25

Ann irrumpió en la garita de vigilancia del Laboratorio de Acústica con la sutileza de un tornado en Kansas.

—¡Alguien ha entrado a robar en el laboratorio! —exclamó—. ¡Necesito ayuda ahora mismo!

El vigilante de turno, que leía tranquilamente la sección deportiva al otro lado de un cristal blindado, saltó de su asiento como si le hubieran pinchado con una aguijada.

—No puedo salir de la garita, señora —balbuceó—. Cálmese, dígame quién es y explíqueme qué pasa.

Ann ya había apoyado su identificación en el cristal.

—Pida refuerzos. Necesito que corten ahora mismo todas las carreteras de salida del pueblo.

Percibiendo una vaga semejanza entre la mujer que le gritaba con los ojos desorbitados y la de la foto de la insignia del NCIS, perfectamente acicalada, el vigilante asintió con la cabeza y cogió el teléfono. Antes de que acabara de marcar se oyó un chirrido.

Al volverse vieron un turismo oscuro que zigzagueaba a gran velocidad por la carretera de la orilla. De repente apareció la excavadora amarilla en la colina y empezó a deslizarse cuesta abajo, como si estuviese fuera de control. Ann se dio cuenta de que chocaría con el coche, algo que el conductor de este último advirtió demasiado tarde. La luz de una farola le permitió ver que en la cabina de la excavadora había un hombre de pelo negro: Pitt.

Al subir dando tumbos por la cuesta, con intensos dolores en la pierna izquierda, Pitt no había visto ninguna otra alternativa. El camión de grava estaba aparcado demasiado cerca de la excavadora amarilla para maniobrar, así que la única opción era esta última. Al ser un pueblo tan tranquilo, los obreros de la construcción no se habían molestado en cerrar con llave ninguno de los dos vehículos. Se sentó ante el tablero de mandos, miró hacia abajo y vio que los faros del coche ya bordeaban el centro naval. En cuestión de segundos pasarían justo debajo de él.

Soltó el embrague y puso el cambio de marchas en punto muerto, a la vez que quitaba el freno de mano. La gran máquina empezó a tambalearse y a bajar por la cuesta, obligándole a accionar los frenos no asistidos. Tomó con fuerza entre sus manos el volante revestido de caucho, para ver si daba juego. Era una excavadora muy usada, sin dispositivo de bloqueo, así que Pitt gozaba de cierta maniobrabilidad, siempre que sus fuerzas alcanzaran a mover el volante.

Al echar otro vistazo al pie de la colina, vio salir el coche entre los árboles. Estaba cerca. No había tiempo que perder.

Levantó el pie del freno y dejó que la excavadora bajara algunos metros para darle impulso. Después imprimió un fuerte giro de volante a la derecha. Las dos ruedas delanteras giraron sin problemas, cortando la tierra al pie de la colina. La gran pala de acero chocó con el arcén, lo que provocó un frenazo transitorio.

La pesada máquina estuvo a punto de doblarse sobre sí misma al bajar del arcén, pero logró enderezarse con un fuerte rebote. Era una cuesta abrupta, con más de quince metros de desnivel, por lo que la excavadora aceleró enseguida. Pitt enderezó las ruedas, esperando mantenerla recta. El retrovisor derecho se llenó del resplandor de los faros que se aproximaban.

Si el conductor del coche no hubiera ido tan deprisa, quizá hubiera podido frenar antes de chocar con la excavadora, pero la velocidad, sumada al susto de ver semejante armatoste brincando por la cuesta, extremaron su reacción y, así, en vez de pisar primero el freno, hizo el gesto instintivo de girar el volante para esquivarla. Solo entonces intentó frenar.

Fue la peor decisión posible. El coche derrapó seis metros antes de que su guardabarros derecho se estampase en un poste de teléfono. El hombre que había montado guardia en la cabaña de Heiland atravesó el parabrisas por no llevar puesto el cinturón y murió al instante con el cuello roto.

Al conductor solo se le aplastó una pierna, pero fue un indulto temporal. Cuando miró por encima del airbag, que se estaba deshinchando, vio a pocos centímetros la embestida del monstruo amarillo.

La parte delantera de la excavadora golpeó de lleno la puerta del conductor, apartando el coche del poste de teléfono. Pitt bajó la pala de acero para desacelerar, levantando una lluvia de chispas del asfalto. Fue suficiente, aunque por poco, para detener el impulso de ambos vehículos. Después el coche chocó por la izquierda con la valla del laboratorio naval, y tanto él como la excavadora se quedaron quietos.

Ann ya se acercaba cojeando, seguida por un coche de seguridad que cruzaba a toda prisa la verja principal con la sirena al máximo. Llegó a la excavadora justo cuando Pitt salía de la cabina con la pierna ensangrentada y el semblante pálido.

—Tu pierna —dijo Ann—. ¿Estás bien?

—No es grave —respondió él moviéndose con precaución.

Se acercaron al coche destrozado para ver el interior. El cuerpo del conductor estaba inclinado hacia delante, con la mirada inerte en sus ojos inmóviles; también su acompañante estaba muerto, cubierto de sangre y despatarrado en el lado derecho del salpicadero.

—Pues sí, sí que les has frenado —susurró Ann. Al prestar más atención a las facciones de ambos reparó en detalles que se le habían pasado por alto en la oscuridad del laboratorio de Heiland—. ¿Colegas de nuestros amigos de Tijuana?

—Es posible que hayan entrado en el despacho de Heiland en Del Mar y hayan localizado su cabaña —dijo Pitt. Volvió a mirar el truculento panorama del coche, mientras llegaba el vehículo de seguridad naval—. Espero que haya valido la pena.

Ann renqueó hasta la parte trasera y abrió el maletero, abollado por el choque. El cubo con los documentos de Heiland estaba dentro. Miró a Pitt con lúgubre satisfacción.

—Sí, ha merecido la pena.