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El Gulfstream del Gobierno bajó de un cielo de color zafiro y tocó tierra en la pista principal del campo Pappy Boyington del aeropuerto de Coeur d’Alene. Natural de tan pintoresca población, Gregory «Pappy» Boyington había sido piloto de F4U Corsairs en el Pacífico y le habían concedido la Medalla de Honor por su tarea al frente del mítico escuadrón Black Sheep. Ahora el aeropuerto que llevaba su nombre acogía aburridos Piper Cubs y jets privados de turistas ricos. Pitt cogió las muletas de Ann y la ayudó a bajar del avión en la terminal de jets privados, donde negociaron el alquiler de un coche. Con Pitt al volante, fueron hacia el norte por la carretera 95.

Iban por la franja septentrional de Idaho, una región de colinas, densos bosques y lagos de un azul inmaculado, lejos de los patatales de las planicies del sur. El tráfico era escaso, así que Pitt superó el límite de ciento cinco kilómetros por hora. Al cabo de veinte minutos, llegaron a la población de Athol, donde Pitt giró por otra carretera y puso rumbo al este. Un gran cartel les dio la bienvenida al parque estatal Farragut.

—¿Un parque estatal con el nombre de un almirante de la Guerra Civil, en Idaho? —dijo Pitt.

—Pues la verdad es que sí. —Ann leyó por encima un folleto turístico que había cogido en el aeropuerto—. Al principio de la Segunda Guerra Mundial la marina estableció aquí una base de tierra, por miedo a que los japoneses bombardeasen la costa Oeste, y es verdad que la Farragut Naval Training Station fue nombrada en honor a David Farragut, héroe de la batalla de la bahía de Mobile y primer almirante de pleno derecho de la marina estadounidense. Aquí llegó a haber cincuenta mil hombres destinados. Después de la guerra cerraron la base y entregaron las tierras al estado de Idaho, que las convirtió en un parque natural.

—Ya tienes algo que contar en el siguiente cóctel del Pentágono —dijo Pitt.

La carretera abandonaba el parque y bajaba hacia Bayview dibujando una espiral por una loma. El pueblecito estaba en la punta de una pequeña ensenada del gran lago glacial de Pend Oreille. Pitt tuvo que pasar de refilón entre máquinas de construcción antes de llegar a la calle principal que daba al lago. En la mitad norte de la bahía había varios puertos deportivos llenos de lanchas de pesca, yates pequeños y un gran número de barcos vivienda. La costa sur la controlaba el Destacamento de Investigaciones Acústicas de la marina.

—La entrada del laboratorio está allí —dijo Ann señalando una verja.

Pitt entró en el aparcamiento de visitantes y estacionó cerca de la garita del guardián. Después de firmar en el registro fueron conducidos al complejo en un turismo gris por un acompañante uniformado. Al circular por la orilla, Pitt se fijó en un submarino de forma peculiar, el Sea Jet, amarrado en un embarcadero.

El conductor frenó ante un gran edificio de metal beis y verde azulado construido sobre el agua y acompañó a Ann y Pitt hasta la puerta. Fueron recibidos por un hombre pelirrojo con unos ojos azules que no dejaban de moverse.

—Chuck Nichols, director adjunto del laboratorio —dijo como una ametralladora—. Síganme, por favor.

Despidió al conductor por señas y llevó a Ann y Pitt a un pequeño despacho lleno de papeles y revistas técnicas. Retiró las montañas de carpetas que ocupaban dos sillas para que pudieran sentarse.

—La noticia del accidente de Carl y Manny nos ha impactado a todos —dijo—. ¿Ya han averiguado qué ocurrió?

—No del todo —respondió Ann—, pero dudamos que fuera un accidente. Tenemos motivos para considerar que los mató un grupo que intentaba apoderarse del prototipo con el que estaban haciendo pruebas, aunque no lo consiguió.

Nichols apretó los labios.

—Ah, sí, el Slippery Mumm. Sobre eso no soltaba prenda. Me extraña que llegara a enterarse alguien.

—¿Slippery Mumm?

—Siempre les ponía algún nombre a sus modelos. Al último del casco lo llamó Pig Ghost. Se puso negro al enterarse de que el barco de prueba lo habíamos bautizado Sea Jet.

—¿El nombre tenía algún sentido especial? —preguntó Pitt.

—Seguramente, pero me imagino que solo para Carl y Manny. Carl decía que lo de Mumm era por un champán que le gustaba mucho. Teniendo en cuenta que siempre hablaba de velocidad y burbujas al abordar el tema de la supercavitación, debe de ser el vínculo.

—Explíquenos algo sobre estas instalaciones —dijo Ann.

—Las construyó prácticamente Heiland. Estaba enamorado de la zona porque su familia tenía una cabaña aquí, en el lago Pend Oreille.

