19

Pablo había presenciado con incredulidad la destrucción de la caja. Se había tomado la muerte de su compañero como poco más que una molestia, pero perder la caja le puso rojo de rabia, que desahogó en Ann.

—¿Tú qué sabes del aparato?

Le clavó la pistola. Ann apretó los dientes y no dijo ni una palabra.

—Pablo… Que viene la policía.

El conductor estaba pálido. Sus dedos temblaban encima del volante.

Pablo fulminó a Ann con la mirada.

—Ya hablarás más tarde. Ahora haz lo que te digo o te mato aquí mismo. Sal del coche.

Ann bajó con él por la puerta derecha, mientras el conductor cogía una fina chaqueta con la que le tapó las manos esposadas. Al volver la vista hacia la furgoneta de la compañía eléctrica, Ann no vio a Pitt ni a Giordino. La aparición de ambos la había sorprendido tanto como a Pablo. No entendía que hubieran podido seguirle la pista.

Cuando ya estaban en la acera se acercó un hombre joven con una camisa de seda negra.

—Es mi coche —le dijo al conductor señalando el Chevrolet destrozado—. Mira qué le habéis hecho.

Pablo se puso a su lado y le apretó discretamente la pistola en la barriga.

—O te callas o te mato —dijo en voz baja.

El joven se tambaleó hacia atrás, asintiendo con la cabeza sin parar. Después, con los ojos como platos, dio media vuelta y salió huyendo por la calle.

Pablo retrocedió, cogió del brazo a Ann y, al mirar por encima del hombro, vio salir del coche a los policías. Luego escudriñó la multitud y divisó enseguida a dos americanos con ropa de trabajo que miraban bajo las ruedas traseras derechas de la hormigonera. Ya los había reconocido antes, cuando se habían colocado al lado de la camioneta: eran los hombres que pilotaban el sumergible del Drake.

Se giró y empujó a Ann.

—Muévete.

—¿Y Juan?

El conductor miró la hormigonera, impresionado.

Sin abrir la boca, ignorando el cadáver de su compañero muerto, Pablo llevó a Ann al centro de la concurrida acera.

Un minuto después, Pitt y Giordino llegaron a la camioneta y buscaron a Ann entre la multitud. Una niña sentada en la acera vendía flores frescas que guardaba en una caja de cartón. Cuando su mirada coincidió con la de Pitt, le tendió un puñado de margaritas. Pitt se las pagó y se las devolvió con una sonrisa. Ella las olió, ruborizada. Luego levantó la mano y señaló por la calle.

Pitt le guiñó un ojo y salió en la dirección indicada.

—Por aquí, Al.

Encontraban cada vez más gente al avanzar. Pitt trataba de reconocer los rizos rubios de Ann entre la masa en movimiento. Siguieron al rebaño hasta el final de la calle, que desembocaba en un gran aparcamiento lleno de coches. Por fin Pitt y Giordino vieron adónde iba tanta gente.

Al fondo del aparcamiento se erguía un edificio recién reconstruido. Era de una circularidad perfecta, pero mucho más pequeño que los típicos campos de béisbol o de fútbol americano de Estados Unidos. A cada lado había una rampa por la que entraba un río de gente. Pitt alzó la vista y vio unas luces de neón en lo más alto: PLAZA EL TOREO.

—¿Fútbol? —preguntó Giordino.

—No, toros.

—¡Vaya! Pues me he olvidado de vestir de rojo.

No se había dado cuenta de que la sangre de su mano había teñido justo de ese color la pernera de sus pantalones.

Se apresuraron a subir por la rampa más próxima, disputándose la entrada con otros rezagados. Las palomitas de maíz de un puesto callejero perfumaban el aire de la noche. Giordino se llenó los pulmones en un intento de evitar la peste a basura quemada que salía de una zona de barracas, agravada por el sudor y los efluvios etílicos de los espectadores que entraban en el coso.

Pitt, que no apartaba la vista de la rampa, vio entrar en la plaza a un hombre corpulento con una mujer rubia.

—Me parece que la veo.

Giordino se abrió paso como un bulldozer, seguido de cerca por su compañero.

—¿Llevas dinero? —le preguntó Pitt mientras se abrían camino hacia los tornos.

Giordino hurgó en sus bolsillos con su mano ilesa y sacó un puñado de billetes.

—Me ha ido bien jugar al póquer a altas horas de la noche en el Drake.

—Suerte que a bordo de ese barco no hay nadie con talento.

Pitt cogió uno de veinte y se lo dio al taquillero.

Se abalanzaron por el torno sin esperar el cambio y corrieron hacia el interior del ruedo.

Las estridentes notas de trompeta de una banda de música anunciaron a los matadores y sus mozos. La cuadrilla se paseó ufana por la arena del coso. Un público enardecido aplaudía de pie a la pintoresca procesión. A quienes no se veía por ningún sitio era a Ann y sus secuestradores, perdidos en la masa humana.

—Puede que estén yendo hacia la otra salida —dijo Pitt.

