El sudor que le caía por el cuello al presidente mojaba las solapas de su camisa blanca almidonada. El mercurio se acercaba a los cuarenta grados, algo poco habitual para Connecticut en junio. La leve brisa que llegaba del estrecho de Block Island no era suficiente contra la humedad, que convertía en un sofocante invernadero el astillero fluvial. Dentro de un vastísimo espacio verde de ensamblaje que recibía el nombre de Edificio 260, el aire acondicionado libraba una inútil batalla contra el calor de la tarde.
En 1910, la Electric Boat Corporation había empezado a fabricar motores diésel para embarcaciones a orillas del río Támesis, pero al final se había centrado en la construcción de submarinos. Desde 1934, el año de la entrega del primero a la marina, los astilleros de Groton habían construido todos los buques de guerra subacuáticos de primera clase del país. Dentro del edificio verde se erguía casi completo el imponente casco del North Dakota, el último submarino de ataque rápido de clase Virginia.
El presidente gruñó al descender al suelo de cemento por el andamio de la torre de mando del North Dakota. Hombre corpulento y nada amigo de los espacios cerrados, se alegró de haber llegado al final de la visita. Al menos dentro del submarino se estaba algo más fresco. Con la economía hecha un desastre y el Congreso empantanado por enésima vez, visitar un astillero parecía lo menos prioritario de su agenda. Sin embargo, le había prometido al secretario de Marina que iría a levantarles la moral a los trabajadores. Mientras su escaso séquito pugnaba por darle alcance, disimuló su irritación mostrándose admirado ante las dimensiones del submarino.
—Toda una proeza constructiva.
—Sí, señor —dijo un hombre rubio vestido con traje a medida y que no se separaba de su lado, como si los hubieran atado juntos—, una verdadera hazaña tecnológica.
Durante sus tiempos en el Capitolio, antes de ingresar en la administración, Tom Cerny, el subjefe de gabinete, se había especializado en temas de defensa.
—Es un poco más largo que los de clase Seawolf, pero en comparación con un Trident resulta diminuto —dijo el guía, un ingeniero jefe de la Electric Boat muy campechano—. La mayoría de la gente está acostumbrada a verlos en el agua, donde solo se aprecia un tercio de su volumen.
El presidente asintió. Sobre ellos se cernían ciento quince metros de casco, sustentados en enormes pilares.
—Será una magnífica incorporación a nuestro arsenal. Les agradezco la oportunidad de verlo desde tan cerca.
En ese momento se aproximó un almirante, un tal Winters, de semblante pétreo.
—Señor presidente, estamos encantados de que haya podido ver en primicia el North Dakota, pero no es el motivo de que le hayamos pedido que venga.
El presidente se quitó un casco blanco con el sello presidencial y se lo dio al almirante para enjugarse una gota de sudor de la frente.
—Si podemos meter en el paquete un poco más de aire acondicionado y un refresco, yo encantado.
Le acompañaron por todo el edificio hasta una puertecilla vigilada por un guardia uniformado. No estaba cerrada con llave. El grupo presidencial la cruzó en fila india, mientras una cámara de vídeo captaba sus rostros uno a uno.
El almirante encendió una hilera de luces en el techo, que iluminaron una sala estrecha de unos ciento veinte metros de longitud. El presidente vio otro submarino casi terminado. En este caso, sin embargo, no se parecía a ninguna embarcación que conociera.
Era aproximadamente la mitad de grande que el North Dakota, pero con un diseño radicalmente distinto. Su casco, completamente negro y más estrecho de lo habitual, se afilaba mucho a proa. En la cubierta superior se elevaba una torre de mando baja y en forma de huevo, de apenas unos metros. Cerca de la popa había dos tanques grandes y estilizados que recordaban a la cola de un delfín. Lo más insólito, con todo, eran dos estabilizadores retráctiles en forma de alas triangulares que se proyectaban desde los flancos. Cada uno llevaba debajo cuatro grandes tubos.
Al presidente aquel diseño le recordó una mantarraya gigante que había visto mientras pescaba en Baja California.
—Pero ¿se puede saber qué es esto? —preguntó—. No tenía constancia de que estuviéramos construyendo nada más aparte de los clase Virginia.
—Es el Flecha de los mares, señor —dijo el almirante—, un prototipo creado en el marco de un programa secreto de I+D con la finalidad de poner a prueba las tecnologías más avanzadas.
Cerny se volvió hacia el almirante.
—¿Por qué no se ha informado del programa al presidente? Me gustaría saber cómo se ha financiado.
