26

Las ruedas del Gulfstream tocaron tierra con una sacudida que despertó de golpe a Ann. Vencida finalmente por el ajetreo de los últimos días, llevaba durmiendo desde que habían despegado en Idaho. Bostezó y miró a Pitt, que estaba al otro lado del pasillo, absorto en una novela de Jeff Edwards.

—Por fin en casa —dijo.

Pitt levantó la vista, sonrió y miró la penumbra gris del crepúsculo en el aeropuerto Reagan.

—Empezaba a dudar que lográramos volver.

Casi toda la mañana se había consumido en interrogatorios de la marina, el FBI y las fuerzas del orden de Idaho sobre el accidente mortal de la noche anterior. Ann había redirigido lo mejor posible las preguntas hasta lograr que dejasen a Pitt en libertad, y con él los planos de Heiland rescatados de los restos del coche.

El Gulfstream salió de la pista de aterrizaje y dejó atrás las terminales comerciales con destino a un hangar privado reservado a aviones del gobierno. Un Ford Taurus azul corría por la pista y frenó junto al avión en el mismo momento en el que lo hacía el tren de aterrizaje de este último; Dan Fowler, apeado del coche, empezó a dar golpes en el suelo con el pie y a mirar su reloj hasta que se abrió la puerta del Gulfstream. Entonces corrió hacia Ann y la cogió de la mano para ayudarla a bajar por la escalerilla.

—¿Estás bien, Ann?

—Dan, no esperaba verte aquí. Estamos los dos un poco cansados, pero vamos tirando.

—He pensado que te iría bien que alguien te llevase a casa.

El siguiente en bajar del avión fue Pitt, que entregó a Ann un nuevo par de muletas. Fowler le tendió la mano.

—Me alegro de verle, Dirk.

—Después de los últimos dos días no estoy seguro de poder decir lo mismo —contestó Pitt al estrechársela.

Fowler se fijó en que también cojeaba.

—¿A usted también le han herido?

—Una rozadura de bala en la pantorrilla. He salido mejor parado que Ann.

—No sabe cuánto lo siento —dijo Fowler—. Es evidente que no teníamos ni idea del peligro al que se estaban exponiendo. Lo único que suponíamos era que la desaparición de Heiland podía tener algo que ver con que alguien quisiera apoderarse de sus investigaciones. Obviamente, no conocíamos la gravedad de la amenaza.

—Amenazas, dirás —terció Ann—. Al menos no se han cumplido.

Fowler la miró con inquietud.

—¿Tenéis los planos de Heiland?

Pitt se metió en el Gulfstream y salió con el cubo que contenía los portátiles y los diarios de investigación de Heiland.

—Está todo aquí —dijo.

Fowler puso cara de alivio. Después fue a la parte trasera de su coche y abrió el maletero. Pitt, que le seguía, le lanzó una mirada cortante al ver que guardaba el cubo.

—No sé si lo sabe —añadió Fowler—, pero esto en términos de tecnología naval tiene un valor incalculable.

—Pues entonces ¿por qué no organizaron vigilancia armada para que no estuviera en peligro? Hay gente dispuesta a matar por estos datos.

—Tranquilo, en cuanto haya dejado a Ann en su casa me lo llevaré a lo más profundo del edificio de la sede de la DARPA, a una sala vigilada.

Pitt fue a buscar la bolsa de Ann al Gulfstream y la dejó en el maletero, al lado del cubo.

—¿Le llevo a usted también? —preguntó Fowler.

—No, gracias —dijo Pitt—; da la casualidad de que de aquí a mi casa se puede ir caminando, y me irá bien estirar las piernas después de tantas horas encerrado.

Se volvió para despedirse de Ann.

—Suerte con la investigación.

Ann le echó los brazos al cuello, le abrazó con fuerza y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias —susurró.

—Cuídate la pierna.

Pitt la ayudó a subir al coche y se despidió con la mano, mientras desaparecían en la penumbra.

Le dolía la herida de bala de la pierna izquierda, y su espinilla derecha seguía resintiéndose del choque de barcos en Chile. Se detuvo a respirar el aire de la noche, que la lluvia había limpiado y refrescado. Después se echó el petate al hombro y caminó tranquilamente por la pista, desentumeciéndose los brazos y las piernas.

Mientras rugían los motores fue a una zona poco usada del aeródromo y cruzó un solar vacío, dejando atrás una hilera de hangares privados. El hangar solitario al que se dirigía parecía llevar cincuenta años en desuso, con malas hierbas sin cortar y tanta herrumbre como polvo. Debajo del alero había una hilera de ventanas, todas agrietadas. En el suelo, junto a un viejo cubo de basura, se acumulaban esquirlas de cristal. Solo una mirada experta que examinase muy de cerca el edificio se habría dado cuenta de que aquella dejadez era una simple fachada para distraer la atención.

Fue a una puerta lateral iluminada por la luz amarillenta de una bombilla de poca potencia y acercó la mano a un cuadro industrial de interruptores que, al bascular en sus bisagras, reveló un teclado oculto. Introdujo un código que desactivaba la alarma y abría la cerradura.

Entró, encendió las luces… y fue acogido por toda una flota de coches antiguos que, distribuidos en filas relucientes por la superficie del hangar, reflejaban las lámparas del techo en sus cromos bruñidos. Apasionado desde siempre por la velocidad y la belleza en el diseño de automóviles, Pitt había reunido una colección heterogénea que iba desde los albores del siglo XX hasta la década de 1950. Los aires de museo se veían potenciados por una avioneta trimotor Ford estacionada junto a un vagón de tren Pullman muy bien restaurado que los hijos adultos de Pitt usaban de vez en cuando como apartamento temporal.

Se paseó por el hangar, acariciando el guardabarros de un Packard Speedster 8 Runabout de 1930 aparcado al lado de un banco de trabajo, con el lado derecho del capó levantado. Finalmente llegó a la escalera de caracol de hierro colado por donde se subía al piso superior, que Loren y él usaban como vivienda.

Tras dejar su petate en una silla, cogió una cerveza Shiner Bock y leyó una nota pegada con cinta adhesiva a la puerta de la nevera.

Dirk:

Mientras tú estés fuera me quedaré en mi apartamento de Georgetown. ¡Por aquí hay demasiados automóviles fantasma! Lo más seguro es que se alarguen las sesiones del comité y trabaje hasta tarde en el Capitolio. Te he echado de menos.

Besos,

LOREN

Se acabó la cerveza y volvió a la planta baja del hangar. Había algo en el asunto de Heiland que le reconcomía, pero que no acababa de identificar. Como recordar la secuencia de los acontecimientos era inútil, se puso un mono gastado de mecánico y se acercó al viejo Packard. Empezó a desmontar su carburador vertical con gran esmero y devoción. Una hora después aproximadamente, ya con el mecanismo en buen estado, sabía con exactitud qué le inquietaba.