El carguero no modificó su velocidad ni su rumbo. Su ancho casco de acero chocó contra la motora y la anegó en la estela de su proa, no sin antes seccionar el cabo del ancla. Lo curioso fue que, después de rebotar por el casco del barco, la pequeña lancha salió a la superficie y se quedó cabeceando en la estela del buque sin haber sufrido más que algunos daños en la banda de babor.
Bajo la superficie, Loren se encontró aferrada a su marido, en un desesperado viaje hacia el fondo del mar. Aturdida por la inmersión en agua fría, estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico al sentir que Pitt se la llevaba sin aire a las profundidades. Después notó que su marido le introducía el regulador en la boca, al mismo tiempo que cogía uno de sus brazos y lo pasaba por dentro del arnés del compensador de flotabilidad. A pesar del frío Loren empezó a serenarse y colaboró en el proceso moviendo las piernas y acordándose de destaparse las orejas a partir de una profundidad determinada.
La luz temblorosa del agua de la superficie se oscureció por el paso del casco negro. Loren levantó la vista con la sensación de que con solo alzar el brazo podría tocar las planchas con percebes incrustados, que se deslizaban a muy pocos metros.
Aunque hubieran esquivado el casco, Pitt siguió agitando sus aletas con frenesí para sumergirse a una mayor profundidad y, aun sintiendo sus pulmones a punto de explotar, redobló sus esfuerzos hasta que alcanzaron el fondo marino. Entonces vio una masa de coral del tamaño de un autobús y llevó a Loren por su lado curvo. En el momento en que las rodillas de ambos tocaron el lecho duro, Pitt se aferró a un nudo de coral.
Loren se dio cuenta de que su marido no había respirado ni una sola vez durante todo el descenso, así que le puso rápidamente el regulador en los labios y escrutó sus gafas, con el pulso acelerado y los ojos muy abiertos. Pitt le guiñó un ojo con mirada serena, como si burlar la muerte fuera su pan de cada día.
Tras varias bocanadas más que bienvenidas, devolvió el regulador a Loren y miró hacia arriba. El casco seguía deslizándose sobre sus cabezas. Su principal temor, la hélice de bronce que removía el agua, se acercaba brillante. Rodeó a Loren con sus brazos y se aferró a la formación coralina con los guantes mientras la popa pasaba sobre ellos. Incluso a diez metros, Pitt sintió la succión de aquellas enormes palas que cortaban el agua. Quedaron envueltos en un torbellino de arena. Finalmente el barco pasó, dejando tras de sí una cortina de sedimentos. Entonces Pitt soltó el coral y nadó hacia la superficie, con Loren enroscada a su cuerpo. En cuanto sus cabezas emergieron bajo el sol, aspiraron ansiosos el aire fresco y cálido.
—Por un momento —balbuceó Loren— he pensado que me matarías tú antes de que pudiera hacerlo el barco.
—Me ha parecido que lo más prudente era bajar.
Pitt vio alejarse la popa del carguero y tomó nota de su nombre: Tasmanian Star.
Loren miró hacia el otro lado y se mantuvo a flote mientras escrutaba el mar.
—Primero ha embestido a un velero —dijo buscando supervivientes con la vista—, una pareja mayor, diría yo, y me he dado cuenta de que éramos los siguientes en su camino.
—Nos ha salvado tu rapidez de reflejos, aunque lo que es en morse podrías mejorar un poco.
También Pitt observó el agua, pero ni él ni Loren vieron ningún tipo de resto.
—Podemos denunciarlo a la policía cuando desembarquemos —dijo ella—. Así pillarán a la tripulación en Valparaíso.
Al volverse hacia la costa, Pitt se llevó la sorpresa de ver su motora roja balanceándose a poca distancia. Llevaba suelta una parte del casco de babor, pero seguía a flote. Nadó hacia ella, subió a pulso y ayudó a su mujer.
—No está ni la ropa ni la comida —constató ella tiritando, mientras el sol empezaba a secar su cuerpo.
—Mi langosta tampoco —dijo Pitt.
Se quitó las bombonas y el traje de submarinismo. Después se acercó a la consola de la lancha y, como aún estaba puesta la llave de contacto, intentó ponerla en marcha. El motor se caló varias veces, pero al final arrancó, ya que en el compartimento de a bordo casi no había entrado agua durante la inmersión. Empujó la palanca con la vista en el carguero fugitivo.
