Desierto de Mojave, California
Junio de 2014
Llegó a la conclusión de que era un mito, un cuento chino. Había oído muchas veces que las temperaturas abrasadoras del desierto se volvían gélidas de noche, pero ahora podía afirmar que en aquella época, en pleno desierto del sur de California, no era así. El sudor empapaba su fino jersey negro en las axilas y se acumulaba por toda la zona lumbar. La temperatura persistía en no bajar de los treinta y dos grados, como mínimo. Una mirada a su reloj con luz le permitió comprobar que eran las dos de la madrugada.
En realidad no podía decirse que le agobiase el calor. Nacido en Centroamérica, había pasado toda la vida en las selvas de la región, participando en más de una guerrilla. Pero el desierto era algo nuevo para él y no se esperaba aquel calor nocturno.
Miró hacia el fondo del secarral, donde un grupo de farolas encendidas señalaba la entrada a un gran complejo minero a cielo abierto que se extendía por las colinas.
—No debería faltar mucho para que Eduardo llegue a la caseta de los vigilantes —le dijo a un hombre con barba tendido boca abajo en una hondonada de arena.
Iban vestidos de modo similar, con ropa negra, botas militares y una gorra de punto muy calada. Su compañero, cuyo rostro brillaba de sudor, bebió de una botella de agua.
—Ojalá se dé prisa. Por aquí hay serpientes de cascabel.
El otro sonrió en la oscuridad.
—Es de lo que menos tenemos que preocuparnos, Juan.
Un minuto después, dos emisiones de estática hicieron crepitar la radio de su cinturón.
—Es él. Vamos.
Se levantaron y se pusieron unas mochilas ligeras. Toda la ladera de enfrente estaba salpicada por las luces de los edificios de la mina, cuyo resplandor bañaba el árido desierto. Caminaron un poco hasta la valla metálica que rodeaba el complejo. El más alto de los dos se puso de rodillas y buscó un cortaalambres en su mochila.
—No creo que haga falta cortar nada, Pablo —susurró su compañero.
Señaló un arroyo seco al lado de la valla. En medio del lecho la tierra arenosa estaba blanda, así que no le costó mucho apartarla con el pie. Con la ayuda de Pablo empezó a escarbar hasta hacer un pequeño agujero debajo de la valla. Pasaron las mochilas y se deslizaron al otro lado.
Un ruido sordo hacía vibrar el aire, la algarabía mecánica de una mina a cielo abierto que no descansaba ni un momento. Dejando a la derecha la caseta de los vigilantes, ascendieron por una suave cuesta que llevaba a la mina propiamente dicha. En diez minutos llegaron a un grupo de viejos edificios unidos entre sí por grandes cintas transportadoras. Al fondo había una excavadora que apilaba mena en una de las cintas, por la que la transportaban a un contenedor elevado.
Continuaron subiendo hacia otro grupo de edificios de la misma ladera. Como el pozo se interponía en su camino, tuvieron que atravesar la zona de operaciones, donde se trituraba y molía la mena. La rodearon corriendo, protegidos por la oscuridad. Después cruzaron la parte trasera de un gran edificio con funciones de depósito, y al llegar a un claro entre las edificaciones apretaron el paso y dejaron a su izquierda un búnker medio enterrado. De pronto se abrió una puerta en medio del edificio que tenían delante. Se separaron; mientras Juan se echaba a un lado y se parapetaba en el búnker, Pablo corrió hacia un lado de la construcción.
No pudo llegar.
De pronto se encendió una luz amarilla que le deslumbró.
—Como no te quedes quieto te arrepentirás del próximo paso —dijo una voz ronca.
Pablo se detuvo a mitad de una zancada; fue una parada exagerada, durante la que aprovechó para sacar con habilidad de su cadera izquierda una minipistola automática que ocultó en la palma de su mano, cubierta por un guante.
El rollizo vigilante se acercó despacio, manteniendo la linterna enfocada en sus ojos. Vio que el intruso era un hombre corpulento y bien proporcionado, de más de metro ochenta. Su tez morena, tersa y flexible, contrastaba con unos ojos negros que ardían con malévola fiereza. Una franja de piel más clara, recuerdo de una antigua reyerta a cuchilladas, cruzaba su barbilla y su mandíbula izquierda.