Giordino asintió con la cabeza.

—Pues entonces más vale que nos separemos.

Un pasillo empinado les condujo a la parte baja del ruedo. Al llegar, Giordino giró a la derecha y Pitt, a la izquierda. Pitt recorrió las primeras filas, muy atento, pero no vio nada. De pronto los aficionados jalearon a alguien. Pitt miró hacia el coso y vio entrar a un solo matador dispuesto a enfrentarse al primer toro que soltaron, un morlaco bravo de media tonelada, Donatello, que al principio se quedó rascando la arena con la pata y escuchando la ovación del público sin prestar atención al torero.

Pitt se internó por el siguiente grupo de espectadores, esquivando a los vendedores ambulantes de algodón de azúcar y refrescos. De pronto vislumbró a una mujer rubia sentada al lado del pasillo, un bloque más allá. Era Ann. Apretado contra ella con su cuerpo fornido, Pablo observaba a la gente. No tardó en reconocer a Pitt y mirarle a los ojos. Después de unas palabras rápidas al conductor, que estaba a su lado, se puso en pie e hizo levantarse a Ann, que miró un momento a Pitt con una expresión de miedo y súplica. Mientras el conductor se alzaba y seguía a Pitt, Pablo se llevó a Ann y la arrastró por los escalones del pasillo hacia una estrecha pasarela que circundaba el albero.

Separado de ellos por todo un bloque de espectadores enfervorizados, Pitt bajó corriendo por los escalones más próximos. En el siguiente pasillo el conductor se apresuró a no quedarse rezagado. Al llegar al murito que rodeaba la arena, Pitt cambió de dirección y se lanzó en persecución de Ann y Pablo, que huían en sentido contrario, a pocos metros. De repente el conductor bajó saltando el tramo siguiente de escalones y se interpuso en su camino.

Era cuatro o cinco centímetros más bajo que Pitt, pero tenía los hombros anchos y el cuerpo musculoso. Al mover la cabeza en señal de que se detuviera levantó un momento la camisa, dejando a la vista una pistola enfundada en el cinto.

Pitt continuó sin vacilar y le asestó un derechazo en el pómulo. El conductor se tambaleó hasta chocar con la pared. Sin darle tiempo de recuperarse, Pitt remató el ataque con una combinación en la cabeza.

En vez de coger la pistola, el conductor se protegió instintivamente con las manos. Acto seguido se rehízo y se lanzó al ataque con ambos puños. Pitt esquivó el primer golpe, pero no el segundo, un puñetazo en las costillas que le cortó el aliento.

Contraatacó con nuevos golpes en la cabeza cuando su contrincante se le echó encima. Ambos chocaron con el muro de seguridad. Mientras el conductor usaba el brazo izquierdo para sujetar a Pitt, buscó la pistola con la mano derecha, pero se enredó en los pies de su rival y los dos perdieron el equilibrio.

Al desplomarse contra el muro, el conductor logró desprender la pistola, pero se vio obligado a usar la misma mano para no caerse al suelo. Justo cuando iba a apoyarla en el muro, Pitt le dio un golpe en el brazo con el codo. La pistola cayó al suelo y ellos dos, al otro lado de la tapia.

Fue una caída de dos metros al albero que alarmó a los espectadores más cercanos. En el centro del ruedo, el matador, de espaldas a ellos, siguió jugando con el toro sin percatarse de la intromisión.

El más afectado por el impacto fue Pitt, que cayó sobre un hombro. Chocaron con la arena al mismo tiempo, pero después rodaron en sentidos opuestos. El conductor se puso en pie en primer lugar y buscó la pistola por el suelo. Al ir hacia el muro se encontró con un soporte de madera lleno de banderillas, largos y afilados dardos envueltos en cintas de colores que usaban los banderilleros en su labor de asistencia al matador: arracimar las banderillas en el lomo del toro para ponerlo nervioso y debilitar los músculos del cuello, todo ello con el objetivo de que bajase la cabeza al embestir.

Justo cuando Pitt se levantaba, el conductor cogió uno de los dardos y se lo arrojó, pero el tiro le salió muy alto y Pitt no tuvo problemas en esquivar el proyectil. Mientras se echaba atrás, hacia el murito, el conductor cogió tres banderillas más. En ese momento Pitt vio colgado a su lado un capote, que cogió y dobló hasta convertirlo en un escudo improvisado.

Al otro lado del ruedo, dos banderilleros a pie se dieron cuenta de lo que ocurría y empezaron a acercarse por el muro. El matador seguía ajeno a todo excepto al toro. Mediante un movimiento orquestado del capote, una verónica, provocó una embestida. El animal pasó a pocos centímetros del cuerpo del torero y, tras quitarse el capote de encima, dio unos pasos al trote… y se detuvo al ver moverse contra la pared a Pitt y el conductor.

