Cuando Pitt entró en el comedor del Drake, justo después del alba, le sorprendió encontrar sentados frente a frente a Gunn y Ann, que se estaba acabando el desayuno. Cogió una taza de café y fue a su mesa.
—Buenos días. ¿Os importa si me siento?
Gunn le invitó a hacerlo al lado de Ann.
—Tú siempre interrumpiéndome cuando me divierto.
Pitt miró a Ann.
—¿Has dormido bien?
—He dormido de maravilla —aclaró ella bajando un poco la vista.
Su repentina timidez le hizo sonreír. Por la noche, al volver de la barcaza, Pitt había ido directamente a acostarse. En un momento dado había oído golpes en la puerta del camarote, y al abrirla se había encontrado con la mirada expectante de Ann. Llevaba un albornoz del barco bastante suelto, que dejaba a la vista las tiras de su ropa interior. Iba descalza y se apoyaba sobre la pierna izquierda para aliviar la presión en el otro tobillo, vendado e hinchado.
—Esperaba que pasases a darme las buenas noches —había susurrado.
Pitt había mirado sus ojos anhelantes, refrenando un deseo incómodo.
—Ha sido un descuido por mi parte —había dicho sonriendo.
Después se había agachado para levantarla en brazos, mientras ella hundía la cabeza en su cuello, y la había llevado hasta su camarote por el pasillo estrecho. Tras depositarla suavemente en su litera, se había inclinado y le había dado un beso en la frente.
—Buenas noches, querida —había dicho en voz baja; y sin darle tiempo a reaccionar había salido de espaldas del camarote y había cerrado la puerta.
—Vuestro cocinero es muy bueno —le dijo Ann a Gunn al apartar el plato vacío, en un intento de cambiar de tema.
—La comida es un elemento clave para la moral de a bordo, sobre todo en viajes largos. Nosotros damos mucha importancia a que todos nuestros barcos cuenten con chefs muy bien formados. —Gunn dio un mordisco a su tostada y se volvió hacia Pitt—. Ann me estaba contando que ayer por la noche aprovechó su experiencia como saltadora universitaria de trampolín para lanzarse desde el ala del puente.
—Yo le pondría un 9. —Pitt guiñó un ojo—. Aunque podría subirle la nota si saltase un poco más y nos contase el auténtico objetivo de la expedición.
Ann tosió nerviosamente en su servilleta.
—¿Qué quieres decir?
—Estábamos buscando mucho más que un simple barco hundido, ¿no?
—Era importante que encontrásemos el barco y cualquier aparato que aún estuviera a bordo.
—Pues hemos conseguido las dos cosas —dijo Pitt—. ¿Y si nos explicas algo sobre el aparato en cuestión?
—Eso no puedo revelarlo.
La mirada de Pitt se hizo más penetrante.
—Aparte de que estuvieran a punto de matarte, has puesto en peligro el barco y a su tripulación. Creo que nos merecemos unas cuantas respuestas.
Hasta entonces Ann no le había mirado a los ojos. Al hacerlo se dio cuenta de que no podía soslayar el tema. Echó un vistazo general a la sala para verificar que no los escuchase nadie.
—La empresa del doctor Heiland colaboraba en un proyecto de investigación y desarrollo de alto nivel para la DARPA. Estaba implicada en un programa secreto sobre submarinos de las fuerzas navales, el Flecha de los mares. Más en concreto, Heiland era uno de los responsables de perfeccionar un sistema de propulsión avanzado. No puedo deciros más, de verdad, solo que cuando su barco se perdió en el mar estaba haciendo las últimas pruebas con el prototipo de una novedad muy importante.
—¿Era lo que había dentro de la caja?
—Un modelo a escala —dijo Ann—. Nosotros ya sospechábamos que la desaparición del Cuttlefish podía no haber sido fortuita, pero lo que nadie se esperaba era un asalto durante las operaciones de búsqueda y rescate. Siento mucho el peligro que ha corrido vuestra tripulación, de verdad. Se consideró que cuanta menos gente conociera las investigaciones de Heiland, mejor sería para todos. Me consta que para el vicepresidente fue un disgusto no decirte nada, pero tuvo que prestarse al juego a instancias de Tom Cerny.
—Bueno, y ¿quiénes son los que han intentado robarlo? —preguntó Gunn.
Ann se encogió de hombros.
—De momento es un misterio. A juzgar por su aspecto dudo que sean mexicanos; más bien de Centroamérica o Sudamérica. Ya he hablado con Washington y me han dado garantías de que las autoridades mexicanas nos ayudarán a examinar los dos cadáveres y a seguir la pista de la camioneta.