Al guardia no le hizo falta mirar más para saber que no había entrado por casualidad, así que se detuvo a una distancia prudencial con una Magnum del 357 en la mano.
—Bueno, venga, pon las manos en la cabeza y dime dónde está tu amigo.
El traqueteo de una cinta silenció los pasos de Juan, que salió corriendo de detrás del búnker y le clavó un cuchillo en los riñones al vigilante. Tras una mirada de sorpresa, el guardia se quedó muy rígido, a la vez que se le disparaba la pistola. La bala silbó muy por encima de la cabeza de Pablo. Después, el vigilante cayó al suelo en una nube de polvo.
Pablo levantó la pistola en previsión de que acudiesen otros vigilantes, pero no vino nadie. El estruendo de las cintas y el martilleo de la trituradora habían hecho que el disparo pasara desapercibido. Una rápida llamada por radio a Eduardo confirmó que no había actividad en la entrada principal. Nadie más había detectado su presencia en las instalaciones.
Juan limpió su cuchillo en la camisa del muerto.
—¿Cómo nos ha visto?
Pablo echó un vistazo al búnker. Hasta entonces no se había percatado de que en la puerta había un letrero rojo y blanco donde ponía:
PELIGRO: MATERIALES EXPLOSIVOS.
—En este búnker hay explosivos. Deben de tenerlo vigilado.
Echó pestes contra su mala suerte. El búnker de los explosivos no salía en su mapa. Toda la operación estaba en jaque.
—¿Lo volamos? —preguntó Juan.
Les habían ordenado inutilizar el complejo, pero haciendo que pareciera un accidente, cosa que de repente era mucho pedir. Podían emplear los explosivos del búnker en su provecho, pero estaban demasiado lejos de su verdadero objetivo.
—No, déjalo.
—¿Y el vigilante? ¿Se queda donde está? —preguntó Juan.
Pablo negó con la cabeza, desabrochó el cinto del muerto y le quitó los zapatos. Acto seguido registró sus bolsillos, de los que sacó una cartera y medio paquete de cigarrillos. Lo guardó todo en la mochila, incluida la Magnum del 357. Un charco de sangre se ensanchaba en torno a sus pies. Le echó un poco de arena. Después cogió uno de los brazos del vigilante, mientras Juan levantaba el otro, y arrastraron el cadáver en la oscuridad.
En treinta metros llegaron a una cinta elevada sobre la que corrían trozos de mena del tamaño de melones. Juntando sus fuerzas, arrojaron el cadáver a la cinta, y Pablo vio que se alejaba hasta quedar depositado en un gran contenedor metálico.
El mineral, un fluorocarbono llamado bastnasita, ya había pasado por la primera fase de troceo y criba. El cadáver del vigilante se sometió a otra fase de pulverización que reducía la mena a trozos del tamaño de pelotas de béisbol. La tercera molienda repetía el proceso, desmenuzando las piedras hasta convertirlas en una grava fina. Si alguien hubiera examinado el grueso polvo marrón que se acumulaba al final de la cinta, le habría llamado la atención un tinte rojo peculiar, señal de los despojos del vigilante.
Aunque el triturado y el molido constituyesen fases importantes del funcionamiento de la mina, no eran tan decisivos como el otro complejo, el del final de la cuesta. Pablo vio a lo lejos las luces de varios edificios donde se filtraba la mena triturada para separarla en varios componentes. Al no advertir vehículos en movimiento, salió deprisa en compañía de Juan.
Tuvieron que bordear el lado este del pozo y esconderse en una tubería al paso de un volquete. Poco después, Eduardo les avisó de que otro vigilante hacía su ronda en una camioneta. Estuvieron casi veinte minutos sin moverse, agazapados detrás de una montaña de escoria, hasta que la camioneta regresó a la entrada principal.