La mirada que clavó en él el almirante tenía la misma calidez que la de un pitbull famélico.
—El Flecha de los mares se ha construido con fondos de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados en Defensa, la DARPA, y la Oficina de Investigación Naval. Y en estos momentos se está dando a conocer su existencia al presidente.
Sin hacerles caso, el presidente se empezó a pasear por todo el submarino, observando los extraños apéndices del casco. Examinó un círculo concéntrico de pequeños tubos que salía de la proa. Después fue a popa y reparó en que el submarino no tenía hélices. Dirigió una mirada interrogante a Winters.
—Bueno, almirante, ya ha despertado mi curiosidad. Hábleme del Flecha de los mares.
—Eso, señor presidente, lo dejaré en manos de Joe Eberson, que es quien dirige el proyecto. Ya le conoce. Es el director de Tecnología de Plataformas Marítimas de la DARPA.
Un hombre con barba y ojos inquisitivos se abrió paso hasta la primera fila. Hablaba con ponderación y cierto acento de Tennessee.
—Señor, el Flecha de los mares se ha construido, o se está construyendo, como un salto multigeneracional en la tecnología submarina. Estamos puenteando el proceso de desarrollo tradicional mediante la integración directa en la construcción de una serie de tecnologías punta y teorías avanzadas. Empezamos con un número planificado de características técnicas que se encontraban en un estadio puramente conceptual. Gracias al intenso esfuerzo de un gran número de equipos técnicos independientes de todo el país, tengo el placer de informarle de que nos hallamos muy cerca de presentar el submarino de ataque más avanzado de la historia.
El presidente asintió.
—Bueno, explíqueme qué son todos estos apéndices tan raros. Parecen algún tipo de animal volador del Jurásico.
—Empezaremos por la popa. Se habrá dado cuenta de que no tiene hélice. —Eberson señaló los tanques redondeados—. Para eso están aquellos dos cilindros exteriores. El Flecha de los mares se impulsará mediante un sistema de propulsión sin árbol. Como acaba de ver, el North Dakota usa un reactor nuclear para alimentar una turbina de vapor tradicional, que a su vez hace girar una hélice montada en el eje. En el Flecha de los mares hemos pasado a un sistema exterior que se alimentará directamente del reactor. Cada uno de estos tanques acampanados contendrá un motor magnético permanente de gran potencia que alimentará un sistema de propulsión a chorro por bombeo. —Eberson sonrió—. Aparte de reducir drásticamente el ruido, el diseño libera una enorme cantidad de espacio interno, lo que nos ha permitido reducir las dimensiones totales de la nave.
—Y esos motores magnéticos permanentes ¿qué son?
—Una evolución, por no decir revolución, del motor eléctrico, que ha sido posible gracias a los últimos avances en ciencia de los materiales. Se sintetiza una mezcla de elementos minerales raros para crear imanes de una potencia extraordinaria con los que, acto seguido, se envuelven motores de corriente directa y alto rendimiento. Hemos dedicado muchas horas de investigación a perfeccionar esos motores, y estamos convencidos de que revolucionarán los sistemas de alimentación de nuestros futuros barcos de guerra.
Al asomarse al deflector de uno de los tanques, el presidente vio que se filtraba luz desde lo alto.
—Parece vacío.
—Es que aún no hemos recibido ni instalado los motores. El primero tiene que llegar la semana que viene del laboratorio de investigación naval de Chesapeake, en Maryland.
—¿Y están seguros de que funcionarán?
—Aún no hemos probado motores de este tamaño, pero nuestras pruebas de laboratorio nos llevan a creer que rendirán según las previsiones.
El presidente se agachó para pasar por debajo de uno de los estabilizadores alargados y miró hacia arriba, hacia un par de tubos que sobresalían de la torre de mando a proa y popa.
Eberson le siguió sin interrumpir sus explicaciones.
—Las extensiones en forma de ala son estabilizadores retráctiles para operaciones de gran velocidad. Se meten automáticamente en el casco cuando la velocidad baja de los diez nudos. El contenedor en forma de tubo es un portatorpedos con capacidad para cuatro proyectiles. Se pueden recargar rápidamente al meter en el casco el estabilizador.
Eberson señaló los dos objetos cilíndricos que tenía encima.
—Esto son cañones submarinos Gatling, parecidos a los que se usan en los barcos para disparar proyectiles de uranio empobrecido como último recurso contra los misiles. Los nuestros están diseñados para disparar bajo el agua mediante aire comprimido como protección de emergencia antimisiles. Lógicamente, contamos con que la mayoría de los torpedos enemigos ni siquiera llegarán a acercarse a nosotros.
