29

Ann sorprendió a varios hombres mirándola al entrar en el comedor del Bombay Club casi sin rastro de cojera. Con un vestido de lino de color azafrán muy ceñido a sus curvas, parecía una modelo de pasarela, más que una investigadora criminal. Ignorando las miradas, cruzó el local hasta un elegante patio con vistas al parque Lafayette y no tardó mucho en localizar a Pitt, sentado en un rincón.

Compartía mesa con una mujer alta y atractiva que a Ann le sonó de algo. Incómoda, se acercó con una sonrisa forzada.

Pitt se levantó y la saludó afectuosamente.

—¿Ya no llevas muletas?

—No, me alegro de poder decir que mi tobillo ha mejorado mucho.

—Ann, te presento a mi mujer, Loren.

Loren se levantó como un resorte y le dio un abrazo lleno de cordialidad.

—Ya me ha contado Dirk tus desventuras por México y Idaho. Aunque parece que se le ha olvidado comentar lo guapa que eres —añadió sin mala intención.

El piropo imprevisto derritió cualquier rencor que el instinto de Ann pudiera haber albergado hacia Loren.

—Me sabe mal decirlo, pero todos nuestros desvelos fueron inútiles.

Tras una mirada culpable a Pitt, Ann pasó a describir cómo les habían robado las investigaciones de Heiland a ella y a Fowler.

—No parece ninguna coincidencia —comentó Pitt con cara de preocupación.

—No, más bien un espionaje descarado —dijo Loren—. Tendremos que implicar a alguna instancia con mucho poder.

—Ya hay al menos tres equipos del FBI asignados al caso —explicó Ann—, además de la seguridad de la DARPA y varios investigadores del NCIS, sin contarme a mí. —Sus ojos brillaron al mirar a Loren y reconocerla—. Eres la congresista por Colorado.

—Cuidado, que la vas a dejar sin tapadera —bromeó Pitt riéndose.

—Ya me parecía a mí que me sonabas de algo… —dijo Ann—. Recuerdo tus esfuerzos por que se aprobase un paquete de leyes para mejorar las prestaciones sociales y los permisos de los militares con hijos. Eres una heroína para las mujeres de las fuerzas armadas.

Loren movió la cabeza.

—Solo eran cambios secundarios que debían haberse implantado hace tiempo. No, lo digo en serio: si hay algún hilo que pueda mover en el departamento de Seguridad Interna para contribuir a vuestra causa, solo tienes que decirlo.

—Gracias. De recursos yo creo que vamos bien, porque contamos con el respaldo del vicepresidente y de la Casa Blanca; solo necesitamos uno o dos golpes de suerte para averiguar quiénes eran.

Llegó un camarero. Pidieron un plato a base de curry, y Pitt optó por una botella de Saint Clair Sauvignon Blanc de Nueva Zelanda.

—¿Cuánto tiempo lleváis casados? —preguntó Ann.

—Pocos años —dijo Loren—. Con tantos viajes, a menudo parecemos dos barcos que se cruzan, pero vamos consiguiendo que funcione.

—El truco —dijo Pitt— es cerciorarse de que los barcos choquen cada cierto tiempo.

Loren se volvió hacia Ann.

—¿Tú tienes a alguien especial en tu vida?

—No, ahora mismo no tengo ataduras, ni las quiero.

Les trajeron los primeros, todos bastante especiados como para pedir otra botella de vino.

—Estas gambas al curry me están destrozando la lengua, pero no puedo parar —dijo Ann—. La verdad es que están deliciosas.

En un momento dado se fue al baño. Cuando Ann ya no podía oírlos, Loren se inclinó hacia Pitt.

—Tú a esta chica le gustas.

—¿Y qué quieres que haga yo si tiene buen gusto con los hombres? —dijo él con una sonrisa burlona.

—Nada, pero como se te ocurra algo raro te saco el bazo con un cuchillo de mantequilla oxidado.

Pitt se rió y le dio un largo beso.

—Tranquila, que le tengo bastante apego a mi bazo y prefiero que siga en su sitio.

Después de que volviera Ann y del postre —un sorbete—, Pitt se sacó del bolsillo una piedra plateada y la dejó sobre la mesa.

—¿Solo un terrón? ¿No dos? —dijo Loren.

—Es un recuerdo de Chile —explicó Pitt—. Creo que puede tener algo que ver con el caso Heiland.

—¿Qué es, exactamente? —preguntó Ann.

—Uno de nuestros geólogos de la NUMA lo ha identificado como un mineral llamado monacita. Lo encontré a bordo de un carguero abandonado que iba directo hacia Valparaíso.

—Sí, ya me enteré —dijo Ann—. Desviaste el carguero e impediste que chocara con un crucero lleno de gente.

