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Las honras fúnebres de Joe Eberson fueron muy concurridas, sobre todo por otros científicos de la DARPA; muchos de ellos subieron al estrado de la iglesia de Annandale para expresar cuánto aprecio le tenían. Ann, sentada en uno de los bancos del medio, se encontraba un poco incómoda, ya que su incorporación al organismo había sido posterior a la muerte de Eberson. En todo caso, se notaba que había sido un hombre muy respetado, y eso confirmó su decisión de capturar a toda costa al asesino.

Al lado de Ann estaba Fowler, con un pequeño vendaje en la barbilla, recordatorio del ataque de la noche anterior. El personal sanitario de Alexandria y sus fuerzas del orden habían acudido con presteza al domicilio de Ann, y no habían encontrado heridas graves en ninguno de los dos. Sin embargo, tampoco habían hallado pista alguna que pudiera llevarlos hasta los atracadores. Ann avisó del robo a las autoridades federales y se emitió una orden de búsqueda del Chrysler de los agresores en toda el área metropolitana de Washington. Por la mañana lo encontraron en el aparcamiento de una tienda de alimentación. Constaba como robado el día anterior, y no quedaba ningún rastro de huellas dactilares, ni tampoco de los documentos de Heiland. Había un equipo especial del FBI asignado al robo, pero no tenían gran cosa por donde empezar.

—Quiero darle el pésame a la familia de Joe —dijo Fowler al final de la ceremonia—. ¿Quedamos en el coche?

Ann asintió con la cabeza, agradecida por que se hubiera ofrecido a llevarla. Poco después, cuando subieron al coche, hizo un comentario sobre la popularidad de Eberson.

—Llevaba muchos años en este mundillo —dijo él—. Había hecho muchas amistades. Y algunos enemigos.

—¿Enemigos? ¿De qué tipo? —preguntó Ann.

—Del profesional. Los proyectos de investigación de la DARPA suelen distribuirse entre varias empresas y universidades. Después nosotros lo combinamos… y nos llevamos todo el mérito. Es frecuente que los pequeños responsables de los grandes avances pasen desapercibidos. —Fowler se volvió hacia Ann—. No creo que a Eberson y Heiland se los cargase ningún investigador científico, si lo dices por eso.

—Solo elimino posibilidades —dijo Ann—. Ya sé que es un tema del que ya hemos hablado, pero te lo quiero volver a preguntar: ¿qué perspectivas hay de una posible filtración dentro de la DARPA?

Fowler frunció el ceño.

—Todo es posible, pero en este caso lo dudo. En el programa Flecha de los mares solo trabaja un equipo relativamente pequeño. La mayoría del trabajo está externalizado, que es donde creo que está el auténtico riesgo: en las contratas. Claro que en los astilleros hay quien sabe mucho. Sería un posible foco, evidentemente.

—Sí, por eso ya hemos asignado a Groton un equipo especial del NCIS.

—Quizá no tenga importancia —dijo Fowler—, pero me llama la atención que a Heiland y Eberson los mataran poco después de la visita del presidente al astillero. Yo no estaba, pero me encargué de la lista de seguridad.

—¿Insinúas que podría ser alguien de la Casa Blanca?

—Directamente no, pero ya sabes que la Casa Blanca es un coladero; y aunque esta administración sea de las mejores, no me extrañaría que se hubieran facilitado datos del Flecha de los mares a quien no tenía que recibirlos.

—¿Podrías facilitarme la lista de seguridad? —dijo Ann.

—Sí, claro, está en mi despacho. Si con lo que tienes aún no vas sobrada…

—Es el momento de pescar en todas las aguas. Me gustaría consultar si en los últimos tiempos ha habido algún robo de tecnología parecido a éste. ¿Tú has trabajado en algún caso de espionaje extranjero?

—Desde que estoy en la DARPA, no —dijo Fowler—. Los problemas que tenemos son más bien de pérdida de discos de ordenador y cosas así. Claro que solo llevo un año. Cuando estaba en el Laboratorio de Investigación del Ejército tuvimos unos cuantos casos de espionaje; sospechábamos de China e Israel, pero no llegamos a tener una base suficiente para llevarlo a la justicia.

—En este caso los intermediarios no cuadran demasiado con el típico perfil de espía —comentó Ann.

—Es verdad, pero nunca se sabe quién paga.

—Supongo —dijo Ann—. ¿Tienes idea del impacto en el programa Flecha de los mares?

