El motor no arrancó con el zumbido estridente de un pequeño coche de alquiler, sino con el borboteo gutural de una lancha motora. Pitt se dirigió al embarcadero, admirado por el plan de Ann de huir en el barco de Heiland. Para ella era tan simple como que a su tobillo maltrecho le resultaba más fácil ir cuesta abajo que cuesta arriba, y el barco le quedaba más cerca. Las llaves ya las tenía en el bolsillo. No le quedaba otra cosa que rezar por ser capaz de poner en marcha la motora.
Dentro del laboratorio el hombre de la pistola se encontró con el obstáculo de la puerta trasera, atrancada, de momento, por la muleta de aluminio. Le asestó con rabia una serie de brutales empujones hasta que la muleta se dobló y se cayó al suelo, resbalando bajo el pomo. Entonces el ladrón salió corriendo de la casa y, al volverse hacia el barco, divisó la vaga silueta de Pitt, que corría entre los árboles de la orilla. Se lanzó a perseguirlo.
Casi sin aliento y con la pierna izquierda dolorida, Pitt llegó a un camino de grava que bajaba al lago. Vislumbraba a duras penas la figura de Ann, vuelta hacia él en la cabina de la embarcación. Al haber oído la violenta apertura de la puerta del laboratorio, no tuvo que mirar atrás para saber que su adversario no tenía la menor intención de dejar que se fueran.
—¡Suelta amarras, Ann! —gritó—. No esperes.
Ann bajó al embarcadero, desató la amarra de popa, volvió al barco cojeando y la soltó. Justo cuando volvía a deslizarse en el asiento del copiloto, Pitt llegó al muelle a gran velocidad.
Al acercarse se llevó la sorpresa de ver que se trataba de una vieja lancha de doble cabina, hecha de caoba. Con luz suficiente la habría reconocido como una Chris-Craft de los años cuarenta.
Cruzó el muelle sin detenerse ni una sola vez y se metió de un salto en la cabina trasera. Después rebotó en el cojín y aterrizó en el asiento delantero del piloto, desde donde apretó a fondo el acelerador. Mientras Pitt se apoyaba en el respaldo, la vieja lancha se alejó del muelle con un bramido de su motor de época, un Chrysler de seis cilindros.
—Esto es lo que se llama pensar deprisa —le dijo a Ann, al tiempo que apartaba la embarcación de la costa.
—Empezaba a temer que no salieras.
Al volverse hacia el embarcadero, Pitt vio la silueta oscura del jefe de los ladrones, que corría hacia la plataforma.
—¡Más vale que nos agachemos! —exclamó girando el volante.
El suelo de la cabina era bastante espacioso para ambos. Se encogieron debajo del salpicadero, mientras la lancha viraba hacia la izquierda. Pitt levantó una mano y echó el volante hacia atrás, dejando que la lancha mantuviera el rumbo a ciegas.
La maniobra hizo que el barco navegase por el lago en paralelo a la costa, sin que sus ocupantes fueran visibles. El hombre de la pistola llegó corriendo hasta el final del muelle, apuntó a la embarcación sin piloto y disparó hasta vaciar el cargador.
El ruido del motor ahogó los disparos. Pitt, sin embargo, detectó unos cuantos golpes sordos, debidos al impacto de las balas en el casco. Después de un minuto de espera, asomó la cabeza para echar una rápida ojeada. Los árboles tapaban el embarcadero, y la lancha iba acercándose a la orilla. Pitt se deslizó en el asiento y dio un giro al volante para mantenerse en aguas profundas. Una vez corregido el rumbo, ayudó a Ann a levantarse y sentarse a su lado. Lo había concentrado todo en la huida, sin prestar atención al dolor de su pierna. Al sentirla mojada y pegajosa se dio cuenta de que sufría una hemorragia.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ann asintió con la cabeza.
—Demasiado justo.
—Y más justo nos habría ido sin tu muleta. Perdona que te haya dejado desequilibrada.
—Tenía tanto miedo que ni siquiera he pensado en el tobillo. Solo he visto que el muelle quedaba cuesta abajo, y me he acordado de que tenía las llaves de la casa en el bolsillo. Por suerte también estaban las del barco.
Se frotó el tobillo sin pensar. Ahora sí notaba el dolor.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
En la cabeza de Pitt ya habían estado girando los engranajes de la justicia.
—Muy sencillo —dijo—: A adelantarnos a ellos.
