Un hombre se paseaba por cubierta con dos bombonas de submarinismo en cada brazo con el mismo esfuerzo que si llevase un edredón de plumas. Tenía los brazos del mismo grosor que las piernas y un pecho henchido como un neumático de tractor con demasiado aire. Los ojos marrones y el pelo oscuro y rizado de Al Giordino reflejaban su ascendencia italiana, mientras que sus cejas angulosas y su boca curvada en una perpetua sonrisa permitían sospechar una agudeza diabólica.
Al ver a Pitt y Bennett se detuvo y fue a su encuentro por la pasarela sin soltar las bombonas.
—Se te saluda, oh gran jefe —le dijo a Pitt—. Bienvenido otra vez al salitre. ¿Has tenido un buen vuelo?
—Sí, bastante bueno. El vicepresidente lo ha arreglado para darnos pasaje en un Gulfstream de la marina que llevaba a dos almirantes a Coronado.
—Y yo que siempre acabo en un autobús de la Greyhound… —Giordino miró a Bennett y sonrió—. ¿Otro intento de aportar belleza y refinamiento a la tripulación?
—Es Ann Bennett. Ann, te presento a Albert Giordino, el director tecnológico de la NUMA, y de vez en cuando rijoso marinero. La señorita Bennett es del NCIS y participará con nosotros en la búsqueda.
—Encantada de conocerle, señor Giordino.
—Llámeme Al, por favor. —Giordino sacudió las bombonas—. La mano ya nos la daremos luego.
—Para esta búsqueda no creo que las necesitemos —dijo Pitt—. Lo más seguro es que el agua sea demasiado profunda.
—Rudi solo ha dicho que era una misión de rescate submarino. No ha dicho cuál.
—Porque no lo sabe. ¿Está a bordo?
—Sí. Hemos vuelto todos del entierro esta mañana.
—¿Buddy Martin?
Giordino asintió con la cabeza. Martin, el capitán del Drake, había muerto de una enfermedad inesperada y fulminante.
—Me sabe mal no haber llegado a tiempo —dijo Pitt—. Buddy era un hombre de una lealtad a prueba de bombas y un amigo muy querido. Se le echará mucho de menos.
—Tenía la sangre de color turquesa —comentó Giordino en referencia al color del que pintaban todas las embarcaciones de la NUMA—. Pero ahora el mando del barco lo tiene provisionalmente Rudi. Que, por cierto, me parece un capitán Bligh de tomo y lomo.
Pitt se volvió hacia Ann.
—Normalmente procuro tener a Rudi lo más cerca posible de Washington, para proteger el presupuesto de la NUMA.
—Le encontraréis en el laboratorio —dijo Al—, cuidando sus peces abisales.
Pitt y Ann hallaron dos camarotes vacíos en los que dejaron su equipaje antes de ir en busca de Rudi Gunn. No fue una búsqueda muy larga, ya que el Drake era un barco compacto, el más nuevo y a la vez el más pequeño de la flota de la NUMA. La nave de investigación, que apenas superaba los treinta metros de eslora, estaba diseñada para la vigilancia costera, pero se las arreglaba más que correctamente en alta mar. En su cubierta, aprovechada al milímetro, había un sumergible con capacidad para tres hombres y un vehículo submarino autónomo. Todos los espacios cerrados que no ocupaba la pequeña tripulación estaban configurados como laboratorios de investigación.
Entraron en uno de estos últimos y se lo encontraron casi totalmente a oscuras. Con las luces apagadas y las ventanas cerradas del todo, la única iluminación procedía del techo, de unas cuantas bombillas pequeñas de color azul. Pitt supuso que el aire acondicionado del laboratorio había estado funcionando sin parar, porque se percibía una temperatura próxima a los cero grados.
—No dejéis la puerta abierta, por favor.
Cuando se les acostumbró la vista divisaron al dueño de la voz, un hombre delgado con chaqueta, encorvado hacia un gran tanque que ocupaba casi toda la sala. Llevaba puestas unas gafas de visión nocturna, con las que examinaba atentamente el tanque.