—Mis conocimientos técnicos son demasiado escasos para saberlo, pero parece que el programa giraba en torno al modelo de supercavitación de Heiland, que transformaría por completo las capacidades del Flecha de los mares. Ahora que se han perdido las investigaciones originales, podría haber un retraso de varios años. Nadie cree que se pueda duplicar tan fácilmente la labor de Heiland sin sus diseños.

—Me parece increíble que nos los robaran en Alexandria. ¿Cómo se pudieron enterar?

—Vete a saber. Tal vez te había seguido alguien después del incidente en Tijuana. Yo diría que en Idaho había un tercer miembro del grupo que lo vigilaba todo. No sé cómo, pero se las arreglaron para asaltarnos casi sin previo aviso. —Fowler la miró con cara de preocupación—. Podrías pasar unas cuantas noches en un hotel, más que nada para prevenir.

—No, qué va, si estoy bien —dijo ella, que no temía por su propia seguridad.

—De todos modos, estaré en contacto con la policía de Alexandria para asegurarme de que patrullen a menudo delante de tu casa. —Fowler se frotó la barbilla por debajo del vendaje—. Tengo ganas de que esos tíos lo paguen.

Se metió en el aparcamiento de la sede de la DARPA, un edificio del centro de Arlington. Ann prefería las oficinas de la DARPA a su despacho del NCIS, situado en la otra orilla del río, en Anacostia. Desde el pequeño despacho sin ventanas que tenía a su disposición, cerca del de Fowler, podía acceder con su portátil prácticamente a los mismos recursos penales que en el NCIS, a la vez que entablaba relaciones con el equipo de la DARPA implicado en el Flecha de los mares.

Curiosamente, volvió a su mesa con nuevas energías. Más allá de su importancia para la seguridad nacional, el caso se había vuelto algo personal. Se sacudió el agotamiento físico y emocional de los últimos días, deseosa de ahondar en las pruebas y descubrir quién estaba tras los robos y los asesinatos.

Su primera llamada fue a la delegación del FBI en San Diego. El agente a cargo de la investigación local se llamaba Wyatt.

—¿Ha recibido alguna noticia de México? —preguntó Ann.

—Algunas —dijo Wyatt—. Los dos muertos, ambos de treinta y pocos años, no tenían nacionalidad mexicana. Se encontraron pasaportes colombianos en ambos cadáveres. Puedo darle los nombres, aunque lo más probable es que sean falsos. Hemos consultado al departamento de estado en Bogotá y los dos nombres han dado negativo con el gobierno colombiano.

—¿Los pasaportes eran falsos?

—Sí, falsificaciones de calidad. Al analizar las huellas dactilares de los fallecidos no hemos encontrado ninguna coincidencia ni en la base de datos del FBI ni en la de la Interpol. La hipótesis más probable es que se tratara de sicarios de bajo nivel. A inmigración le consta que entraron en Estados Unidos hace tres semanas con tres hombres más. Cruzaron la frontera en Tijuana, con visados temporales de turistas.

—¿Había alguno que se llamara Pablo?

—No, ni nada parecido.

—¿Y la camioneta? ¿Y el barco?

—La camioneta la compraron hace poco en un concesionario de segunda mano de Tijuana. Pagaron en efectivo y la pusieron a nombre de uno de los colombianos, con una dirección de pacotilla en Rosarito Beach. En cuanto al barco, siento decirle que los mexicanos no han encontrado nada.

—¿Alguna constancia de su actividad en suelo estadounidense?

—Aún lo estamos investigando. Lo interesante es que según los registros fueron cinco las personas que cruzaron la frontera en la camioneta, pero que solo volvieron tres. Hemos seguido la pista que nos dio usted sobre un posible asalto en el despacho de Heiland en la empresa. En las grabaciones de seguridad aparece un conserje que entra a deshoras en el despacho de Heiland, y parece que coincide con la foto del pasaporte de uno de los colombianos.

—Wyatt, le sugiero que después de hablar conmigo llame a la delegación de Spokane. Hace poco mataron a dos hombres en Bayview, Idaho, después de que se produjera un robo en la cabaña que tenía Heiland junto al lago. Me apuesto el sueldo de un mes a que son los dos hombres que faltan.

—¿Qué tal un plus si uno de los dos es el conserje? —preguntó Wyatt—. Parecen persistentes, está claro.

—Trato hecho. ¿Algo más?