Siguió al presidente, que se aproximaba al casco.
—Verá que la torre de mando está diseñada para permitir grandes velocidades.
—No parece que haya mucho sitio para el periscopio.
—Es que el Flecha de los mares no tiene periscopio, al menos en el sentido tradicional —dijo Eberson—. Utiliza una cámara de vídeo de tipo ROV conectada a un cable de fibra óptica que se puede extender desde los doscientos cuarenta metros de profundidad para que la tripulación tenga una imagen de alta definición de lo que sucede en la superficie.
El presidente siguió caminando hacia donde se afinaba la proa. Levantó una mano para acariciar uno de los pequeños tubos que sobresalían como finas lanzas.
—¿Y esto?
—Es la pieza decisiva que hará que encaje todo —dijo Eberson—. Se trata de una mejora secundaria que esperamos poder implementar, basada en un descubrimiento tecnológico de una de las empresas que colaboran con nosotros en California…
El almirante Winters le interrumpió.
—Señor presidente, ¿qué le parece una visita rápida del interior? Después le tenemos preparada una breve presentación que debería responder a todas sus preguntas.
—De acuerdo, almirante, aunque aún estoy esperando mi refresco.
El almirante arrastró al grupo a un breve paseo por el interior, cuyo diseño de líneas puras y modernas contrastaba mucho con el North Dakota, al igual que los sistemas automatizados. El comandante jefe observó en silencio el puesto de control de última tecnología, el pequeño número de acogedores camarotes y la curiosa colección de sillones acolchados y dotados de un arnés completo de seguridad distribuidos por la nave.
Después de la visita llevaron al presidente a una sala de reuniones protegida, donde finalmente le sirvieron una bebida refrescante. La actitud del presidente, tan jovial de costumbre, se había endurecido, y de ello se hacía eco Cerny, su asistente.
—Bueno, señores —tronó el presidente—, ¿qué pasa exactamente aquí? Yo veo mucho más que una simple plataforma de prueba para nuevas tecnologías. Lo que veo es una embarcación en estado de navegar y que está a punto de entrar en servicio.
—Señor —dijo el almirante con un carraspeo—, lo que ofrece el Flecha de los mares es un cambio completo de escenario. Ya sabe que últimamente han aumentado los peligros a los que se expone nuestra fuerza naval. Los iraníes han comprado a los rusos toda una serie de nuevas tecnologías submarinas, y trabajan a un ritmo febril para aumentar su flota de submarinos de clase Kilo. Gracias a los ingresos del petróleo, los propios rusos han incrementado de manera drástica su construcción naval con la finalidad de sustituir su envejecida flota. También están los chinos, claro: aunque insistan en decir que su expansión militar posee finalidades estrictamente defensivas, a nadie se le escapa que han aumentado su flota a gran velocidad. Según nuestras fuentes, cualquier día de éstos pasará a ser operativo su submarino nuclear de tipo 097. Todo ello se traduce en un mayor peligro tanto en el Pacífico como en el Atlántico y el golfo Pérsico.
El almirante miró al presidente a los ojos, con una sonrisa triste.
—De este lado tenemos una flota que no deja de disminuir a medida que se disparan los gastos de cada nueva embarcación. Teniendo en cuenta que cada submarino de la clase Virginia cuesta más de dos mil millones de dólares, todos sabemos que con un presupuesto en perpetuas restricciones el número de los que pueden construirse es reducido.
—La deuda nacional sigue descontrolada —dijo el presidente—, así que el ejército tendrá que tomar la misma medicina que el resto del país.
—Justamente, señor, y eso nos lleva al Flecha de los mares. Eliminando el largo ciclo de investigación-producción, y apoyándonos en algunas economías de escala del programa Virginia, hemos podido construirlo por una pequeña parte de lo que cuesta el North Dakota. Como ve, se ha ensamblado con la máxima discreción. Hemos aunado intencionadamente su construcción con la del Dakota para distraer y no levantar sospechas en las entregas de componentes. Esperamos botarlo en secreto para hacer algunas pruebas en el mar cuando se encargue públicamente el North Dakota.
El presidente frunció el ceño.
—De momento han disimulado de maravilla.
—Gracias, señor. Como le ha comentado el doctor Eberson, lo que tiene usted delante es el submarino técnicamente más avanzado de la historia. La propulsión sin árbol, los lanzatorpedos exteriores, el sistema de eliminación de torpedos enemigos… Todos son aspectos de última tecnología, pero hay otro elemento en el diseño que es el que marca la gran diferencia.
