Los dos hombres frenaron antes de llegar a la cabaña. Habían visto un coche en el camino de entrada. El que conducía abrió el maletero, y cada uno cogió una pistola Glock semiautomática y unas gafas de visión nocturna. A esas horas ya había anochecido sobre el lago, y no había luna que pudiera aliviar la oscuridad.
Con sigilo de expertos reconocieron el perímetro de la cabaña hasta localizar el cuadro eléctrico. Después de hacer saltar la tapa, uno de los dos encontró el diferencial y lo apagó.
El laboratorio, que no tenía ventanas, quedó tan oscuro como el túnel de una mina a medianoche. Ann aguantó un poco la respiración.
—Menudo sitio para que se vaya la luz —comentó con una nota de nerviosismo.
—Quizá solo haya sido una subida de tensión —dijo Pitt—. Quédate un momento quieta para no tropezar.
Durante la espera se infiltró en los pensamientos de Pitt una aprensión incómoda.
—Prueba a encender el portátil, así habrá luz —añadió—. Debería tener un poco de batería.
—Buena idea.
Ann dejó el diario y tanteó por la mesa en busca de uno de los ordenadores. Al encontrarlo fue pulsando teclas y botones con la esperanza de localizar el de encendido.
Pitt oyó crujir los tablones del suelo dentro de la casa. No estaban solos. Tendió la mano hacia la mesa más cercana y buscó a tientas un arma por la superficie. Tras ignorar algunos cables sueltos, encontró una herramienta, unas tenazas muy pequeñas que se guardó en la mano.
—Creo que ya lo tengo —dijo Ann.
El ordenador se inició. Al orientar la pantalla hacia Pitt, Ann bañó la sala en una vaga luz turquesa que llegó hasta la puerta de la casa justo en el momento en que se abría. Los dos intrusos que irrumpieron en la cabaña se quedaron muy quietos, observando el interior.
Pitt vio que ambos eran bajos pero musculosos, con ropa negra y gafas de visión nocturna. Armados con Glocks, hicieron un barrido de la sala hasta centrar las miras en Ann y Pitt.
—¡No os mováis! —exclamó el jefe con un acento hispano muy marcado.
Sacó una linterna y la enfocó hacia ellos dos. Con la luz en la cara, Ann no tuvo más remedio que entornar los ojos.
El intruso se acercó y apuntó a Pitt.
—La espalda contra la pared —dijo iluminando el camino con su linterna.
Ann se irguió en sus muletas y renqueó hacia Pitt, que se arrimó con ella a la pared. Había una puerta que llevaba al patio. Pitt empujó suavemente a Ann en esa dirección, mientras el agresor llamaba a su compañero. El segundo hombre se acercó y se dispuso a montar vigilancia, apuntándolos con su pistola. Su compañero enfundó la suya, se levantó las gafas y usó la linterna para empezar a registrar el laboratorio.
Pitt observó lo minucioso que era: sabía qué buscar. Empezó examinando los portátiles y los diarios de la mesa, los que había encontrado Ann. Después registró metódicamente el resto del laboratorio. Tardó casi diez minutos en volver a la mesa y organizar los artículos que deseaba. Encontró un cubo de plástico vacío y lo llenó con las notas y diarios de Heiland.
Acurrucada contra Pitt, Ann no salía de su asombro al pensar que era la segunda vez que veía el cañón de una pistola en dos días. Poco a poco, viendo robar en sus narices el trabajo de Heiland, pasó del miedo a la rabia. Tras vaciar los cajones del escritorio el ladrón metió su contenido en el cubo y remató la faena con los dos portátiles.
—¿Ya has acabado? —preguntó el que montaba guardia.
—Casi. —El otro miró a Ann y Pitt con fastidio—. Quédate con ellos hasta que vuelva.
Cargó el cubo en el hombro y cruzó el laboratorio, orientándose con la linterna.
Pocos segundos después de su salida de la sala le llamó el vigilante, pero no obtuvo respuesta.
Pitt oyó en la casa las pisadas del intruso, que salió por la puerta principal, y no le hicieron falta poderes telepáticos para saber que su regreso no traería nada bueno.
Sin la luz de la linterna ni la del ordenador, el garaje había vuelto a la más absoluta negrura; demasiada, advirtió Pitt con una brizna repentina de esperanza. Las gafas de visión nocturna del vigilante necesitaban algún tipo de luz ambiente para funcionar, aunque solo fuera la de las estrellas, mientras que en el garaje la única luz ambiente era la del portátil, que ya no estaba. Por eso el vigilante había llamado a su colega, porque ya no veía nada.
El ruido de una cremallera, la de la chaqueta del ladrón, le confirmó su teoría: el vigilante buscaba su linterna. Pitt no le dio tiempo de cogerla.
