El pánico se iba adueñando del Sea Splendour a medida que sus pasajeros se avisaban a gritos de la inminente colisión. Los padres cogían a sus hijos y corrían hacia el lado opuesto. Otros subían corriendo por las escaleras para refugiarse en las cubiertas superiores. Incluso la tripulación se unió al pasaje para huir del punto previsto de impacto.
Por azar o voluntad, el Tasmanian Star se dirigía al centro mismo del crucero. Eran prácticamente iguales en tamaño, y el carguero, de proa achatada, llevaba suficiente ímpetu para partir el otro barco en dos.
Pocas opciones se le presentaban en el puente al capitán del Sea Splendour, Alphonse Franco. Intentó desesperadamente desviar el buque, pero solo tenía a su disposición los motores auxiliares, ya que el principal estaba frío. Desató el cabo del ancla y puso en marcha los propulsores laterales del barco con la esperanza de que un giro lo apartase del peligro.
Sin embargo, al ver el carguero, supo que era demasiado tarde.
—¡Apártate, por Dios, apártate! —exclamó entre dientes.
En el puente casi nadie le hacía caso. La tripulación, presa del pánico, se afanaba en mandar llamadas de socorro y poner en marcha protocolos de emergencia. El capitán, inmóvil, miraba el carguero como si pudiera frenarlo con los ojos.
Algo llamó su atención, una pequeña lancha roja que saltaba por las olas y se acercaba a la aleta de estribor del buque mercante. La pilotaba un hombre alto y delgado, acompañado por una mujer vestida con un traje de neopreno que le iba demasiado grande. También ellos seguían un rumbo de colisión contra el Tasmanian Star. La única interpretación posible era que quisieran suicidarse.
—Esto es de locos —dijo Franco negando con la cabeza—. Totalmente de locos.
Pitt bajó un momento la palanca, frenando la motora, y se volvió hacia Loren.
—¡Tírate!
Ella le apretó el brazo, abandonó el asiento y saltó por la borda. Antes de que su mujer tocase el agua, Pitt empujó a fondo la palanca y la lancha se alejó a toda velocidad. Loren, que había salido a la superficie después de una dura zambullida, vio alejarse la motora y rezó por que su esposo no perdiera la vida intentando salvar a otras personas.
Pitt era consciente de que solo tenía una oportunidad de hacer que se cumpliera el milagro. Con apenas un cuarto de milla entre el carguero y el Sea Splendour no había margen de error. Apuntó hacia la popa de la nave y se preparó para el impacto.
La cubierta de popa del Tasmanian Star sobresalía del casco severo, que se ensanchaba gradualmente a partir de la línea de flotación. Fue hacia ese punto donde dirigió la lancha. Al acercarse a gran velocidad vio el soporte del eje superior del timón, situado por encima de la superficie, y ajustó el rumbo mediante una suave presión en el volante. Dentro del casco, montada en el eje, estaba la hélice del barco, capaz de devorarlos sin problemas tanto a él como a la lancha.
Con el buque cargado al máximo de su capacidad la estratagema no habría funcionado, pero la popa no estaba muy hundida, así que había alguna posibilidad. Apuntando algunos metros a la izquierda del eje, condujo la lancha a toda su potencia.
El casco rojo de la lancha motora se estrelló con violencia en el timón del buque y se empotró en el borde externo de la dirección. El ímpetu de la pequeña embarcación elevó la popa hasta dejarla casi en vertical respecto a la superficie del agua. El choque también levantó de la cabina a Pitt, que se aferró al timón mientras la lancha era lanzada hacia atrás. Después la motora se estampó de nuevo en el timón, esta vez desde arriba, con lo que destrozó el eje y dobló un poco la placa superior.
La lancha roja, cuyo casco había quedado hecho pedazos, resbaló del timón, y su motor intraborda se caló con un borboteo. Después el carguero la barrió hacia un lado con su tumultuosa estela y se alejó.
Pitt se tocó la espinilla, cortada por el parabrisas, pero por lo demás no se encontró ninguna herida. Poco después llegó Loren, que subió a bordo mientras la lancha se hundía lentamente.
—¿Estás bien? —preguntó—. ¡Vaya choque!