Eberson ya había puesto un disco en un proyector.
En una pantalla blanca apareció un vídeo de la popa abierta de un pequeño barco que se balanceaba en un lago de montaña. Dos hombres levantaban de la cubierta un artilugio de intenso color amarillo, en forma de torpedo, y lo depositaban en un lado. Por sus apéndices en forma de ala, el presidente vio que era una maqueta del Flecha de los mares operada por control remoto.
—Es un modelo a escala —dijo Eberson—, construido siguiendo exactamente la misma configuración y usando el mismo tipo de sistema propulsor.
Justo cuando lanzaban la maqueta al agua, la toma pasaba a una cámara de a bordo. Una fila de indicadores numéricos superpuestos al pie de la pantalla indicaba la velocidad, la profundidad, el paso, el cabeceo y la guiñada del modelo.
Tras alcanzar un poco de profundidad, este último empezó a acelerar por las plácidas aguas verdes. A medida que el pequeño submarino incrementaba su velocidad, los sedimentos del lago iban formando remolinos. De repente la pantalla se llenó de burbujitas que enturbiaron la imagen. La maqueta seguía acelerando sin que se despejase la toma. El presidente se quedó boquiabierto al ver que el indicador de velocidad alcanzaba las tres cifras. Finalmente la maqueta frenó y volvió a la superficie, donde la recogieron justo antes del final del vídeo.
Hubo un momento de silencio, roto por la voz baja del presidente.
—¿Debo entender que esta maqueta alcanzó una velocidad de ciento cincuenta millas por hora debajo del agua?
—No, señor —contestó Eberson sonriendo—. La velocidad que alcanzó fue de ciento cincuenta nudos, que en millas serían unas ciento setenta y dos.
—Eso es imposible. Siempre me han dicho que las tecnologías de propulsión naval no pueden superar los setenta o los ochenta nudos. El propio North Dakota solo llega a los treinta y cinco.
—¿Los rusos no habían inventado una especie de torpedo que podía ir a cien nudos? —preguntó Cerny.
—Sí, tienen el Shkval —dijo Eberson—, que es un torpedo muy rápido impulsado por cohetes. El Flecha de los mares se basa en un principio parecido. Más que la propulsión, lo que le permite ir a estas velocidades es la supercavitación.
—Perdone mi falta de conocimientos técnicos —le interrumpió el presidente—, pero ¿la supercavitación no tiene algo que ver con las perturbaciones del agua?
—Sí. En el caso que nos ocupa se trata de crear una burbuja de agua alrededor del objeto que se desplaza bajo el agua. Esta burbuja elimina la resistencia del agua y abre la vía a velocidades mucho mayores. Los tubos de la proa del Flecha de los mares formarán parte del sistema de supercavitación que esperamos poder desplegar. Confiamos mucho en que la combinación de este fenómeno con los motores magnéticos de gran potencia permita alcanzar velocidades de este orden, sin las limitaciones de alcance que sufren los rusos con sus torpedos de cohetes.
—No le digo que no —intervino Cerny—, pero entre un torpedo y un submarino de sesenta metros hay bastante diferencia.
—Las diferencias atañen más que nada al tema del control en velocidades muy altas —dijo Eberson—. Las alas jurásicas del Flecha de los mares, como las ha descrito el señor presidente, ayudarán a proporcionar estabilidad. Por lo que respecta al sistema de supercavitación en sí, incidirá de forma más directa en el control manipulando el tamaño y la forma de la burbuja de gas. En naves de estas dimensiones no se ha verificado aún la teoría, pero el proveedor del sistema confía en su aptitud. De hecho, la semana que viene haré el seguimiento de la última prueba de la maqueta, que será en el mar.
El presidente se sentó y se acarició la barbilla hasta lanzar una mirada cómplice al almirante.
—Almirante, si el submarino funciona como dicen, ¿qué querría decir, exactamente?
—El Flecha de los mares nos pondrá veinte años por delante de nuestro adversario más cercano. Supondrá neutralizar a todos los efectos los esfuerzos de China, Rusia e Irán. Tendremos a nuestra disposición un arma prácticamente invulnerable. Solo con unos cuantos Flecha de los mares podremos defender cualquier punto del planeta casi sin antelación. Lo que significa de verdad, señor, es que no tendremos que preocuparnos por la seguridad marítima durante lo que nos quede de vida.
El presidente asintió con la cabeza. Fue como si el calor y la humedad se hubieran disipado de golpe. Por primera vez en todo el día, sonrió.