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El capitán Franco, con la cara de un rojo remolacha, inspeccionó la popa del Sea Splendour desde una lancha, pero los destrozos eran muy inferiores a los que se esperaba; los daños apreciables en la popa lanzada eran casi todos de índole superficial. Ya bajarían buzos para comprobar su estado bajo la línea de flotación, pero a juzgar por los indicios no había nada que no pudiera resolver por sí sola la tripulación. Clausurarían la cubierta de popa y el barco podría reanudar su viaje con el mínimo retraso. Franco era muy consciente del vapuleo a que le someterían los mandamases de la empresa si era necesario hacer bajar al pasaje y devolverle el importe del billete. Una pequeña tragedia que se ahorraban. De todos modos, para Franco el buque era como de su familia, y le consumía la rabia al verlo desfigurado.

—Vamos al carguero —le dijo al joven piloto de la lancha.

Un oficial del puente le llamó por señas.

—Señor, parece que hay un pequeño barco cerca de nuestra aleta de estribor.

El capitán Franco se asomó por la entrada y vio la motora roja, a la deriva y medio sumergida. La pareja no solo había sobrevivido, sino que le saludaba con la mano, sentada en la proa.

—Es el loco que se ha tirado contra el carguero. —Movió la cabeza—. Ve a recogerlos.

Llegaron a la altura de la lancha medio hundida. Pitt ayudó a Loren a subir antes de hacerlo él. Una vez a bordo se giró a observar la motora destrozada, que desapareció bajo la superficie.

Volvió la vista hacia el ceño fruncido del capitán.

—Supongo que tendré que comprarle a alguien una lancha nueva.

Franco miró detenidamente a Pitt. No era un joven insensato, ni un borracho, sino un hombre alto, de cuerpo delgado y musculoso que, a pesar del corte ensangrentado de la espinilla, se mantenía erguido con seguridad. Su rostro curtido era señal de muchos años a la intemperie. Sonreía tranquilamente, con algo de perplejidad.

—Gracias por el rescate —dijo—; nos ha salvado de tener que nadar un buen trecho hasta la orilla.

—Los he visto destrozar su propia lancha tirándose contra el carguero —señaló Franco—. ¿Por qué han estado a punto de suicidarse?

—Para mover el timón. —Pitt echó un vistazo a la maltrecha popa del crucero—. Ya veo que no hemos llegado del todo a tiempo.

El capitán palideció.

—¡Cielo santo! ¡Pues claro! Han sido ustedes los que han cambiado el rumbo del carguero en el último momento.

Cogió la mano de Pitt y se la sacudió con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancarle el brazo.

—Han salvado mi barco y cientos de vidas. No teníamos tiempo de maniobrar. Ese idiota nos habría destrozado.

—Ha arrollado un barco de vela, y nosotros nos hemos salvado por los pelos.

—¡Qué locos! No han hecho caso a nuestras llamadas por radio. Han seguido acercándose tranquilamente. Mire, está encallado.

—La tripulación del puente debe de estar incapacitada —dijo Pitt.

—O lo estarán cuando acabe con ellos.

La lancha aceleró hacia el barco varado, si bien se mantuvo alejada de la hélice, que aún giraba. En la playa se había apiñado una multitud de curiosos, mientras un ruido lejano de sirenas indicaba la llegada de la policía de Valparaíso.

El barco solo estaba un poco ladeado hacia estribor. No se veían señales de vida en ninguno de los puentes. De un lado colgaba, como un brazo herido, una cinta transportadora de metal que casi llegaba hasta el agua. Servía para cargar y descargar las bodegas del buque, y se había desplegado durante la colisión con el Sea Splendour. Viendo que les ofrecía una manera de subir a bordo, Franco ordenó al piloto que se aproximase.

La rampa quedaba más o menos a la misma altura que la cubierta de la lancha. Un marinero recibió la orden de subirse para comprobar que aguantaba su peso. Después de unos pasos vacilantes, se giró, mostró el pulgar al capitán y recorrió a paso ligero la pesada cinta transportadora, que se enderezaba al llegar a la borda. Bajó al barco. El siguiente en subir fue el capitán Franco, que recorrió nerviosamente la cinta cubierta de polvo y, demasiado absorto en no caerse, no advirtió que Pitt le seguía a pocos pasos.

Cuando el capitán llegó a la borda subió con la ayuda del primer marinero, que le estaba esperando. Sorprendido al ver que Pitt aterrizaba a su lado, Franco se giró con la intención de reprenderle por haberle seguido, pero Pitt fue más rápido.

—Será mejor que apaguemos los motores.

Fue hacia el puente, pasando junto al capitán, que se desahogó con el marinero.

—Registra la cubierta y los camarotes, y después reúnete conmigo en el puente.

Se volvió y dio alcance a Pitt.

El puente ocupaba la parte más alta de una superestructura de varios pisos, cerca de la popa. Pitt inspeccionó las grandes escotillas de las cinco bodegas principales. La última estaba un poco abierta. Cada escotilla tenía dos tapas con bisagras que se abrían hidráulicamente en sentido lateral. Se acercó a la que estaba justo enfrente de la superestructura y miró al otro lado. La enorme bodega estaba vacía, con la excepción de una pequeña excavadora cubierta por una capa de polvo plateado. Supuso que las bodegas delanteras seguían conteniendo su cargamento, lo cual explicaría que la popa quedase tan alta respecto al nivel del mar. Al ver algunos trozos de un mineral plateado en la cubierta, se guardó uno de los más grandes en el bañador y continuó hacia el puente.

