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La costa era una alfombra de luces titilantes, una ola de brillos ambarinos, pero la serenidad de aquella imagen solo sirvió para exasperar a Pitt. Ya hacía tiempo que había desaparecido la silueta completa del barco mexicano. Solo sus luces de situación permitían localizarlo. El resplandor del yate se hizo más pequeño y se fundió a lo lejos con las luces de la orilla, hasta que se perdió de vista.

Bien sujeto a la barra del timón, Pitt siguió la última posición visible del yate con la esperanza de que no cambiara bruscamente de rumbo. Lo que no sabía era que, a partir de la frontera, la costa mexicana no ofrecía ningún puerto natural en más de cincuenta kilómetros. Después de navegar varios minutos a ciegas se acercaron a la orilla y a las luces que brillaban con fuerza en la ladera. Al no ver nada en el mar, puso la zódiac rumbo al sur. Dos minutos después lo vieron.

—¡Allí! —exclamó Giordino señalando a proa.

A una milla se divisaba con dificultad un pequeño espigón de rocas que se adentraba en el Pacífico. Los primeros quince metros de piedra estaban ocupados por un rudimentario embarcadero, donde un barco iluminado esperaba en punto muerto. Al acercarse, Pitt y Giordino distinguieron a varias personas que caminaban por el muelle hacia una camioneta de cuatro puertas. Dos figuras regresaron al barco, trasladaron a la camioneta una caja alargada y la depositaron en la plataforma.

—Es nuestra caja —dijo Giordino—. ¿Ves a Ann?

—No, pero podría ser una de las personas de la camioneta. Intentaré llegar por el otro lado del espigón.

Se acercaron, manteniendo las distancias con la orilla, a la vez que disminuían la velocidad del motor a fin de que hiciera menos ruido. Cuando ya estaban cerca, el barco mexicano se alejó bruscamente del embarcadero y, al rodear el espigón, se lanzó con tal fuerza por la costa que estuvo a punto de aplastar a la zódiac sin verla.

El vaivén de la estela tumbó el único bidón de gasolina de la zódiac. Giordino lo sacudió y lo enderezó.

—No tenemos bastante combustible para perseguir al yate hasta muy lejos.

Pitt vio que las luces traseras de la camioneta se iluminaban al arrancar.

—Pues lo mejor será ir a la orilla.

Aceleró al máximo y recorrió el espigón con el bote hinchable, descartando cualquier tentativa de sigilo. Las luces de algunas casas y oficinas de los alrededores le permitieron ver que el espigón nacía en una playa estrecha. Cortando las olas, fondeó en la arena justo en el momento en que la camioneta empezaba a alejarse.

Giordino saltó de la zódiac y empezó a arrastrarla lejos de las olas antes de que Pitt hubiera tenido tiempo de apagar el motor. Corrieron por el camino de tierra. La camioneta solo estaba a unos metros. A falta de otra alternativa, salieron corriendo tras ella.

Era una pista con muchos baches, que la camioneta recorrió lentamente hasta llegar a un cruce asfaltado lleno de luz y otros vehículos. La calle transversal estaba bordeada de edificios de estuco en mal estado, con pequeños comercios que ya habían bajado sus persianas, aunque algunas cantinas y pequeños restaurantes mantenían cierto tráfico peatonal en las aceras. La camioneta giró a la izquierda, aceleró un momento y se encontró con una lenta hilera de coches. Poco después fueron Pitt y Giordino los que llegaron al cruce.

—No es que me apetezca mucho una maratón nocturna sin mis shorts fosforitos de correr —bromeó Giordino sin aliento, mientras veían a la camioneta acelerar.

—Pues yo me he olvidado mi cinta favorita para el pelo —dijo Pitt entre una respiración y la siguiente.

Buscaron algo parecido a un taxi, pero no lo vieron. Pitt señaló la siguiente esquina.

—Creo que eso nos podría servir.

Dos electricistas con monos grises trabajaban en el cuadro eléctrico de un edificio industrial de dos plantas. Eran trabajadores de la compañía eléctrica nacional mexicana que se sacaban un sobresueldo en sus horas libres, y de paso usaban la pequeña camioneta de la empresa, aparcada a algunos metros de donde estaban, en la acera, con las dos puertas abiertas de par en par y la radio a todo volumen.

Pitt y Giordino corrieron directamente hacia el vehículo y saltaron a los dos asientos delanteros. La llave de contacto estaba en su sitio. Pitt puso el motor en marcha y pegó un acelerón antes de que los electricistas se hubieran dado cuenta de nada.

—¡Alto! ¡Alto! —vociferó uno de los dos en español, dejando caer el destornillador para salir tras ellos.

Su compañero se los quedó mirando, antes de sacar su teléfono móvil y ponerse a llamar como loco.

Aprovechando que el tráfico era más fluido, Pitt puso rápidamente distancia de por medio. Al principio se cayeron algunas herramientas y cables de la parte trasera, pero solo hasta que Pitt pasó volando sobre una banda rugosa y las puertas traseras se cerraron de golpe.

—Por la mañana tendrán que dar explicaciones —dijo Giordino.

—¿No ves muy claro que su jefe se crea que la camioneta se la robaron dos gringos locos?

—No lo sé, pero de todos modos creo que nos convendría ir con un poco de cuidado —dijo dando una palmada en el salpicadero.

Dicho y hecho: Pitt pasó sobre un bache descomunal que les despegó de sus asientos.

Habían perdido de vista la camioneta que perseguían, por lo que la conducción de Pitt fue muy brusca. Pisando el acelerador a fondo, adelantó como una exhalación a varios coches por la angosta carretera. En un momento dado, frenó de golpe para no atropellar a una mujer que cruzaba corriendo la calle con dos gallinas enjauladas. También se salvó de milagro de arrollar a una manada de perros asilvestrados en los arrabales.

La avenida serpenteaba por una colina, dejando atrás el tráfico y los comercios. También las luces. Pitt adelantó a un Volkswagen Escarabajo oxidado y reconoció la camioneta a menos de un kilómetro. El modesto motor de la furgoneta de los electricistas protestaba contra la aceleración constante, mientras los pequeños neumáticos devoraban el asfalto. Pitt tomó ruidosamente una curva muy cerrada, levantando una nube de polvo que cayó sobre un Dodge Charger azul aparcado en el arcén. Los faros del Charger se encendieron enseguida, y el coche salió a la carretera.

—¿Aún te compadeces de los electricistas? —dijo Pitt.

—Un poquito. ¿Por qué lo preguntas?

—Creo que han avisado a los federales.

—¿Cómo lo sabes?

Al mirar por el retrovisor, Pitt vio un destello en el techo del Charger.

—Porque los tenemos justo detrás.