Pitt se fijó en que pronunciaba el nombre a la francesa.

—Cuando era director de acústica en el Centro de Armamento de Superficie de la Marina —prosiguió Nichols— convenció a los jefazos de Washington de que abriesen un laboratorio de investigación aquí, una filial que usara algunos de los restos de la antigua base naval Farragut. En gran medida la construyó él desde cero. Hace diez o doce años se cansó de la gestión diaria y decidió jubilarse. Fue cuando creó su empresa de consultoría. Carl siempre fue ingeniero antes que nada.

—El mar queda muy lejos —dijo Pitt.

—Sí, pero el lago es ideal para hacer pruebas. Es grande, está poco poblado y tiene profundidades de más de treinta metros. Nuestro trabajo se centra en la investigación de lo último en diseños de cascos y propulsión que permitan a los submarinos funcionar con el menor rastro acústico posible. El lago es un entorno controlado casi perfecto para poner a prueba diseños y tecnologías novedosos.

—¿El Sea Jet es la plataforma de las pruebas? —preguntó Pitt.

—Exacto. Es lo que llamamos un Demostrador Eléctrico de Barcos Avanzado. Parece un submarino, pero en realidad es un modelo a escala 1:4 del nuevo destructor clase DD(X). Lo hemos usado para experimentar con nuevos diseños innovadores de cascos y sistemas propulsores. Al principio llevaba propulsión de chorro de agua, pero se la cambiamos por otros sistemas de los que probablemente no estaría bien que hablase. En principio teníamos programada una prueba con los últimos inventos de Carl para el proyecto Flecha de los mares, pero ahora mismo no sabemos muy bien qué hacer.

—¿La tecnología del Slippery Mumm? —preguntó Ann.

—Sí. Vino aquí hace pocas semanas para probarlo en el lago, y me acuerdo de que les dijo a los chavales que menudo susto iba a pegarles a los peces. Según algunos que estaban justo entonces por el lago, consiguió velocidades de locura.

—¿Y aquí no trabajaba, en el complejo?

—No mucho. Venía y usaba nuestros ordenadores, pero siempre iba tres pasos por delante del resto. Cuando estaba en el pueblo casi siempre se pasaba el día en su cabaña, trapicheando con Manny.

—Es importante que encontremos y pongamos a salvo todas sus investigaciones relacionadas con el Slippery Mumm —dijo Ann.

—Sí, los de la DARPA me han pedido lo mismo. Estoy recogiendo todo lo que tenemos —indicó Nichols—. El caso es que el noventa por ciento de los datos los tenía Carl. Lo que no estuviera en su cabeza probablemente siga en la cabaña. Voy a darles la dirección.

Consultó su Rolodex y le apuntó la dirección a Ann, al mismo tiempo que le daba indicaciones.

—En la mesa del patio trasero hay una campana oxidada. En principio, las llaves de repuesto de la casa y del barco están debajo.

Ann le miró como diciendo «¿Y usted cómo lo sabe?».

—Me he tomado más de una cerveza con Carl en su porche y en su barco —dijo Nichols guiñando un ojo.

Ann le agradeció mucho su atención. Volvieron a ser acompañados a la puerta principal. Por primera vez Ann se sentía optimista.

—Pues mira, creo que habrá valido la pena la excursión. Vamos a la cabaña de Heiland. Luego llamaré al FBI para que la precinte.

—¿Alguna objeción a que cenemos antes? —dijo Pitt—. Pronto se hará de noche.

—Solo si dejas que te invite.

Al ser una localidad pequeña, las posibilidades eran limitadas. Pitt eligió un restaurante a la vuelta de la esquina, el Captain’s Wheel, a la orilla del lago. Ann probó una ensalada griega mientras Pitt se zampaba una hamburguesa con queso y una cerveza, viendo encenderse las luces del puerto deportivo.

Ann se fijó en la serenidad con que miraba las aguas plácidas del lago. Aquel hombre tenía algo enigmático, aunque a su lado se sintiera totalmente segura. Se conocían desde hacía pocos días y casi no sabía nada de él (aparte de la decepción de enterarse de que estaba casado).

—No estoy segura de haberte dado las gracias por salvarme la vida en Tijuana.

Pitt la miró y sonrió.

—Por mi parte no estoy muy seguro de que saltar a bordo de un barco lleno de matones armados fuera lo más sensato que he visto hacer a las fuerzas del orden, aunque me alegro de que saliera bien.

—De vez en cuando tiendo a precipitarme. —Ann pensó en su visita no anunciada al camarote de Pitt, la noche anterior—. Espero que una vez resuelto el caso podamos ser amigos en Washington.