—Le pedimos a un experto en explosivos que inspeccionara el barco de Heiland, y ha confirmado que en el interior había una carga de explosivos plásticos de baja potencia que fue detonada mecánicamente. Parece que los cables llevaban cierto tiempo instalados.

—O sea, que la explosión la provocó Heiland —dijo Ann. Al final Pitt tenía razón—. ¿Alguna idea de por qué?

—Tal vez fuera consciente del peligro, o del tipo de trabajo que hacía. ¿Era algo por lo que valiera la pena matar?

—Eso parece.

—Todavía hay un misterio más.

—¿Cuál?

—El informe de la autopsia de Eberson. Basándonos en los datos físicos y en la posición de su cuerpo en la parte trasera del barco, no creemos que muriera a causa de la explosión.

—Tenía hilo de pescar enredado en los pies —dijo Ann—. Supongo que le pudo el pánico al no poder apartarse del barco, y al final se ahogó.

—En realidad el forense dice que estaba muerto antes de caer al agua.

—¿Le pegaron un tiro?

—No… —A Wyatt le costó encontrar la descripción correcta—. Su piel presentaba señales de quemaduras graves. Su muerte fue atribuida al traumatismo ligado a las quemaduras.

Ann había visto sus brazos y piernas, ennegrecidos de forma atroz, pero había supuesto que era por la sumersión del cadáver a esas profundidades.

—Y ¿por qué el forense no cree que muriera a raíz de la explosión?

—Porque sus quemaduras superficiales no eran las que suele provocar el fuego. Además, se extendían por debajo de la piel. Dicho de otra manera, se coció tanto por dentro como por fuera.

Ann movió la cabeza.

—¿Por dentro?

—Los daños encajan con una exposición aguda a irradiaciones por microondas.

Ann se quedó en silencio, tratando de encontrar algún sentido al dato.

—¿Podría tener algo que ver con el nuevo equipo que estaba probando Heiland? —preguntó Wyatt.

—Lo veo difícil. Aún estaba en la caja.

—Comprendo. Aquí están todos igual de perplejos. Ya le enviaré el informe. Así podremos volver a hablar.

—Gracias, Wyatt. Y avíseme si tiene novedades de México.

La muerte de Eberson era un giro imprevisto, sin sentido. Si los hombres de Pablo querían matarle, ¿por qué no lo habían hecho con un simple disparo? ¿Y cuál podía ser la causa de la irradiación por microondas?

Llamó antes que Wyatt a la delegación del FBI en Spokane y vio confirmadas sus suposiciones: los muertos de Bayview también llevaban pasaportes colombianos falsos. Habían llegado a Idaho en un vuelo privado, lo cual explicaba que hubieran podido llevar armas. En esos momentos se estaba investigando al operador del vuelo, pero no parecía que tuviera ninguna relación con los colombianos.

Abrió su portátil y empezó a consultar bases de datos nacionales de las fuerzas del orden en busca de actos delictivos cometidos en Estados Unidos por ciudadanos colombianos. En el sistema del National Crime Information Center compiló una lista restringida a los últimos cinco años. Aparte de algún que otro asesinato y de un atraco a un banco, los delitos graves estaban relacionados casi todos con droga y se concentraban en Miami y Nueva York. Tampoco encontró ningún vínculo evidente al buscar en el Guardian Threat Tracking System del FBI.

De todos modos, mientras el FBI no terminara los análisis de ADN de los cadáveres de Idaho, todo eran puras especulaciones, así que recondujo su atención a las posibles filtraciones internas.

Fowler le había dado perfiles detallados de quince científicos y gestores de la DARPA asignados al proyecto Flecha de los mares. Ann se pasó una hora cribando los informes, siempre en busca de las tres D de la subversión no ideológica: deudas, drogas y divorcios. Tomó nota de que Fowler tendría que investigar a una física que estaba en un duro proceso de divorcio, así como a un ingeniero de baja graduación que se acababa de comprar un Corvette nuevo; pero, a primera vista, ninguno de los empleados encajaba en un perfil de riesgo para la seguridad.

—¿Tienes un segundo?

Era Fowler, que entró y depositó en su mesa una gruesa carpeta.

—Aquí tienes los informes de personal de los contratistas que trabajan en el Flecha de los mares por encargo de la DARPA. Los astilleros de Groton, como es obvio, están revisando sus submarinos, y también el Office of Naval Research.

—¿Cuáles son los daños locales?

—Ocho contratistas privados de defensa, sin contar a Heiland, más tres programas universitarios de investigación.