De la cabaña de Heiland solo se podía salir por una carretera. Pitt sabía que los ladrones estarían obligados a pasar por Bayview para huir con los documentos robados. Era posible detenerlos, pero solo si él y Ann llegaban antes; una carrera cuyo desenlace dependía de una lancha de setenta años de antigüedad.
Aunque añejo, el Chris-Craft de Heiland no era ninguna tortuga; al estar personalizado llevaba el motor modelo M de la compañía, de ciento treinta caballos. Y además de rapidez tenía clase, con acabados de caoba barnizada, doble cabina y una popa de perfil redondeado que le daba un toque canalla. En 1942, al salir de la fábrica de Algonac, Michigan, era un barco deseable, convertido ahora en una pieza de coleccionista, muy preciada por los amantes de las embarcaciones clásicas.
El elegante barco cortaba las olas sin dificultad, mientras Pitt seguía acelerando al límite para obtener la máxima velocidad de su motor intraborda. Aunque hubieran salido con bastante ventaja, era consciente de que los ladrones estarían desesperados por huir, y de que por carretera podrían ir casi al doble de velocidad que la lancha.
Las estrellas le proporcionaban luz más que suficiente. Se acercó a la costa para recortar distancias. Después de unos minutos navegando sin descanso, apareció a su izquierda una ancha ensenada por la que se metió. Aparecieron a proa las luces de Bayview, que parpadeaban al fondo de la bahía Scenic. Pitt miró la carretera de la orilla, pero no vio ningún faro.
—Y ¿cómo los paramos? —gritó Ann.
Era la pregunta que llevaba rumiando Pitt desde que habían salido del embarcadero. Ir sin armas en una lancha de setenta años y en compañía de una mujer que a duras penas podía caminar no dejaba demasiadas opciones. El plan más obvio era pedir ayuda en las instalaciones de la marina, pero irrumpir en ellas de ese modo les exponía a recibir, más que ayuda inmediata, un disparo o un arresto. Al mirar hacia delante vislumbró un puerto deportivo próximo a la verja de seguridad del laboratorio. No estaba lejos de donde la carretera procedente de la cabaña de Heiland se cruzaba con la calle principal del pueblo. Le señaló el puerto a Ann.
—Iremos allí —dijo—, a ver si consigo llegar a la garita del vigilante y convencerle de que avise a los de seguridad para que bloqueen la carretera. Buscaré alguna manera de frenarlos.
—Vale, pero ten cuidado.
Ann recogió la única muleta que le quedaba del asiento trasero y se apoyó, dispuesta a abandonar el barco.
La vieja lancha cruzó ruidosamente una zona donde estaba prohibido hacer olas y dejó atrás el puerto deportivo. Los habitantes de los barcos se asomaron con enfado a las ventanas para averiguar el origen ruidoso del vaivén de sus casas. El muelle de la costa estaba lleno de pequeñas barcas de pesca. Por suerte, Pitt encontró un amarre libre y se lanzó hacia él. Apagó el motor en el último segundo y se metió en la plaza sin que el barco recibiera nada más que un pequeño golpe en un costado. Después abandonó su asiento y saltó a tierra para ayudar a Ann.
—Estoy bien —dijo ella con la muleta bajo el brazo, cojeando por el muelle.
Pitt se le adelantó. Corría hacia la carretera principal, dejando un rastro de pisadas ensangrentadas. Ann se estremeció al comprender que no se debían al agua del lago.
No había nadie en las calles de Baywater. En el pueblo reinaba un silencio casi absoluto. Pitt reconoció a lo lejos el ruido de un coche a gran velocidad. Miró por la ensenada. Efectivamente, entre los árboles brillaban unos faros. Era la carretera por donde se llegaba de la cabaña de Heiland.
Examinó el punto en que la carretera entraba en el pueblo, buscando algo que pudiera servir de barricada. A un lado estaba la alta valla de seguridad del Laboratorio de Acústica, y al otro una ladera. No se veían rocas ni troncos que pudieran usarse de bloqueo. Ni siquiera otros coches. Los únicos vehículos visibles eran de construcción y estaban aparcados más arriba, en la ladera: un camión de grava y una excavadora amarilla.
Volvió a mirar los faros. Llegarían en menos de un minuto.
—Pues nada, a la obra —murmuró antes de subir lo más deprisa que pudo por la cuesta.