—¿Qué, Rudi, espiando otra vez los hábitos de apareamiento de los peces gruñones? —preguntó Pitt.
Al reconocer la voz, el hombre se incorporó de golpe y se volvió para saludar a los intrusos.
—Dirk, no sabía que eras tú.
Gunn se quitó las gafas para sustituirlas por otras de carey. Ex comandante de la marina y muy inteligente, era el vicedirector de la NUMA y, al igual que su jefe, aprovechaba cualquier ocasión para huir de los confines de la sede en Washington.
Pitt le presentó a Ann.
—¿Por qué hace tanto frío y está tan oscuro? —preguntó ella.
—Ven a verlo.
Gunn le tendió las gafas de visión nocturna y la acompañó hasta el borde del tanque. Ann se puso las gafas y miró el interior. Media docena de pequeños peces nadaban lentamente en círculo, con un resplandor azul bajo la luz de aumento, pero no se parecían a ningún otro pez que hubiera visto Ann: cuerpos planos y traslúcidos, ojos enormes y protuberantes y varias hileras de dientes sumamente afilados que sobresalían de sus bocas abiertas. Se apartó rápidamente.
—¿Qué son esas cosas? Dan asco.
—La fauna abisal preferida de Rudi —intervino Pitt.
—Su nombre científico es Evermannella normalops —dijo Gunn—, aunque nosotros los llamamos dientes de sable. Son una especie muy rara que solo se encuentra en aguas muy profundas. Descubrimos un gran banco cerca de Monterrey, que sobrevivía alrededor de una corriente térmica abisal, y decidimos intentar capturar unos cuantos para estudiarlos. Hubo que hacer varios viajes con el sumergible, pero nos trajimos veinte. Éstos son los pocos que aún no hemos llevado a la costa.
—Parecen capaces de comérselo todo.
—A pesar de su aspecto dudamos que sean depredadores. La verdad es que son bastante dóciles. No parecen interesados en devorar a otros peces. Por eso pensamos que podrían ser carroñeros.
Ann negó con la cabeza.
—Sigo sin estar dispuesta a meter la mano en el tanque.
—No te preocupes —bromeó Pitt—, que tu camarote tiene cerradura, por si les crecen patas durante la noche.
—No son peores que cualquier otro pez de acuario —explicó Gunn—. Ahora, feos sí lo son, y la diferencia es que pueden vivir a mil quinientos metros de profundidad.
—Los dejamos en tus manos —dijo Pitt—. Oye, Rudi, ¿en cuánto tiempo podríamos zarpar?
Gunn ladeó la cabeza.
—Yo creo que como aquellas pizzas a domicilio: media hora o menos.
—Pues venga, en marcha —decidió Pitt—. Tengo curiosidad por saber adónde nos llevará Ann.
Media hora después, fiel a su palabra, Gunn alejaba ya el Drake del muelle. Ann se reunió con él, Pitt y Giordino en el puente, donde vieron pasar las colinas verdes de Point Loma al salir del puerto. Más segura al navegar, y menos reservada, expuso la misión a Gunn y Giordino, y entregó a Pitt una pequeña hoja de papel.
—Son las coordenadas de donde encontraron los dos cadáveres. Parece que desde donde estaba uno se veía el otro.
—Podría ser señal de que las corrientes no jugaron mucho con ellos —dijo Giordino.
Pitt tecleó las coordenadas en el sistema de navegación del Drake, que identificó la posición como un triángulo sobre el mapa digital de la pantalla. Estaba justo al otro lado de las islas de los Coronados, un pequeño y rocoso atolón cercano a la costa mexicana.
—Teniendo en cuenta que al pasar por la costa las corrientes circulan hacia el sur —dijo—, lo más probable es que esto defina el límite inferior de la búsqueda.
—Según el informe del forense murieron entre ocho y diez horas antes —dijo Ann.
—Pues ya tenemos un punto de partida. —Pitt dibujó un cuadrado en el mapa con el cursor—. Empezaremos con una cuadrícula de diez millas. Nos desplazaremos hacia el norte desde el punto en el que fueron descubiertos, y si hace falta ampliaremos la zona.
