasillo de mármol blanco, Pablo pasó junto a una sala de estar situada a un nivel inferior y decorada en un lado con obras de arte moderno y en el otro con una piscina de entrenamiento y paredes de cristal. La parte trasera de la casa se adaptaba al borde de un altozano desde el que se dominaba el lago Gatún. Las ventanas, que iban del suelo al techo, ofrecían magníficas vistas de una gran parte de este último.

Pablo fue conducido a un enorme despacho sin compartimentar que daba a la orilla pedregosa. A lo lejos se veía un carguero que iba hacia el sur por el canal, rumbo al Pacífico.

Se quedó un momento en la entrada, hasta llamar la atención del ocupante de un antiguo escritorio de caoba. Edward Bolcke miró por encima de unas gafas de lectura y movió la cabeza como invitación a entrar.

Todos los detalles del aspecto de Bolcke, empezando por lo conservador de su traje y corbata, daban fe de su carácter riguroso. Su cabello plateado estaba perfectamente peinado, sus uñas, cortadas a la perfección y sus zapatos, pulidos en extremo. La decoración de su despacho era casi espartana, sin el menor asomo de desorden en el escritorio. Se quitó las gafas, se apoyó en el respaldo del sillón y, cruzándose de brazos, se quedó mirando a Pablo con sus ojos marrones, como de halcón.

Pablo tomó asiento al otro lado de la mesa y esperó a que su jefe hablara.

—Bueno, a ver, ¿qué salió mal en Tijuana? —fue la pregunta de Bolcke, teñida de un acento alemán.

—Ya sabe usted que Heiland destruyó su propio barco durante nuestra operación inicial —dijo Pablo—, cosa que, como comprenderá, trastocó nuestros planes de extracción. Antes de que pudiéramos enviar un barco de rescate como Dios manda, llegaron los americanos y consiguieron la maqueta de pruebas. No obstante, eran de la NUMA, que es una organización civil, y por eso pudimos quitarles el aparato sin mayores problemas en el mar. Sin embargo, dos de sus hombres lograron seguirnos hasta la costa mexicana. También había una investigadora.

—Sí, ya me lo han dicho.

Pablo carraspeó, sorprendido por el comentario de Bolcke.

—De camino al aeropuerto tuvimos un incidente de tráfico en las calles de Tijuana. El aparato quedó destruido, y Juan murió en el choque. Yo perdí a Eduardo, mi ayudante, mientras nos alejábamos del lugar de los hechos.

—Es lo que se dice una ocasión perdida —dijo Bolcke aguzando la mirada—. Al menos no parece que haya habido consecuencias.

—Todos mis colaboradores son mercenarios colombianos bien formados, con identidades falsas y sin antecedentes penales. Nadie les seguirá la pista hasta usted.

—Me alegro, y más teniendo en cuenta que al grupo que mandaste a Idaho también lo mataron.

Pablo se irguió en la silla.

—¿Alteban y Rivera están muertos?

—Sí. Murieron en un «incidente de tráfico» después de abandonar la cabaña de Heiland —dijo Bolcke, muy serio—. Los responsables fueron la investigadora, una tal Ann Bennett, y el director de la NUMA, a quienes por lo visto conociste en Tijuana. Por suerte he podido concertar la recuperación de los planos de trabajo en Washington.

Bolcke metió la mano en un cajón y sacó un grueso sobre que deslizó por la mesa.

—Te has ganado un buen sueldo, amigo mío: el tuyo más el de tus cuatro camaradas muertos.

—No puedo aceptarlo —dijo Pablo mientras acercaba la mano al sobre y lo cogía.

—Yo pago por trabajo, no por resultados, aunque en vista de lo sucedido he decidido rescindir el plus que pensaba pagarte por lo bien que lo hiciste en la mina de Mountain Pass.

Pablo asintió con la cabeza, agradecido por poder quedarse el sobre.

—Siempre ha sido un hombre generoso.

—Pues no lo seré tanto si hay más fallos. Supongo que estarás preparado para la siguiente misión.

Bolcke juntó las manos sobre el escritorio y clavó su mirada en Pablo, que bajó la suya hacia las manos de su jefe. Era lo que le delataba, las manos: gruesas, nudosas y manchadas por el sol. No eran manos propias de quien se ha pasado la vida en salas de juntas, como daba a entender la apariencia de Bolcke, sino sacando rocas de la tierra.

Nacido y criado en Austria, Edward Bolcke había pasado su juventud buscando oro y minerales raros en los Alpes. Fue su vía de escape después de que su madre se fugase con un soldado americano, dejándole al cuidado de un padre alcohólico y propenso a la violencia. Las excursiones del joven Bolcke por las montañas alimentaron su amor a la geología, que le llevó a licenciarse en ingeniería de minas en la Universidad de Leoben, en Austria.

Encontró trabajo en una mina de cobre polaca, y no tardó mucho tiempo en recorrer mundo: trabajó en minas de estaño de Malasia, en minas de oro de Indonesia y en minas de plata de Sudamérica. Allá por donde iba hacía subir los índices de extracción y los beneficios, gracias a su increíble don para encontrar las mayores concentraciones de vetas.

En Colombia, sin embargo, la vida le hizo un regalo envenenado. Bolcke adquirió una participación en una pequeña mina de plata del distrito de Tolima. Su sagaz análisis reveló la existencia de algo más valioso, un yacimiento de platino, junto a su propiedad. Adquirió los derechos y, al encontrar un importante yacimiento, se hizo rico en cuestión de meses. Mientras celebraba su buena suerte en Bogotá, conoció a la pizpireta hija de un industrial brasileño, y poco después se casó con ella.