El Tasmanian Star no había cambiado de rumbo, ni tampoco de velocidad, al parecer. El puerto de Valparaíso, con su cuenca curvada hacia el oeste, quedaba a una o dos millas. Las instalaciones comerciales se situaban en el extremo oeste, mientras que el carguero navegaba hacia el este. Pitt se puso tenso al seguir su trayectoria. Empujó a fondo la palanca.
Con la sentina y la cabina de mando llenas de agua, la lancha tuvo dificultades al acelerar, pero las fue venciendo poco a poco.
Renunciando a achicar el agua con un simple cojín, Loren se acercó a su marido y le llamó la atención la intensidad de sus profundos ojos verdes.
—¿Por qué no vamos hacia la costa?
Pitt señaló el carguero.
—Mira lo que tiene delante.
Loren enfocó la vista más allá del barco. El gran crucero blanco seguía anclado en el puerto, en posición rigurosamente perpendicular a la del carguero que se aproximaba a él. Si el Tasmanian Star no cambiaba de rumbo se empotraría de lleno en el Sea Splendour.
—Dirk, en ese barco habrá unas mil personas.
—Si el Tasmanian Star no lo pilota nadie más que un timonel corto de vista, podría haber cientos de muertos.
Loren se aferró al hombro de su marido para no caerse al paso de una ola. La motora rota se bamboleó hasta recuperar la estabilidad. Gracias a que la bomba de sentina pudo con el agua acumulada, la embarcación logró elevarse a la vez que aceleraba. Todos los daños estaban por encima de la línea de flotación, y por eso Pitt no tuvo ningún problema en controlar la lancha, que ya iba a más de veinte nudos, recortando distancias por segundos.
—¿Podemos avisar al crucero? —gritó Loren con todas sus fuerzas para hacerse oír por encima del ruido del motor, al que Pitt exigía el máximo de su capacidad.
Pitt negó con la cabeza.
—No tenemos radio. Además, está anclado. Es imposible que se muevan a tiempo.
—Al menos podríamos avisar a los pasajeros.
Pitt se limitó a hacer un gesto de aquiescencia. Con tan poco tiempo era mucho pedir.
Sopesó sus escasas opciones mientras se acercaban a la popa del carguero. Una alerta por radio era imposible, puesto que no había ningún barco cerca. Lo primero que se le ocurrió fue intentar subir a bordo del buque en movimiento, pero lo descartó al aproximarse. No había ningún acceso fácil y, aunque encontrase la manera de subir, difícilmente alcanzaría el puente a tiempo. El crucero, blanco y reluciente, estaba a media milla escasa.
Pulsó el botón de la bocina de aire de la lancha mientras adelantaban el barco por el flanco de babor hasta dejarlo atrás. Loren saltó y saludó con las manos desde el castillo de proa, pero no hubo respuesta. El Tasmanian Star no redujo su velocidad ni modificó su rumbo, sino que mantuvo impertérrito el que le llevaba a la catástrofe. Pitt lanzó una mirada al puente, pero no vio ninguna silueta detrás de las ventanas. Tenía todo el aspecto de un barco fantasma sin control.
Buscó urgentemente ayuda en las inmediaciones, pero no la encontró. Junto al puerto comercial, situado al sudoeste, a aproximadamente una milla, se apiñaban unas cuantas embarcaciones, pero ninguna otra presencia ocupaba las aguas hasta la curva de la costa; ninguna salvo la de la enorme masa del Sea Splendour, con el ancla echada.
La cubierta superior se había llenado de pasajeros que señalaban el buque que se acercaba a ellos y agitaban las manos. Seguro que el vigía había informado de la proximidad de un barco, y que el capitán estaba llamando por radio como un poseso al Tasmanian Star, pero el carguero iba por libre y su única respuesta fue el silencio.
Pitt observó desde la lancha la eslora del carguero. Su altura en popa superaba lo normal.
Con su rostro enjuto y curtido, Pitt era la viva imagen de la determinación, como si en los momentos de crisis se le disparase el pensamiento, procesando todas las facetas de una situación antes de seguir con calma y paso a paso un plan. Con tan pocas opciones en la balanza, su reacción fue muy rápida.
Un brusco giro del volante les hizo pasar frente a la proa del carguero. Prolongó la maniobra hasta colocarse en el flanco de estribor.
—Loren, ponte mi traje de neopreno.
—¿Qué vamos a hacer?
—Intentar desviar este mamut.
—¿Con esta motora tan pequeña? Imposible.
Pitt escrutó el barco de forma resolutiva.
—No si le damos en el sitio justo.