—¿Qué, te mojas conmigo?
Loren Smith-Pitt miró fijamente a su marido. Parecía que solo hubieran pasado unos segundos desde que se había levantado del asiento del piloto para echar el ancla por la borda de su motora de alquiler, pero ya estaba en el espejo de popa con su traje de submarinista y sus bombonas, impaciente por explorar las profundidades. Loren se admiró de que el mar fuera como un imán para aquel hombre, un imán que le atraía con una fuerza invisible.
—No, me parece que me quedo aquí, disfrutando del sol y de este cielo chileno tan despejado —dijo—. Teniendo en cuenta que el lunes ya se reanudan las sesiones del Congreso me irá bien respirar aire fresco y saludable.
—Pues no sé yo si para el Capitolio no serían mejores unos tapones para las orejas…
Loren se hizo la sorda ante la broma de su esposo. Congresista por Colorado, estaba encantada de huir, aunque solo fuera unos días, de los rifirrafes partidistas de Washington. Allí, en el extranjero, lejos de las presiones del trabajo y las intromisiones de los medios, se sentía más relajada. Un escueto biquini que jamás se habría puesto en su país resaltaba las formas voluptuosas pero firmes de su cuerpo, que mantenía en forma a base de yoga y sesiones diarias en la cinta de correr.
Tendida en el banco de la lancha, colgó una pierna por la borda hasta tocar el agua con la punta del pie.
—¡Uy, qué agua tan fría! No, gracias; me quedo aquí arriba, calentita y seca.
—No tardaré mucho.
Su marido se puso un regulador entre los dientes y, tras admirar un momento a su mujer, se dejó caer de espaldas al azul del Pacífico. Antes de desaparecer bajo la superficie hizo la broma de salpicarla con una de sus aletas.
Mientras Loren se secaba dedicó unos minutos a seguir con la vista las burbujas de aire de su esposo. Después contempló el horizonte. Era una tarde cristalina, en la que el azul zafiro del cielo casi se confundía con el del mar. Habían anclado la motora roja a media milla de la costa chilena, frente a una pequeña playa que recibía el nombre de Caleta Abarca.
Cerca, sobre un acantilado, se elevaban los múltiples pisos de un gran hotel de la cadena Sheraton, cuyos huéspedes rendían culto al sol en la piscina. Hacia el sur, no muy lejos, quedaba Valparaíso, el histórico y pintoresco puerto chileno que durante mucho tiempo había sido llamado por los marineros con el sobrenombre de la Joya del Pacífico. Por las lomas empinadas que rodeaban la ciudad se encaramaban antiguos edificios que a Loren le recordaban a San Francisco. Se fijó en un gran crucero blanco anclado en la bahía: era el Sea Splendour, que descargaba a su pasaje para que pudiera visitar las playas de Viña del Mar o hacer una excursión a Santiago de Chile, la capital, a unos cien kilómetros al sudeste.
Se volvió hacia el mar mientras la lancha se mecía al suave paso de una ola. Un pequeño velero amarillo, con su vela triangular al viento, pasó junto a ella y viró al norte, hacia un carguero que se estaba aproximando. Loren se apoyó en el respaldo acolchado y cerró los ojos para regodearse al calor del sol.
Veinte metros más abajo Dirk Pitt no había hecho más que acostumbrarse al frío que penetraba por la corriente de Humboldt a las aguas de la costa chilena. Respirando a un ritmo más pausado, redujo la velocidad de su descenso. Gracias a la buena visibilidad, superior a diez metros, divisó con nitidez un fondo de rocas sujetas al suelo por un espeso tapiz de algas marinas. Un aletazo perezoso le hizo deslizarse sobre un arrecife sembrado de corales, erizos de vivos colores y estrellas de mar. Un pequeño banco de jureles le observó un par de minutos y salió disparado.
Nada relajaba tanto a Pitt como el mar. A algunas personas les daba claustrofobia; en cambio a él las profundidades le despertaban una sensación liberadora, como si se le agudizasen los sentidos. Hacía décadas que lo vivía así, desde sus incursiones juveniles en las calas del sur de California, donde practicaba el buceo a pulmón y el bodysurfing. La atracción del mar podía compararse con otra, la del vuelo, ésa por la que de joven había ingresado en la academia de las fuerzas aéreas y había cursado estudios en una escuela de pilotos.