—¿No hay nadie a bordo? —dijo Franco al llegar a su lado justo cuando se internaba por una pasarela.

—Yo aún no he visto ningún comité de bienvenida.

Subieron varios pisos y entraron en el puente por una puerta abierta. Dentro había una gran sala de control, tan desierta como el resto del barco. Rompiendo lo fantasmagórico del ambiente, la radio de a bordo transmitió la voz de un guardacostas chileno. Franco la apagó, se acercó a una consola central y desconectó los motores.

Pitt examinó el timón.

—Han puesto el piloto automático en un rumbo de ciento cuarenta y dos grados.

—Sería absurdo abandonar un barco en movimiento.

—La explicación más probable es que fueran piratas —dijo Pitt—. Parece que han vaciado la bodega número cinco después de zarpar.

—Me lo explicaría si hubieran tomado como rehenes a la tripulación —reflexionó Franco acariciándose la barbilla—, pero lo que ya es inaudito es robar la carga de un barco mercante en alta mar.

Palideció al ver una mancha oscura en la pared, y otras parecidas en el suelo.

—Mire.

Solo con echar un vistazo, Pitt supo que era sangre seca. Al pasar un dedo por la pared los restos resecos se desmenuzaron.

—No parecen recientes. ¿Podríamos consultar el sistema de navegación para saber de dónde viene el barco?

Franco se acercó al timón, contento de alejarse de la sangre, y encontró una pantalla de navegación con una pequeña representación del Tasmanian Star superpuesta a un mapa digital del puerto de Valparaíso. Redujo la escala apretando unos botones de un teclado fijo. Una línea amarilla fue dibujando la trayectoria del barco por la parte superior de la pantalla, a medida que Valparaíso se empequeñecía en la costa chilena, y el propio país se encuadraba en Sudamérica. La línea, un poco angulosa, seguía hacia el norte antes de torcer bruscamente a la izquierda, hacia la costa occidental de Centroamérica. Siguiendo la línea a través del Pacífico, Franco localizó su origen en Australia.

—Viene de Perth.

Volvió a centrarse en el punto donde se modificaba el rumbo. Después miró a Pitt y asintió con la cabeza.

—Encaja con su hipótesis de los piratas. Si no, este barco no habría cruzado el Pacífico con una bodega vacía.

—Veamos dónde se produjo el cambio de rumbo —dijo Pitt.

Franco ajustó la imagen.

—Parece que a unas mil setecientas millas al oeste de Costa Rica.

—Un sitio solitario para organizar un asalto.

Franco asintió con la cabeza.

—Si es donde bajó del barco la tripulación, el Tasmanian Star habrá hecho él solo un viaje de más de tres mil quinientas millas hasta Valparaíso.

—Lo cual querría decir que lo asaltaron hace más de una semana. Se habrá enfriado bastante la pista.

Justo entonces irrumpió en el puente el marinero, con la cara muy roja y la respiración entrecortada por haber corrido por la pasarela. Pitt se fijó en que su mano, apoyada en el marco de la puerta, temblaba.

—Los camarotes están vacíos, señor. No parece que haya nadie a bordo. —Vaciló—. Bueno, a alguien sí he encontrado.

—¿Muerto? —preguntó el capitán.

El marinero asintió con la cabeza.

—Lo he localizado por el olor. Está en la cubierta principal, cerca de la escotilla de proa.

—Llévame.

El marinero se volvió despacio y guió a Franco y a Pitt por la pasarela. Cruzaron la cubierta hacia babor, pasando al lado de las múltiples hileras de tapas de escotilla. El marinero redujo el paso al aproximarse a la de proa. Finalmente se detuvo y señaló:

—Está debajo de uno de los soportes —dijo sin acercarse—. Habrá llegado rodando, o se habrá caído.

Pitt y Franco siguieron adelante. Al entrar se fijaron en un objeto azul encajado en el sistema hidráulico de la tapa de la escotilla, cerca de un soporte. Al acercarse lentamente vieron que era el cuerpo de un hombre vestido con un mono azul. El olor a carne en descomposición era asfixiante; peor, sin embargo, fue lo que vieron.

La ropa, limpísima, no llevaba ningún distintivo. Por las pesadas botas de trabajo y el par de guantes colgado en la cintura, Pitt supuso que sería un simple marinero. Fue lo único que pudo averiguar.

En las partes descubiertas la piel estaba hinchada hasta extremos grotescos y había adquirido un color de mostaza francesa. Alrededor de las orejas y la boca se habían acumulado hilos de sangre seca. Una nube de moscas revoloteaba por el rostro, agolpándose en los ojos abiertos y salidos. Lo más espeluznante, sin embargo, eran las extremidades del cadáver, que iban más allá de la simple descomposición. Las orejas, la nariz y las puntas de los dedos estaban negras, requemadas, pero sin que se hubiera resquebrajado la piel. Pitt recordó imágenes de exploradores polares que habían sufrido casos graves de congelación y se caracterizaban por la presencia de ampollas negras sobre la piel muerta. Sin embargo, el Tasmanian Star no se había aproximado en ningún momento a regiones polares.

Franco se apartó despacio.

—¡Santa María! —balbuceó—. Se lo ha llevado el mismísimo diablo.