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Gunn subió inmediatamente a bordo el submarino, mientras Pitt y Giordino esperaban en la escotilla abierta.

—¿Estáis todos bien? —se interesó Pitt.

—No ha habido heridos —contestó Gunn—. Nos han amenazado con matarnos si pedimos ayuda o los perseguimos.

—¿Quiénes eran? —preguntó Giordino.

Gunn negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. El jefe se llamaba Pablo. Venían por la caja que habéis sacado del Cuttlefish. ¿Sabéis qué contenía?

—No —dijo Pitt—, pero creo que Ann sí. ¿Cómo ha subido al barco de esos hombres?

—¿Ann? Creía que estaba en su camarote.

—La hemos visto escondida detrás de la cabina del otro barco mientras se iban a toda pastilla —explicó Giordino.

Gunn palideció.

—Como la descubran podrían matarla.

—Llama a los guardacostas —ordenó Pitt—. Quizá tengan cerca algún patrullero antidrogas. Pero no les digas nada de Ann, por si nos espiase alguien. Al y yo intentaremos seguirlos en el bote hinchable.

—Imposible —dijo Gunn—. Han reventado a tiros la radio del puente y el hinchable. La llamada la podemos hacer desde alguna de las radios manuales que tenemos, pero el hinchable puedes darlo por perdido.

—¿Y la barcaza? —preguntó Giordino.

—Será mejor que antes de nada vayamos a ver al piloto. Me parece que le han dado una paliza.

Pitt y Giordino corrieron a estribor. La proa de la barcaza estaba pegada al casco, justo por debajo de la cubierta. La más vieja de las dos embarcaciones empujaba a paso de tortuga al barco de investigación. Saltaron a bordo y cruzaron corriendo la cubierta resbaladiza hasta llegar a la pequeña cabina de popa. Al acercarse oyeron el gruñido de un perro. Entraron.

Arrodillado ante el timón, un hombre canoso se apretaba con la palma un corte ensangrentado donde empezaba el pelo. Frente a él montaba guardia un perro salchicha negro y marrón, que ladró a los intrusos.

—Cállate, Mauser —dijo el hombre.

—¿Está bien, señor?

Tras pasar junto al perro, Pitt ayudó al hombre a levantarse. Eran casi de la misma estatura, un metro noventa, pero el viejo pesaba algunos kilos más.

—Ha aparecido de la nada, el muy hijo de su madre, y ha empezado a destrozarme la radio. —Sus ojos azules se aclararon a medida que hablaba—. Yo le he arreado un buen mamporro, pero luego me ha dado con la culata de la pistola.

Giordino buscó su kit de primeros auxilios y le vendó la herida.

—Gracias, hijo. Por cierto, ¿quiénes eran?

—No lo sé —dijo Pitt—, pero hay uno de los nuestros a bordo de su barco. ¿Tiene usted alguna lancha que pueda prestarnos?

—Detrás hay una zódiac pequeña. No tiene un gran motor, pero podéis usarla.

El capitán miró por la ventana… y se dio cuenta de que la barcaza estaba empujando el Drake.

—¡Demonios! Esperad, que me aparto de vuestro barco antes de que salgáis.

Durante un momento puso marcha atrás, antes de dejar el motor en punto muerto. Después se volvió hacia Pitt, arqueando las cejas con preocupación.

—Tened cuidado con ellos.

—Estese tranquilo.

Pitt se despidió con un gesto de la cabeza y dio media vuelta para salir detrás de Giordino. Al abandonar la cabina se fijó en el título de capitán mercante colgado en el mamparo, y al ver impreso en el documento el nombre de Clive Cussler frunció el ceño y se apresuró a salir a la cubierta.

Giordino ya había desatado el pequeño bote inflable de la cabina de mando. En vez de tomarse el tiempo de bajarlo por un lado con un cabrestante, lo echaron por la borda y subieron. Pitt cebó el motor fuera borda y le dio vida con un par de estirones al estárter. Después aceleró al máximo y, tras apartarse de la barcaza, puso rumbo a la costa.

Seguía anocheciendo, pero la motora mexicana aún era visible y Pitt se dispuso a seguirla. Por desgracia lo tenían difícil, ya que el yate surcaba el oleaje a diez nudos más que la pequeña zódiac. Lo único que podía hacer Pitt era intentar mantenerlo a la vista el tiempo necesario para averiguar dónde desembarcarían.

—¡Espero que te hayas acordado de coger nuestros pasaportes! —gritó Giordino, pues su rumbo sudeste les llevaba claramente a suelo mexicano.

—Preferiría haberme acordado de traer un lanzagranadas.

Giordino ya había buscado en la zódiac, y su única arma potencial era un ancla pequeña. Pitt, sin embargo, no tenía ninguna intención de enfrentarse cara a cara con aquellos ladrones armados. Lo que le preocupaba era la integridad de Ann.

Mientras la borrosa silueta de la motora se difuminaba a lo lejos, pensó en la valerosa agente del NCIS y se preguntó qué demontres tendría planeado.