—Más o menos —siguió Pitt—. El misterio es qué le pasó a la tripulación, y por qué apareció el barco a miles de millas de su itinerario.

—¿Lo secuestraron?

—Era un mercante que, en principio, transportaba bauxita de una mina australiana. Todo apunta a que su cargamento tenía un valor limitado. Descubrimos que tres de las cinco bodegas del barco contenían bauxita, pero que las dos de popa estaban vacías. —Pitt cogió la piedra—. Este trozo de monacita lo encontré en una de las vacías.

—¿Y crees que robaron la monacita del barco? —preguntó Ann.

—Sí.

—¿Para qué iban a robar eso, y no la bauxita? —preguntó Loren.

—He mandado analizar la piedra y los resultados son muy interesantes. Este tipo específico de monacita contiene una alta concentración de neodimio y lantano.

Loren sonrió.

—Suenan a enfermedades.

—Pues son dos de los diecisiete elementos que reciben el nombre de metales de tierras raras. Hay varios con mucha demanda en la industria.

—Ah, sí —señaló Loren—. En el Congreso tuvimos una sesión especial sobre las provisiones limitadas de elementos de tierras raras. Se usan en muchos productos de alta tecnología, como los coches híbridos y las turbinas eólicas.

—Y en un par de tecnologías de defensa claves —dijo Pitt.

—Si no recuerdo mal —comentó Loren—, el principal productor de elementos de tierras raras es China. De hecho, en el resto del mundo hay muy pocas minas en activo.

—La producción mundial la completan básicamente Rusia, India, Australia y nuestra mina de California —enumeró Pitt.

Ann negó con la cabeza.

—No veo qué tiene que ver esta piedra con el caso Heiland.

—Es posible que nada en absoluto —dijo Pitt—, pero hay dos coincidencias interesantes. La primera es el trozo de monacita que tienes en las manos. Da la casualidad de que el neodimio que contiene es uno de los materiales esenciales de los motores de propulsión del Flecha de los mares.

—Y ¿cómo puedes saber tú eso? —preguntó Ann.

—Mi director de sistemas informáticos de la NUMA ha averiguado que en el sistema de propulsión de la nueva clase Zumwalt de destructores de la marina había varios elementos de tierras raras que eran determinantes. Indagando un poco más, y usando la lógica, hemos llegado a la conclusión de que aún serían más importantes para los motores eléctricos del Flecha de los mares.

—Tendría que verificarlo, pero no dudo de que sea verdad —dijo Ann—. De todos modos sigo sin ver ninguna conexión importante.

—Tal vez no —admitió Pitt—, pero hay otro vínculo curioso: el científico de la DARPA a quien mataron en el Cuttlefish, Joe Eberson. Te apuesto lo que quieras a que no murió ahogado, sino a causa de una dosis muy elevada de radiación electromagnética.

Ann soltó la piedra. Lo siguiente en caer fue su mandíbula.

—¿Cómo puedes haberte enterado de eso? Acabo de recibir una copia del informe forense que confirma exactamente lo que dices.

—Por el estado de Eberson. Tenía las extremidades hinchadas y la piel negra, llena de ampollas. La hinchazón no es nada rara en los ahogados, pero sí la piel negra. En Chile, en el carguero, encontramos a un marino muerto que presentaba las mismas características, aún más pronunciadas. Las autoridades chilenas dicen que murió por daños térmicos, que se consideran causados por una irradiación de microondas.

—La misma causa —dijo Ann—. El forense de Eberson no supo identificar una posible fuente de la irradiación. ¿Cómo pudieron morir de esa manera?

—A saber. Como no se quedaran dormidos sobre una antena de microondas… Yo se lo he preguntado a varios de mis científicos, y hemos elaborado una teoría débil pero posible.

—Me gustaría oírla.

—En los últimos años han surgido varios aparatos antidisturbios que usan rayos de microondas para quemar ligeramente la piel de las personas que se interponen en su camino. Nuestro ejército ha desplegado una a la que llaman Sistema Activo de Negación, o SAN, llamado a menudo «el rayo del dolor». No son sistemas pensados para ser mortales, pero hemos averiguado que con modificaciones sencillas podrían serlo.

—¿Se podrían utilizar en el mar? —preguntó Loren.

—Ahora mismo los montan en camiones, así que sería fácil instalarlos en la cubierta de un barco. El sistema SAN tiene un radio de alcance de hasta setecientos metros. Quienes estuvieran dentro de un barco serían inmunes; pero en cubierta, o a tiro a través de una ventana, cualquier persona podría ser un blanco. Con un diseño bastante potente hasta se podrían dañar los sistemas de comunicaciones. También es posible que lo usen simplemente contra una embarcación más grande, para cubrir a un grupo de abordaje armado.