—Por mí encantado. —Pitt le acercó la cuenta con una sonrisa burlona—. De momento, ¿qué te parece si vamos a buscar la cabaña de Heiland antes de que se haga totalmente de noche?

Nichols les había dicho que no tenía pérdida, y era verdad. Siguiendo sus indicaciones fueron por una carretera de un solo carril que bordeaba el Centro de Investigaciones Acústicas y seguía por la orilla sur de la ensenada. Pasaron junto a varios grupos de cabañas que se iban espaciando a medida que se alejaban de las luces del pueblo. La carretera iba hacia la entrada de la bahía y giraba hacia el sur, siguiendo el trazado irregular del lago. Después de unos kilómetros se encontraron con que moría en un frondoso pinar. Desde ahí, un camino estrecho de grava llevaba a una casa roja de madera situada al borde del agua.

—Parece que es esto —dijo Ann confirmando la dirección en el buzón.

Pitt se metió por el camino de entrada y aparcó el coche de alquiler al lado de un garaje adjunto a la cabaña, con capacidad para una docena de vehículos, si su aspecto no mentía.

Ann se fijó en que empezaban a verse las primeras estrellas, y sintió una leve brisa que soplaba desde el lago.

—Ojalá tuviéramos una linterna —dijo hincando las muletas en el terreno irregular que bajaba hacia el lago.

—Pues quédate en la puerta principal, ya voy yo a buscar las llaves en la parte trasera —señaló Pitt.

Dio la vuelta por el lado del garaje y siguió un camino que llevaba a la parte trasera de la casa. La única separación entre el jardín y el agua era una fina hilera de pinos altos. Se dio cuenta de que la casa ocupaba una finca de primera, con vistas fabulosas al lago. Mató un mosquito que zumbaba en su oído, al tiempo que subía a un amplio porche que ocupaba toda la anchura de la casa. No tardó mucho en ver la vieja campana en medio de una mesita de café rodeada por sillas Adirondack. Ahí estaban las llaves, en efecto, atadas a una cadena flotante de las que se usaban en los barcos de recreo. Rehízo el camino, y al mirar el lago vio que en el límite de la propiedad había un embarcadero privado con un navío de color oscuro.

Ann ya había llegado a la puerta de la casa y le esperaba apoyada en las muletas.

—¿Ha habido suerte?

Pitt le puso las llaves en la mano.

—Todo como en el anuncio.

Ann abrió la puerta y entró, buscando a tientas un interruptor. Después accedió Pitt, mientras Ann encendía una hilera de focos en el techo. Era una cabaña antigua reformada con gusto. La cocina, reluciente, contenía electrodomésticos de acero inoxidable y encimeras de granito; la sala de estar, un gran televisor de pantalla plana. Sobre la chimenea de piedra había una caña antigua para pesca con mosca, y al lado dos truchas disecadas, oda a una de las pasiones de toda la vida del dueño.

Ann, a quien incomodaba registrar el refugio de un muerto, cojeó rápidamente por la casa en busca de algún despacho o taller, pero solo encontró cuatro dormitorios grandes.

—Esperemos que haya algo en el garaje.

Al fondo del pasillo había una puerta. La abrió y encendió las luces, seguida por Pitt. Lo que vieron los sorprendió a los dos.

Esperaban algún tipo de taller, pero no se habían imaginado que pudiera haber todo un laboratorio de investigación de última tecnología escondido en los bosques de Idaho. El garaje parecía transportado desde el centro mismo de Silicon Valley. Las potentes luces cenitales iluminaban una sala de un blanco inmaculado llena de mesas de trabajo de acero inoxidable. Una pared estaba totalmente recubierta de equipos electrónicos dispuestos en batería. En otro rincón se había montado una zona de fabricación. Un tanque alargado y estrecho, lleno de agua, que servía para pruebas de casco y propulsión, se extendía por casi toda la anchura del edificio. No todo el espacio, sin embargo, estaba consagrado al trabajo, según observó Pitt: en un rincón había un pinball de los años cincuenta, al lado de una máquina de café muy sofisticada.

—Bingo —dijo.

Ann se acercó con sus muletas al centro de la sala, ocupado por una gran mesa de ejecutivo y dos sillones. Vio dos portátiles abiertos, al lado de varias revistas encuadernadas y varios fajos de esquemas. Cogió un diario y leyó algunos renglones manuscritos.

—Esto está fechado hace solo unos días —dijo—. Describe una serie de pruebas llevadas a cabo con éxito en el lago con el «SM», y sus planes para una prueba final en agua salada por la zona de San Diego.

—SM. Debe de ser el Slippery Mumm.

—¡Menos mal! Parece que están todas sus notas y sus datos. Los planos no se han perdido.

Justo entonces se apagaron las luces de la casa, y quedaron sumidos en un mar de oscuridad.