Quitó a Ann una de las muletas y la convirtió en un ariete con el que se lanzó a la carga. Su esperanza era que el vigilante siguiera donde lo había dejado el otro hombre, justo delante de él, aproximadamente a un metro y medio.
El vigilante había bajado la pistola para buscar la linterna, de manera que el taco de goma de la muleta le pilló totalmente desprevenido al clavarse en su esternón. El golpe invisible le arrojó de espaldas contra el escritorio de Heiland. Realizó varios disparos a ciegas con la pistola, moviéndola de un lado al otro sin darse cuenta de que apuntaba un metro por encima de la cabeza de Pitt.
—¡Ann, sal ahora mismo por la puerta trasera!
Pitt se agachó, volvió a girar la muleta y empezó a moverla hacia los lados, tratando de tocar al vigilante agazapado. Se orientaba por los chispazos del cañón. La muleta de aluminio golpeó la muñeca del ladrón con un crujido de huesos y mandó la pistola por los aires.
Ann se había echado al suelo con el primer disparo. Palpó la pared hasta encontrar la puerta y luego el tirador. Giró el pestillo y estiró con fuerza. Acto seguido cogió la muleta que le quedaba, salió a rastras y se alejó del edificio dando saltitos.
Antes de que se cerrase la puerta, oyó el grito de dolor del vigilante al fracturarse la muñeca. El intruso se apartó de la mesa para huir del ataque de Pitt, que le oyó levantarse. Ahora ya no le tenía a su alcance, ni tampoco le veía. Consciente de que Ann, con su tobillo, no podía ir muy deprisa, persistió en el ataque para darle tiempo: soltando la muleta, se lanzó sobre la mesa y se deslizó por el lugar del que segundos antes se había retirado el vigilante.
Giró a la vez que resbalaba, aterrizó de pie y dio un paso, trazando un arco a ciegas con el puño, pero sus nudillos no hicieron más que rozar la chaqueta del vigilante, que se había desplazado hacia su izquierda.
El vigilante contraatacó con su mano ilesa y le propinó un buen puñetazo en un hombro.
Pitt se echó hacia atrás para recuperarse del golpe. Ahora sabía dónde estaba su enemigo. Simultaneó su avance con dos veloces golpes que alcanzaron al vigilante en ambos lados del pecho, arrancándole un gruñido y haciendo que al tambalearse hacia atrás tropezara con una silla y se cayera al suelo.
Pitt no tuvo tiempo de acabar el ataque. En ese momento se abrió de par en par la puerta del pasillo y entró corriendo el otro intruso, alertado por los disparos. Tras barrer la sala con su linterna y detenerse un poco en el cuerpo caído del vigilante, enfocó la luz hacia Pitt, a quien tenía a pocos pasos.
Pitt, muy rápido en su reacción, volvió a lanzarse al otro lado de la mesa. El hombre de la pistola trató de seguir sus movimientos con la luz al mismo tiempo que le disparaba, pero la bala pasó demasiado alta.
Pitt bajó de la mesa y se dejó caer al suelo para quedar fuera del campo visual del tirador, pero no perdió tiempo quedándose quieto, sino que se acercó a gatas a la puerta trasera hasta chocar con la muleta y recogerla.
El hombre de la pistola salió como un rayo en su persecución. El haz de su linterna saltaba por el suelo al compás de sus pies, cada vez más centrado en su presa.
La luz, sin embargo, también iluminaba la puerta trasera. Pitt, que la tenía a pocos metros, se lanzó hacia ella sin incorporarse y buscó el pomo con la mano un segundo antes de que su tronco impactase contra la parte inferior. Cerró los dedos en el pomo y lo giró. Su peso abrió la puerta de golpe.
El hombre de la pistola, que ya había cruzado medio laboratorio, levantó el brazo y disparó tres veces muy seguidas sin dejar de correr. Pitt sintió un pinchazo en la pierna mientras estiraba la muleta y daba un sonoro portazo.
Nuevamente en pie, encajó el apoyabrazos de la muleta por debajo del pomo, a guisa de cerrojo improvisado. Quizá así ganase diez o veinte segundos, aunque seguirían siendo insuficientes. Ann cojeaba en algún punto de la oscuridad. Tenía que encontrarla cuanto antes. Fuera del laboratorio serían blanco fácil para los ladrones, que tenían gafas de visión nocturna.
Corrió hacia su coche, pero en ese momento oyó el ruido de un motor que se ponía en marcha. No procedía de la carretera, sino del lago. Giró en redondo y corrió hacia el agua, pensando que, a fin de cuentas, quizá sí tuvieran una oportunidad.