Durante varios años su vida fue un cuento de hadas. Gracias a la mina pudo ir aumentando su riqueza, hasta que un día, al volver a su casa de Bogotá, se encontró a su mujer en la cama con un empleado del consulado de Estados Unidos. Con una furia que ignoraba llevar dentro le destrozó a él la cabeza con un martillo de minero, y a continuación aplastó el cuello a su mujer con sus manos grandes y musculosas.

Un jurado colombiano, debidamente sobornado por sus abogados, le absolvió por enajenación transitoria, y Bolcke quedó libre.

Lo era física, pero no psicológicamente. Aquel episodio reabrió sus cicatrices infantiles de abandono, a la vez que creaba heridas nuevas. Su alma se llenó de una rabia, de una sed de sangre, que no remitían. Buscando venganza recurrió a las víctimas más fáciles que podía encontrar: mujeres jóvenes e indefensas. De noche iba por los barrios bajos de Bogotá para contratar los servicios de prostitutas jóvenes a quienes golpeaba después sin compasión para desahogar su ira. Una noche, un chulo atento estuvo a punto de matarle a tiros. Desde entonces, Bolcke renunció a desfogarse por aquellas vías y se fue de Colombia tras vender la participación que aún tenía en la mina.

Se instaló en una mina de oro panameña que rendía por debajo de sus posibilidades y en la que había hecho inversiones. Sabía, por haber estudiado años atrás su explotación, que no la habían gestionado bien. Era propiedad de una empresa privada de Estados Unidos, dueña de otras tierras. Para hacerse con el control de la mina, Bolcke no tuvo más remedio que comprar la empresa en bloque, aunque para ello tuvo que ceder una participación al corrupto gobierno panameño, encabezado por aquel entonces por Manuel Noriega. Después de que el ejército estadounidense derrocase a este último, el siguiente gobierno reclamó la mina y sometió a Bolcke a un acoso que le obligó a acumular toda una montaña de facturas de abogados antes de recuperar su titularidad a un precio nada desdeñable. Echó la culpa de sus pérdidas a los americanos, atizando así un odio ya muy arraigado previamente a ese país.

Se dio la ironía de que, como parte integrante del conglomerado minero, Bolcke era dueño de varias pequeñas empresas en Estados Unidos: una compañía de transportes por carretera, varios cargueros comerciales y una pequeña compañía de seguridad. Lo que empezó como una pequeña molestia derivó en una oportunidad de primer orden para vengarse.

Cada noche tenía pesadillas sobre su mujer y el funcionario americano, repetición del abandono sufrido de niño, y todas las mañanas se despertaba furioso. Pese a llevar muertos mucho tiempo, los culpables seguían siendo objeto de su ira, y por asociación lo era también su país de origen. Era una rabia que llevaba siempre dentro, pero en vez de desfogarse con violencia gratuita trazó una nueva senda de venganza. Recurriendo a las habilidades y conocimientos de toda una vida dedicada a la mina, emprendió su propia guerra económica de represalia.

Los ojos oscuros y sombríos de Bolcke, inscritos en un rostro enjuto y curtido, escrutaron a su visitante, mientras sus palmas se posaban en la mesa.

La respuesta de Pablo fue incómoda.

—Ahora mismo no es que me apetezca demasiado volver a Estados Unidos. Tenía entendido que me quedaría varias semanas en Ciudad de Panamá antes de la siguiente fase.

—Al no haberse cumplido las fechas de entrega se han movido los plazos. El envío se hará dentro de cuatro días. Tienes que volver de inmediato.

Pablo no protestó. Antiguo miembro de las fuerzas especiales colombianas, jamás decía que no a una orden. Llevaba más de doce años trabajando para el viejo austríaco, desde que le habían contratado para sofocar el descontento de los mineros, y el paso de los años había recompensado generosamente su lealtad a prueba de bombas, sobre todo a medida que su jefe se iba alejando de la legalidad.

—Tendré que formar un nuevo grupo de apoyo —dijo.

—No hay tiempo. Te ayudarán dos contratistas americanos.

—La ayuda externa no es de fiar.

—Tendremos que arriesgarnos —replicó Bolcke—. Te has quedado sin nadie de tu equipo. Puedo asignarte a algunos hombres de Johansson, pero no están formados en el tipo de cosas que haces tú. Mi representante en Washington me ha asegurado que es gente de fiar. Además —dijo mirando a Pablo a los ojos—, han conseguido lo que no consiguieron los tuyos: recuperar los datos de la supercavitación.

Bolcke acercó a Pablo un sobre más pequeño.

—El número de teléfono de nuestro hombre en Washington. Cuando llegues, ponte en contacto con él y organizará una reunión con los contratistas. Lo demás ya está todo arreglado, así que solo tendrás que ocuparte de la adquisición y de la entrega.

—Delo por hecho.

—Mañana te estará esperando el avión de la empresa para llevarte a Estados Unidos. ¿Alguna pregunta?

—La investigadora, y los de la NUMA… ¿son un problema?

—Por ella no hay que preocuparse. —Bolcke se apoyó en el respaldo, pensando en la pregunta—. Los de la NUMA… pues no sé. Puede que valga la pena tenerlos vigilados. —Volvió a mirar a Pablo—. Ya me encargo yo. Tú sigue adelante con el plan. Estaré en Pekín esperando tu confirmación.

Se le oscureció la mirada al inclinarse.

—Hace muchos años que preparo este momento. Ya está todo en su sitio. No me falles, Pablo.

Pablo sacó pecho.

—No se preocupe, jefe, que será como quitarle caramelos a un bebé.