Hay toros que en el ruedo son tranquilos, y hay que provocarlos y herirlos mucho para que embistan. Otros, dotados de una agresividad natural, se arrojan contra cualquier objeto que se mueva. El astado colorado que llevaba por nombre Donatello se encontraba en lo más alto de la escala de beligerancia. Los banderilleros aún no le habían aguijado, y era un morlaco en pleno uso de sus fuerzas, que se aproximó a los dos hombres, sus nuevos objetivos, observándolos con atención.

Pitt vio llegar al toro, pero le preocupaba más esquivar las banderillas de su atacante, que al estar situado frente a él no percibía al animal.

El conductor dio un paso e inició su descarga, arrojando los dardos como un lancero. Pitt no apartaba la vista de los proyectiles. Desvió el primero con la capa doblada, sin dejar ni un momento de retroceder. El segundo lanzamiento solo erró por un centímetro, gracias a que Pitt saltó hacia un lado. El conductor echó el brazo hacia atrás con la última banderilla y avanzó un poco para apuntar mejor. El lanzamiento coincidió con la embestida del toro.

Fue un tiro perfecto. La afilada punta iba directa hacia Pitt y le habría dado en el pecho de no ser por la capa. El dardo hendió la tela y perdió el impulso justo de modo que no hizo más que clavarse en la mano. Pitt soltó el capote, enrollado en la banderilla, como si acabara de tocar un cazo de agua hirviendo y se echó de bruces en el suelo.

El toro, a la carrera, vio despejada cualquier duda sobre a cuál de las dos figuras embestir: siguiendo el vuelo del capote se lanzó hacia el conductor, que tendió las manos para recoger el paquete.

El toro bajó la cabeza y aceleró.

Al principio el conductor se sorprendió al ver que Pitt se echaba al suelo. Después detectó un movimiento a sus espaldas, y al volverse se quedó de piedra al avistar a pocos metros la embestida de un toro.

Donatello se lanzó contra él sin vacilar. El público gritó cuando los cuernos del morlaco le perforaron la barriga y estuvieron a punto de salirse por su espalda. Después el toro sacudió la cabeza y levantó por los aires a su víctima empalada, con la que desfiló un momento antes de depositar en la arena su cuerpo flácido y ensangrentado.

Pitt se volvió al oír un grito aislado. Era Ann, que intentaba quitarse a Pablo de encima al otro lado del ruedo. El corpulento malhechor la levantó en volandas con un gesto rápido y la arrojó al albero. Ann, que aún tenía las manos atadas, cayó en mala postura, y al tratar de levantarse sintió un dolor agudo en el tobillo. Solo podía sostenerse sobre un pie.

El toro, en pleno frenesí asesino, la estudió un momento y resopló. Después bajó la cabeza, se volvió hacia ella y embistió.

Los dos banderilleros y el matador corrieron gritando por el ruedo, pero el toro no les hizo caso. Estaban demasiado lejos para despertar sus iras. No así Pitt.

Levantándose de un salto, recogió el capote hecho jirones y se lanzó hacia el animal, que se encontraba a menos de siete metros de Ann, en plena y veloz embestida.

Ann trató de llegar al murito, pero el dolor del tobillo casi no le permitía moverse. Con el pulso desbocado hizo frente al envite y se quedó paralizada, igual que el conductor. De pronto un grito la sacó de su horrorizado trance.

—¡Toro! ¡Toro!

Se volvió y vio a Pitt, que corría hacia ella agitando los jirones del capote. El toro miró a aquel hombre alto que daba saltos con una capa de intenso color morado… y picó.

Ann sintió el aliento de la bestia, que en el último segundo se apartó de ella y salió corriendo hacia Pitt.

Justo cuando el toro le daba alcance, Pitt se deslizó por la arena, extendió el capote a un lado y lo sacudió como una alfombra polvorienta para llamar la atención de Donatello, que siguió el movimiento y perforó la capa con sus pitones afilados, a pocos milímetros del cuerpo de Pitt.

En el momento mismo en que el toro horadaba el capote, Pitt lo levantó y dio media vuelta para quedar de frente al animal. Estaba demasiado absorto en su supervivencia para oír los aplausos y olés surgidos de la multitud. Sacudió el capote, y a la siguiente embestida se apartó.

—Con permiso, señor —dijo el torero, que se había aproximado con cara de vergüenza.

Con la ayuda de un banderillero, llevó al toro al centro de la arena, mientras otros dos hombres acarreaban el cuerpo del conductor.

Cuando Pitt se volvió hacia Ann, vio que Giordino ya se la había llevado a los asientos. Se acercó, cogió la mano izquierda que le tendía su amigo y trepó por el murito, entre los aplausos ensordecedores del público. Ann, pálida y muy afectada, se cogió de su brazo.

—Si no llega a ser por ti el toro me habría destrozado. Ha sido una locura, pero gracias.

Pitt le sonrió, cansado.

—Olvidas que trabajo en Washington. Peores cornadas que las que dan allí…

Se puso serio y miró a su alrededor.

—¿Y el que te había raptado? ¿Pablo?

Ann negó con la cabeza. Giordino ya había mirado por todas partes sin suerte.

El robusto secuestrador se había confundido entre la multitud.