—Bastante para tenernos ocupados un buen rato. Gracias, Dan. ¿Podrías hacerme un favor más?

—Claro que sí. Tú pide.

—¿Podrías conseguir el historial de viajes del equipo de la DARPA asignado al Flecha de los mares? Quiero buscar desplazamientos a los puntos más conflictivos: Lejano Oriente, Rusia y Oriente Próximo.

—Hecho. Por cierto, aquí tienes la lista de seguridad de la visita del presidente a Groton de hace unas semanas.

Le dio un papel a Ann, que lo puso en un lado de la mesa.

—¿Te apetece ir a comer?

—No, ahora no —dijo ella zambulléndose en la información de las contratas—. Gracias por los informes.

Al profundizar en ellos no tardó en darse cuenta de que entre Heiland y el resto de los contratistas solo había una relación periférica. La mayoría de las contratas se centraban en diseño de cascos y en sistemas electrónicos, con poca o nula interacción con el sistema de supercavitación de Heiland. La principal correa de transmisión de todos los sistemas que estaba desarrollando Heiland había sido Eberson.

Se levantó y, tras desperezarse, cogió la lista de seguridad de la visita del presidente a Groton. Solo había siete nombres: tres de la Casa Blanca y cuatro del Pentágono. Le llamó inmediatamente la atención el nombre de Tom Cerny. Sin otro punto de partida que el comentario hecho al vuelo por Fowler, llamó a un colega del NCIS, le dio los nombres y le pidió que investigara sus trayectorias en internet. Mientras esperaba el correo electrónico con los resultados, pensó en lo que tenía de insólito un asesinato como el de Heiland.

El robo de secretos industriales o de defensa no cruzaba casi nunca la frontera del homicidio. En cambio, a Heiland, Eberson y Manny los habían asesinado por trabajar en el Flecha de los mares, y Ann y Pitt habían estado a punto de engrosar la lista de víctimas. Unas medidas tan provocadoras solo estaban dispuestos a tomarlas unos cuantos estados delincuentes, aunque el recurso a intermediarios podía ampliar la lista. Si algo estaba claro era que el gobierno colombiano no hacía la competencia al de Estados Unidos en cuestiones de armamento. No cabía duda, por lo tanto, de que los ladrones trabajaban para alguien más. Pero ¿quién?

Empezó a examinar otros casos nacionales de espionaje en busca de elementos en común. Descartando el terrorismo y los delitos informáticos, llegó a la conclusión de que la mayoría de los casos de espionaje estaban vinculados a secretos diplomáticos y políticos, y corrían a cargo de individuos o grupos al servicio de viejos enemigos: Moscú, Pekín y La Habana. Mayor interés revestía un puñado de casos relativos a robos de tecnología militar y comercial por parte de agentes chinos. Aunque ninguno presentase las características del de Heiland, quedaba claro que China era el país que más agresivamente andaba en busca de tecnología militar allende sus fronteras.

Ann constató el largo historial de China en robos e imitaciones de tecnología de potencias extranjeras, sobre todo Rusia. Hacía tiempo que la cúpula militar del Kremlin se veía importunada por sistemas de artillería, misiles tierra-aire y hasta destructores de imitación. Los rusos, sin embargo, no eran las únicas víctimas: varios artículos del arsenal chino presentaban grandes similitudes con armas americanas. Los expertos en aviación encontraban semejanzas sospechosas entre el caza invisible chino J-20 y el Raptor F-22A americano. Hacía poco tiempo que el país había anunciado el despliegue de un sistema antidisturbios de aspecto idéntico al de un dispositivo desarrollado por las fuerzas armadas estadounidenses. También se preveía en cualquier momento la aparición de un helicóptero chino que imitaba el Apache americano.

Estaba tan absorta en su trabajo que solo se dio cuenta de que eran casi las seis cuando sonó el teléfono. Había consultado mucha información, pero no podía alardear de grandes frutos. Tras responder con voz cansada, reconoció una voz que la sacó de su sopor.

—Hola, Ann, soy Dirk. ¿Qué, aún estás dando el callo?

—Ya ves, no paro. ¿Y tú qué tal?

—Muy bien. Oye, estaba pensando que podríamos quedar mañana para cenar. Tengo que comentarte algo.

—¿Mañana? Vale, por mí perfecto. ¿Es algo importante?

—Podría ser —dijo Pitt, vacilante—. Quiero preguntarte si te apuntas a un crucero.