15

La misma pregunta se hacía Ann, aferrada a la borda del yate con la ropa empapada. Pretendía hacerse con el mando del barco y llevarlo hasta San Diego, pero con cuatro hombres armados en contra era mucho esperar. Se palpó la cintura por detrás para asegurarse de que la funda que contenía una SIG Sauer P239 había sobrevivido a la zambullida en el mar.

Su decisión de subir furtivamente al barco mexicano había sido más fruto de la adrenalina que de la estrategia. Justo cuando salía de uno de los laboratorios del barco en busca de un lugar seguro donde guardar la caja de Heiland, había visto a Pablo en la cubierta, apuntando a Gunn con una pistola. Entonces se metió por un pasillo y bajó a su camarote en busca de su arma. Aprovechando el momento en que uno de los asaltantes captaba la atención general con sus disparos al bote salvavidas del Drake, Ann subió con sigilo al puente, pero se encontró la radio del barco destrozada. A diferencia de la tripulación, ella sabía que los ladrones querían la caja. Era la caja, y no el cadáver de Eberson, la auténtica razón de que Ann estuviese a bordo.

Rápidos en actuar, los maleantes descargaron antes de que ella pudiera idear un contraataque. Una sola idea le vino a la cabeza: si no se podía salvar la caja, había que destruirla.

Llegó a la entrada del puente con el corazón desbocado y miró a popa. Pablo estaba cerca del submarino, ocupado con Gunn, mientras sus hombres cargaban la caja en la motora. Ann respiró hondo, subió al ala del puente y se lanzó por la borda.

En ese punto intervinieron sus años como saltadora de trampolín. Tensó el cuerpo al saltar y buscó el mar con las manos extendidas sobre la cabeza. Chocó con el agua en un ángulo vertical, sin hacer apenas ruido al culminar la entrada deseada. El frío del Pacífico la hizo tiritar mientras se zambullía a gran profundidad hasta dar media vuelta y nadar hacia el barco mexicano.

Salió a la superficie junto al flanco opuesto, del que no se despegó para no ser vista. Tras oír que alguien saltaba a bordo, se dio cuenta de que la embarcación se alejaba del Drake y, agitando los pies con rapidez, llegó al casco y se aferró a un montante de la cubierta. Después subió a pulso y rodó por la estrecha cubierta que circundaba la cabina de mando.

Se quedó pacientemente donde estaba, recuperando la respiración y haciendo acopio de fuerzas mientras el yate navegaba raudo hacia la orilla. Sería media hora de camino. Esperó a que el cielo se oscureciera, para tener la noche como aliada. Salpicada de sal, daba brincos como en un rodeo, intentando mantener su posición mientras rezaba por que nadie mirase en aquella dirección.

Pablo y sus hombres estuvieron observando el Drake varios minutos desde la borda de estribor. La barcaza, situada frente a ellos, les impidió ver a la pequeña zódiac bajar al agua desde popa. Al cabo de unos cuantos minutos, el grupo entró en la cabina. Pablo llamó por teléfono y se sentó a beber una botella de Dos Equis.

Cuando el cielo se tiñó de gris oscuro, Ann retrocedió sin despegarse de la borda para observar la cubierta. A un lado, en un banco, había un hombre moreno y corpulento que miraba hacia popa con una pistola en el regazo. Su barba larga y poblada le recordaron a Fidel Castro en su juventud. Delante de él estaba la caja de Heiland, que le servía de apoyo para los pies.

Las posibilidades de salir airosa en un tiroteo con toda la tripulación eran escasas. En cambio, a aquel hombre sí podía dominarlo, sobre todo con el factor sorpresa de su lado. El objetivo de Ann era simple: tirar la caja por la borda por cualquier medio. Tal vez más tarde pudieran encontrarla Pitt y el barco de la NUMA. Al menos no estaría en manos de ningún extranjero.

Retrocedió muy lentamente por la borda, hasta dejarse caer sin hacer ruido en la cubierta. En la cabina principal, situada varios escalones más abajo, y que desde donde estaba no se veía, se oían voces. Justo encima de ella estaba la cabina de mando del yate, donde distinguió a pocos metros las piernas del piloto. Teniendo en cuenta que se aproximaban a la costa, era de esperar que éste no desviase la vista de su trayectoria.

Desenfundó su SIG Sauer compacta, la cogió por el cañón y se lanzó sobre Fidel, que no tuvo tiempo de oírla. Ann había querido darle en la sien, pero se le fue el golpe por arriba, y la pistola rebotó en la coronilla. El hombre se desplomó gruñendo hacia un lado y soltó la pistola, que cayó en la cubierta.

Ann la apartó de un puntapié y se arrodilló para soltar la caja, que estaba atada al banco.

El hombre, a quien el golpe había aturdido, se puso una mano en la cabeza ensangrentada mientras buscaba el arma a tientas con la otra, pero lo que encontró fue un tobillo de Ann. Cerró la mano con firmeza y tiró con las fuerzas que le quedaban.

Ann, inclinada hacia la caja, perdió el equilibrio y se cayó de bruces, pero no tardó mucho en ponerse de pie con una gran rapidez de reflejos. El hombre de la pistola seguía sujetando su tobillo izquierdo, así que Ann usó el derecho para asestarle un duro golpe en un lado de la cabeza.

Él gruñó, pero tiró más fuerte. La siguiente patada de Ann le alcanzó en la mandíbula. Entonces sí se le aflojaron los dedos, y cayó en la cubierta con los ojos vidriosos.

Ann corrió de nuevo hacia la caja y desató las dos correas hasta soltarla del todo. Entonces la arrastró hacia la popa y subió un lado a la borda. Justo cuando se agachaba para levantar el otro, se quedó de piedra. Sintió en su nuca un frío anillo de acero.

—Esto se queda aquí, guapa —tronó la voz profunda de Pablo, que la encañonaba con su Glock.