—Sí, perfectamente. —Pitt se quitó la camiseta y la usó para vendarse la pierna ensangrentada—. Lo que no sé es si ha servido de algo.
Vio que la imponente silueta del mercante se acercaba al crucero. Al principio no se advirtió ningún cambio de rumbo, pero a partir de un momento, imperceptiblemente, la proa del Tasmanian Star empezó a girar hacia babor.
Después de que Pitt machacase el timón y lo doblase veinte grados, el piloto automático del barco había intentado corregir el rumbo, pero el segundo impacto de la lancha se le había adelantado, destrozando el eje y empotrando el timón en la carcasa. Los controles automatizados del puente no habían logrado anular de ningún modo los destrozos. Pitt había modificado el rumbo del carguero. ¿Bastaría con eso?
A bordo del Sea Splendour, el capitán Franco detectó el cambio.
—¡Está girando! —Enfocó la vista en la separación de los dos barcos, cada vez más estrecha—. Está girando.
Centímetro a centímetro, decímetro a decímetro, metro a metro, la proa del carguero empezó a virar hacia la costa. A bordo del Sea Splendour se rezaba con mirada esperanzada por que el buque pasara sin tocarlos. Sin embargo, la distancia entre los dos navíos era demasiado escasa. No se podría evitar el contacto.
Al son de una sirena, tanto la tripulación como los pasajeros se prepararon para el impacto. El Tasmanian Star se acercaba deprisa, como si estuviera empeñado en chocar con la aleta de estribor del crucero, pero en el último momento su alta proa evitó el golpe y pasó justo al lado del codaste del buque de pasajeros. La proa del barco mercante se deslizó seis o siete metros antes del primer chirrido metálico.
El carguero tembló al raspar un saliente de la popa lanzada del Sea Splendour. El enorme buque avanzaba sin freno, bajo una lluvia de virutas de acero. De pronto se apartó y se fue hacia la costa. Fue tan repentino como el propio impacto. Ahora el carguero, que mantenía sus buenos doce nudos, si no más, llevaba encajado sobre su bodega de proa un pedazo de seis metros de la cubierta de popa del Sea Splendour.
El impacto había escorado el crucero hacia babor, pero se fue enderezando lentamente. El capitán no daba crédito a lo sucedido. Los partes radiofónicos enviados al puente solo mencionaban daños estructurales de escasa importancia. Ni una sola mención a los heridos. Habían mandado despejar de pasajeros la popa lanzada. El desastre se había evitado por un margen ínfimo.
Al comprender que su barco había sobrevivido y que no había que lamentar la pérdida de ninguna vida humana, el capitán pasó sin transición del alivio a la ira.
—Dispónganse a bajar la lancha de oficiales —le dijo a un marinero—. Cuando haya inspeccionado los daños iré a pegarle un puñetazo a ese payaso. En cuanto baje a tierra me lo cargo.
Se había abstenido de seguir observando al Tasmanian Star, por suponer que tarde o temprano frenaría y viraría hacia el puerto comercial de Valparaíso, pero el carguero no cambió de rumbo, sino que siguió navegando hacia una playa de arena fina.
En el momento en que el Tasmanian Star tocó fondo a pocos metros del rompiente, en la arena sesteaba una pareja de canadienses maduros que habían regado la comida con demasiado chardonnay del país. Un crujido gutural como el de un molinillo de café gigante llenó el aire cuando el casco raspó el fondo. La proa cortó sin dificultades la arena blanda, hasta que empezó a perder impulso. El barco escarbó la playa, arrasando un pequeño puesto de helados cuyo dueño tuvo la prudencia de huir.
El barco fantasma se paró con un chirrido, para pasmo de los testigos. La única señal de vida en el navío averiado eran los gemidos de los motores y el movimiento de la hélice, que seguía girando.
Al oír el ruido y darse cuenta de que pasaba una sombra sobre él, el canadiense dormido tocó a su mujer sin abrir los ojos.
—¿Qué ha sido eso, cariño?
Ella abrió un ojo soñoliento y se incorporó. A tres metros de donde estaban se erguía la pared gigantesca del casco del carguero. No los había aplastado por muy poco.
—Harold… —Parpadeó y volvió a mirar—. Creo que ha llegado nuestro barco.