—¿Tú crees que se utilizó algo así en los dos barcos? —preguntó Ann.

—Podrían haberlo usado para aturdir a la tripulación del Tasmanian Star y robar la monacita —respondió Pitt—, y contra el Cuttlefish para matar a Heiland, Manny y Eberson, a fin de robar el modelo de pruebas del Flecha de los mares.

—El modelo lo habrían obtenido directamente del Cuttlefish si Heiland no hubiera volado el barco —dijo Ann—. ¿Tenéis alguna pista sobre la nave atacante?

—Estamos buscando, pero aún no hemos encontrado nada.

—Pues entonces no parece que estemos más cerca que antes de saber quiénes son.

Pitt la miró, astuto.

—Al contrario. Mi intención es saberlo en menos de una semana.

—Pero… si has dicho que no tienes ni idea de dónde encontrarlos —dijo Loren.

—En realidad —explicó Pitt—, mi intención es dejar que me encuentren ellos a mí; será como poner queso en una trampa de ratones, con la diferencia de que nuestro queso es un mineral y se llama monacita.

Se sacó del bolsillo de la americana un mapamundi que abrió sobre la mesa.

—Como a Hiram Yaeger y a mí nos intrigaba el secuestro del Tasmanian Star, hemos investigado los naufragios y desapariciones de barcos de los que se tiene constancia en los últimos tres años. Según los archivos de las compañías de seguros, más de una docena de barcos comerciales se hundieron con toda su tripulación o no dejaron rastro, y hasta diez de ellos transportaban elementos de tierras raras o minerales relacionados. —Señaló el mapa—. De esos barcos, siete se perdieron cerca de Sudáfrica, y el resto desapareció al este del Pacífico.

Ann vio que el mapa tenía marcados pequeños símbolos de naufragios, y que unos cuantos estaban cerca de un pequeño atolón identificado como la isla de Clipperton.

—¿Por qué no lo han investigado las compañías de seguros?

—Muchos de los barcos eran cargueros de cierta antigüedad que no pertenecían a ningún gran grupo y que posiblemente estuvieran asegurados por debajo de su valor. Lo más probable, moviéndonos en el terreno de la hipótesis, es que ninguna compañía de seguros se haya visto afectada hasta el extremo de detectar la pauta.

—¿Qué sentido tiene molestarse en hundir o secuestrar los barcos —dijo Loren—, si pueden comprar los minerales en el mercado libre?

Pitt se encogió de hombros.

—Las reservas mundiales son muy limitadas. Quizá alguien intente controlarlas y manipular el mercado.

—Y ¿qué plan tienes para identificar a las personas en cuestión? —preguntó Ann.

Pitt señaló el trozo de monacita.

—Este mineral procedía de Mount Weld, una mina del oeste de Australia que han cerrado provisionalmente para incrementar la producción. Hemos descubierto que el último envío programado para la exportación lo cargaron la semana pasada en un barco con destino a Long Beach.

—Y ¿crees que lo secuestrarán? —preguntó Loren.

—Seguirá la misma ruta en la que desaparecieron otros dos barcos y fue atacado el Tasmanian Star. Es la última remesa de tierras raras australianas prevista para los próximos seis meses, como mínimo. Yo estoy dispuesto a jugármela y calificarlo como un objetivo bastante bueno.

—¿Es el crucero al que me habías invitado? —dijo Ann con los ojos brillantes.

Pitt asintió con la cabeza.

—Da la casualidad de que el consejero delegado de la naviera dueña del carguero es amigo del vicepresidente Sandecker, y nos ha organizado un encuentro con el barco al sur de Hawái, acompañados por un equipo de élite de la Guardia Costera.

—¿Será suficiente protección?

En los ojos violetas de Loren se notaba que estaba preocupada por su marido.

—No vamos a enfrentarnos con ningún barco de guerra. Además, estaré en comunicación constante con Rudi y el cuartel general, por si necesitamos refuerzos. —Pitt se volvió hacia Ann—. Tendremos que salir de Hawái dentro de dos días. ¿Te apuntas?

Ann cogió la piedra y la giró en su mano.

—Por mí encantada, pero estoy en medio de una investigación y ahora mismo no me gustaría interrumpirla. Además, tampoco podría ayudar mucho a bordo. —Miró a Pitt a los ojos—. ¿Sabes qué te digo? Que, si tienes razón, Loren y yo te estaremos esperando en el muelle de Long Beach.

Pitt sonrió a las dos guapas mujeres y levantó su copa de vino.

—Eso es un regalo para los ojos de cualquier marinero solitario.