Finalmente la llamada del mar le había apartado de los aeródromos y de una prometedora carrera militar para unirse a un organismo federal de nuevo cuño, la National Underwater and Marine Agency. Creada para estudiar y proteger los mares del planeta, la NUMA era el lugar perfecto para Pitt, en la medida en que le permitía trabajar por todo el mundo tanto en la superficie como en las profundidades del mar. Después de varios años como director de Proyectos Especiales, ahora se encontraba al frente de la agencia, un cargo que no hacía más que reforzar su sentimiento de protección hacia los mares del mundo. Loren solía decir en broma que aún competía con el primer amor de Pitt, su amante el mar.
El interés de Pitt por los descubrimientos submarinos y su amor por la historia le habían llevado a descubrir decenas de barcos hundidos. En esos momentos aspiraba a mucho menos. Viendo una gran cresta de piedras afiladas que continuaba por zonas más profundas, se acercó y analizó sus grietas. Al cabo de unos minutos encontró lo que buscaba, metió un brazo entre dos rocas y sacó una langosta marrón y erizada de espinas, que superaba los dos kilos de peso. Tras contemplar unos instantes sus largas y móviles antenas, introdujo el peleón crustáceo en una bolsa de red y empezó a buscar otro.
Un suave y rítmico temblor hacía vibrar el agua, superponiéndose al ruidoso compás de la respiración regulada de Pitt.
Contuvo el aliento para oírlo mejor. El percutir metálico repetía una cadencia conocida: dos golpes cortos, dos largos y dos cortos. No era exactamente la llamada de auxilio en código Morse, compuesta por tres puntos y tres rayas, pero supuso que su intención era la misma. Lo que no pudo establecer fue su procedencia. Solo sabía que no estaba lejos. Tenía que ser Loren.
Se impulsó con los pies hacia la superficie, hacia la posición de la motora. Al ver el cabo del ancla nadó con todas sus fuerzas en esa dirección y emergió pocos metros por detrás de la lancha. Inclinada en el espejo de popa, Loren golpeaba la carcasa de la transmisión con una pesa de submarinista. Estaba tan enfrascada en sus señales que no advirtió la presencia de Pitt.
—¿Qué pasa? —exclamó este último.
Cuando Loren levantó la cabeza, Pitt vio en sus ojos un temor desesperado. Enmudecida, Loren solo pudo señalar algo detrás de su marido, que giró la cabeza… y se vio sumergido en una enorme sombra.
Era un barco, un mercante gigantesco que se echaba sobre ellos. Ya lo tenían a treinta metros. La lancha se mecía justo en la ruta de la proa del buque, ancha y alta, precedida por una siniestra montaña de agua blanca y espumosa. Pitt echó pestes contra los imbéciles del puente, que o bien eran ciegos o estaban dormidos.
Nadó sin vacilar, agitando las aletas como un desesperado hasta tocar la borda con un brazo.
—¿Pongo el motor en marcha? —La angustia era evidente en la cara de Loren—. Me daba miedo intentarlo mientras estabas en el agua.
Pitt vio que el cabo del ancla seguía en su lugar. Salía de una pequeña caja en la proa. A sus espaldas se oía el profundo retumbar de los motores del barco, cuya enorme masa seguía avanzando. Estaba demasiado cerca. Cualquier fallo al cortar el cabo del ancla, cualquier demora al arrancar el motor, acabaría con la lancha hecha pedazos, y ellos dentro.
Negó con la cabeza sin quitarse el regulador de entre los dientes e hizo señas a Loren de que se acercase.
Loren corrió hacia la borda y le tendió un brazo para ayudarle a subir.
Pitt, sin embargo, no cogió su mano, sino su cintura.
Loren se sintió arrojada por la borda sin tiempo de reaccionar. Gritó al chocar con el agua fría y empezó a patalear, mientras luchaba por seguir a flote y llenarse de aire los pulmones. La enorme montaña de acero estaba a pocos metros.
Arrastrada bruscamente como una muñeca de trapo, desapareció bajo las ondas de la superficie.