—Hemos facilitado una descripción bastante ajustada de su barco a la marina mexicana —dijo Gunn.
—No parecen los típicos sospechosos de un robo relacionado con defensa —observó Pitt—. ¿Qué pensabais, que ya habían huido con la caja mágica de Heiland?
—Sí —confirmó Ann—. Cuando aparecieron los cadáveres de Heiland y su ayudante dimos por supuesto que les habían secuestrado en el mar y habían robado el prototipo. Por eso me impactó tanto ver que la caja seguía en el Cuttlefish.
—Yo diría que eso tenéis que agradecérselo a Heiland —dijo Pitt. Describió su hallazgo de los cables naranjas y el interruptor oculto—. Mi teoría es que se dio cuenta de que los estaban atacando y voló su propio barco.
—Ambos cadáveres presentaban traumatismos que casarían con un incendio o una explosión —añadió Ann—. No nos habíamos planteado que pudieran haberlo hecho ellos mismos, pero es posible que haya que tenerlo en cuenta.
—Yo creo que Heiland se les adelantó —sugirió Pitt—, y por si los ladrones no lo tenían bastante mal resulta que el Cuttlefish se hundió en aguas demasiado profundas para los buzos convencionales. Lo más probable es que en el momento de nuestra aparición estuvieran intentando localizar su propio barco de rescate, así que nos dejaron hacerlo por ellos.
Gunn se volvió hacia Ann.
—Menos mal que saltaste y lo arreglaste todo.
—No, los que recuperaron la caja fueron Dirk y Al. Su destrucción ha evitado que cayera en malas manos, aunque la pérdida del modelo ha magnificado otros problemas.
—¿Como cuáles? —preguntó Pitt.
—Me han dicho que ni la DARPA ni la marina tienen planos detallados o especificaciones técnicas del trabajo de Heiland. Carl Heiland era un ingeniero muy respetado, un verdadero genio, y por eso le dieron carta blanca. En los últimos años introdujo modificaciones muy brillantes al diseño de submarinos y la construcción de torpedos. A consecuencia de ello no se le pidió que presentase la montaña habitual de papeles que se exigen en la mayoría de las contratas de defensa.
—O sea ¿que no hay nadie más que sepa completar el Flecha de los mares? —preguntó Pitt.
—Exacto —contestó Ann apretando los labios y haciendo una mueca.
—Ahora que Heiland está muerto y la maqueta destruida —dijo Gunn—, serían planos de un valor enorme.
—Fowler me ha dicho que ahora es nuestra principal prioridad. —Ann consultó su reloj y miró a Pitt—. La oficina del vicepresidente nos tiene preparado un avión de regreso a Washington. Sale de San Diego a la una. A mí me gustaría pasar antes por la sede central de Heiland en Del Mar. ¿Podríais llevarme en coche de camino al aeropuerto?
Pitt se levantó de la mesa y le tendió sus muletas.
—Nunca me niego a las peticiones de los niños, las ancianas y las chicas guapas con el tobillo torcido. —Hizo una pequeña reverencia—. Basta con que me indiques el camino.
Una hora más tarde aparcaron junto a Heiland Research and Associates, que compartía su sede con otras empresas en un edificio con vistas a la localidad costera de Del Mar, justo al norte de San Diego, en un promontorio desde donde se veían muy bien el mar, al oeste, y el valle donde se extendía el célebre circuito de carreras de Del Mar. Ann enseñó sus credenciales en el mostrador de entrada y se registró en nombre de todos.
—Bienvenida, señorita Bennett —dijo la recepcionista—. La señora Marsdale la está esperando.
Un minuto después entró en la recepción una mujer muy elegante, de pelo corto y oscuro, que se presentó como la directora de operaciones de Carl Heiland. Ann se esforzó en seguirla con sus muletas a una sala de reuniones.
—No le robaremos mucho tiempo, señora Marsdale —dijo—. Formo parte del equipo que investiga la muerte del señor Heiland. Mi cometido es poner a buen recaudo sus papeles de trabajo sobre el proyecto Flecha de los mares.
—Aún no me creo que haya muerto. —La impresión del fallecimiento de Heiland seguía grabada en el rostro de la directora—. Supongo que no fue una muerte accidental.
—¿Por qué lo dice?
—Carl y Manfred eran demasiado competentes para morir en un accidente de navegación. Carl era un hombre cauteloso. Sé que siempre mantuvo en secreto sus actividades.
—Nosotros tampoco creemos que fuera un accidente —dijo Ann—, pero la investigación aún no está cerrada. De lo que estamos convencidos es de que alguien pretendía apoderarse de su maqueta.