Ann pensó en las dimensiones del Drake antes de hacerle una pregunta.
—Y ¿cómo plantearéis el rescate?
Pitt ladeó la cabeza hacia Gunn.
—¿Rudi?
—He encontrado una barcaza con grúa en esta zona. Está a nuestra disposición. Cuando encontremos el barco vendrá hasta donde estemos. Supongo que ya debería haberlo preguntado, pero ¿cómo es de grande el barco que buscamos?
Ann miró sus notas.
—Según el registro, el Cuttlefish mide doce metros.
—Pues lo sacaremos a flote.
Gunn se colocó al timón para poner el Drake rumbo a la cuadrícula de Pitt.
En dos horas llegaron al lugar donde un velero había encontrado los cadáveres de Heiland y su ayudante, Manny. Pitt vio que la profundidad era algo superior a veinte metros, así que decidió usar para la búsqueda el sónar de barrido reticular, que era más fácil de preparar, y dejar el AUV, más adecuado para profundidades mayores. Desde estribor, los tripulantes desplegaron el pez del sónar, de color amarillo intenso, y poco después ya transmitía pulsaciones eléctricas por el cable a un centro de procesamiento del puente. Pitt se sentó ante los controles y ajustó el cable con el cabrestante hasta que el pez quedó a pocos metros del fondo.
Ann no se apartaba de su hombro, muy atenta al monitor, cuya imagen de tintes dorados mostraba el lecho arenoso y ondulante del mar.
—¿Qué aspecto tendrá el barco?
—Con estas franjas tan anchas quizá parezca pequeño en proporción, pero teóricamente debería poder reconocerse sin problemas. —Pitt señaló la pantalla—. Mira, aquí puedes hacerte una idea de cómo se ve un bidón de doscientos litros, para comparar.
Ann atisbó un objeto del tamaño de una moneda que bajaba por la pantalla, y no tuvo dificultades en reconocerlo como un viejo bidón arrojado por alguien al mar.
—La verdad es que se ve muy nítido.
—Con lo que ha mejorado la tecnología, ahora casi se puede ver un absceso en la concha de una almeja —dijo Giordino.
En el mar, aparte de ellos, solo había una motora grande con bandera mexicana, a una o dos millas, cuyos ocupantes se dedicaban a pescar. Gunn, que pilotaba el Drake, siguió un curso lento y constante que cubría carriles de búsqueda hacia el norte y el sur. El sónar detectó algunos neumáticos, un par de delfines juguetones y algo que parecía un váter, pero no encontró ningún barco hundido.
Tras cuatro horas de búsqueda se aproximaron a la lancha mexicana, que seguía en la misma posición, y por cuya borda despuntaban dos cañas de pescar solitarias.
—Ya veo que tendremos que saltarnos un carril para rodear a estos tíos —dijo Gunn.
Pitt miró la motora a través de la ventana del puente. La tenían a un cuarto de milla. Después se volvió hacia el monitor y sonrió al ver aparecer un objeto triangular en la parte superior de la pantalla.
—No va a hacer falta, Rudi. Creo que acabamos de encontrarlo.
Ann, perpleja, se inclinó para ver que el objeto se perfilaba como la proa de un barco e iba aumentando de tamaño hasta ofrecer la imagen completa de un yate apoyado verticalmente en el lecho marino. Pitt marcó la posición del pecio y midió su longitud con una escala digital.
—Parece que tiene exactamente doce metros de eslora. Yo diría que es el barco desaparecido.
Gunn miró la imagen y le dio una palmada en el hombro.
—Felicidades, Dirk. Ahora mismo llamo a la barcaza y les digo que vengan hasta aquí.
Ann siguió mirando la imagen hasta que llegó al pie de la pantalla.
—¿Estás seguro de que podremos reflotarlo?
—Parece intacto —dijo Gunn—. La barcaza no debería tener ningún problema.
—Y ¿qué hacemos? ¿Esperar hasta que llegue? —preguntó Ann.
—No exactamente —respondió Pitt sonriéndole con algo de malicia—. Primero mandaremos a un agente secreto de Washington al fondo del mar.