Marsdale asintió.
—Hace unos días vino el FBI y les dimos todo lo que pudimos, pero ya les expliqué que esto era la sede comercial del doctor Heiland. Aquí nos ocupamos de las contratas con el Gobierno y otras tareas administrativas de respaldo, y poco más. En total la empresa solo tiene doce trabajadores.
—Y ¿dónde está la sede de investigación? —preguntó Pitt.
—Bueno, la verdad es que no la hay. Aquí al fondo hay un pequeño taller donde damos trabajo a unos cuantos becarios que colaboran en algunas investigaciones en curso, pero Carl y Manfred casi nunca lo usaban. Viajaban mucho, aunque la mayoría de sus investigaciones las hacían en Idaho.
—¿Idaho? —preguntó Ann.
—Sí, en Bayview hay un complejo de investigación de la marina, y el doctor Heiland tiene una cabaña por la zona adonde solían escaparse Manfred y él para resolver problemas.
—¿Se refiere a Manfred Ortega, el ayudante del doctor Heiland?
—Sí. Carl le llamaba Manny. Era un ingeniero muy brillante por derecho propio. Juntos hacían verdadera magia. Eran el cerebro de toda la empresa. Ahora no sé qué haremos.
Se hizo un largo silencio durante el cual todos los presentes comprendieron que las muertes de Carl y Manny probablemente supusieran el final de Heiland Research and Associates.
—¿El FBI se llevó todo el material de aquí? —preguntó Ann.
—Sí, todos nuestros archivos de administración, y hasta nuestros ordenadores, de forma provisional. Menos mal que habíamos mandado los archivos técnicos a la sede de la DARPA. Al ver cómo actuaban los agentes del FBI, como toros en una tienda de porcelana, no les dejé entrar en el despacho de Carl, pero por lo demás hicieron lo que les dio la gana.
—¿Le importa que eche un vistazo a su despacho? —dijo Ann—. Estoy segura de que comprenderá las repercusiones a nivel nacional de que se salvaguarden sus investigaciones.
—Por supuesto. Aquí no solía dejar gran cosa, pero su despacho está en este pasillo.
Marsdale cogió unas llaves de su mesa y los condujo a un despacho de la esquina. Era un espacio de dimensiones modestas que no delataba un uso muy frecuente; tan frugal en su decoración como su propio ocupante, estaba adornado con algunas maquetas de submarinos y un cuadro de un velero de caoba de los que hacían contrabando de aguardiente. La única incongruencia era una cabeza de alce disecada en la pared, encima de la mesa, de cuya cornamenta colgaban varias gorras de pescador.
Marsdale puso cara de extrañeza al ver abiertos varios cajones del escritorio.
—Qué raro… —Se crispó de golpe—. Ha entrado alguien y ha registrado la mesa. Recuerdo haber dejado un contrato en la bandeja de entrada para que lo firmase, y ya no está.
Se volvió hacia Ann con cara de preocupación.
—Soy la única que tiene las llaves en todo el edificio.
—¿Había algún otro documento importante en el despacho?
—No se lo puedo asegurar, pero lo dudo. Ya le digo que Carl no solía quedarse mucho tiempo.
Miró el escritorio, y luego el alce.
—Sobre la mesa había una foto de su barco y su cabaña que tampoco está. Y cuando Carl estaba aquí tenía la costumbre de colgar en un cuerno del alce las llaves de la cabaña, que tampoco están.
—¿El edificio tiene cámaras de vigilancia? —preguntó Pitt.
—Sí. Me pondré en contacto inmediatamente con nuestra empresa de seguridad. —La angustia le quebró la voz—. Lo siento mucho.
—Si no le importa —dijo Ann—, me gustaría llamar al FBI para que vuelva y registre el edificio. Con eso y las grabaciones de las cámaras deberíamos poder encontrar algún tipo de pista.
—No faltaría más. Lo que haga falta para averiguar quién está detrás de todo esto.
Al regresar con Pitt al coche, Ann se paró a mirar el mar.
—Han estado aquí, ¿verdad?
—Me apostaría lo que quieras.
—Tengo que pedirte un favor. —Se volvió y le miró a los ojos—. ¿Te importaría retrasar un día nuestra vuelta a Washington? Me gustaría redirigir el vuelo a Idaho. Si Marsdale tiene razón, es posible que todos los planos de Heiland estén bien guardados en Bayview sin que lo sepamos.
—Cuenta conmigo —dijo Pitt—. La verdad es que siempre he tenido curiosidad por ver de dónde vienen esas patatas tan buenas de Idaho.