Tras acercarse a los dos edificios más grandes del complejo superior, giraron a la derecha, hacia un pequeño cobertizo ubicado frente a un enorme tanque de propano. Juan cogió el cortaalambres y practicó una abertura en la tela metálica que protegía el tanque. Pablo la cruzó, rodeó el tanque y, al llegar a la válvula de llenado, se puso de rodillas, sacó de su mochila una pequeña carga de explosivos plásticos, conectó un detonador y colocó los explosivos debajo de la válvula. Finalmente programó el temporizador digital en veinte minutos, lo accionó y salió corriendo por el agujero.
Pocos metros más allá empezó a desperdigar los zapatos, la pistola y la funda del vigilante. También tiró al suelo la cartera con el dinero dentro y el paquete arrugado de cigarrillos. Aunque no pareciera muy probable, quizá una investigación superficial responsabilizase al guarda de haber incendiado sin querer un tanque defectuoso y de haber desaparecido en la explosión.
Los dos hombres se acercaron rápidamente al siguiente edificio, una gran estructura metálica que contenía decenas de cubas mecanizadas llenas de soluciones de filtrado. Las cubas las vigilaba un pequeño grupo de operarios en turno de noche.
En vez de entrar, se dirigieron a una cerca con agentes químicos almacenados contra una pared. En menos de un minuto Pablo adhirió otra carga con temporizador a un palé de bidones donde ponía:
ÁCIDO SULFÚRICO
y huyó en la oscuridad.
Cien metros más allá había otro edificio de extracción. Se dirigieron allí, sin ninguna prisa, mientras seguía la cuenta atrás de los temporizadores. Pablo encontró detrás del edificio la válvula de un conducto principal de aguas. Con la vista en su reloj, esperó el momento previo a las detonaciones para girarla y cortarle el suministro al edificio.
Pocos segundos después, el tanque de propano se incendió con una explosión que reverberó por las montañas. Un resplandor de un azul intenso inundó el paisaje y convirtió la noche en día. La parte superior del tanque salió disparada como un cohete Atlas y silbó por los aires hasta que se estrelló en la mina a cielo abierto como una bola de fuego. Una lluvia de metralla acribilló los edificios, los coches y la maquinaria en un radio de cien metros alrededor del tanque.
Aún no habían dejado de caer escombros cuando la segunda detonación lanzó al primer complejo de extracción una montaña de barriles llenos de ácido sulfúrico. Los operarios salieron corriendo entre gritos, mientras los proyectiles destrozaban las cubas de filtrado de la mena, haciendo que se desprendiese una horrible mezcla de sustancias químicas tóxicas. En medio del humo se abrían puertas y salía gente.
Cerca del segundo edificio, en una zanja, Juan y Pablo esquivaban los escombros, atentos a una puerta. Al oír las explosiones, unos cuantos operarios asomaron la cabeza por curiosidad y, al ver humo y llamas en las instalaciones de extracción, llamaron a sus compañeros y salieron corriendo hacia el otro edificio para ver si podían ser de ayuda. Pablo contó a las personas que salían. Al llegar a seis, se levantó y fue hacia la puerta.
—Tú quédate aquí y cúbreme.
Justo cuando iba a coger el tirador lo giraron desde el otro lado. Era una mujer con bata de laboratorio, cuya brusca irrupción le hizo apartarse de un salto. Concentrada en la humareda, la mujer siguió a sus compañeros sin haber reparado en su presencia.
Pablo entró en una sala muy iluminada, llena de tanques de extracción. Giró a la izquierda y fue al extremo del edificio, en cuya pared se sucedían grandes cubas de almacenamiento. Tras examinar sus etiquetas se acercó a una de las más grandes. QUEROSENO. Arrancó una manguera de su base y abrió la pieza de latón que servía de válvula. Un líquido corrió como un torrente por el suelo y llenó la sala de olor a gas.
Cogió varias batas de un perchero y corrió por todo el edificio, embutiéndolas en los desagües. El líquido, muy fluido, tardó poco en extenderse hasta encharcar casi todo el suelo de cemento. El incendiario volvió a la puerta y se sacó un mechero del bolsillo. Cuando el queroseno empezó a correr entre sus pies, se agachó, le prendió fuego y se alejó del edificio a toda velocidad.
Poco volátil y con un punto de inflamación elevado, el queroseno no explotó, sino que se incendió, lo que creó un río de llamas. La activación de detectores de humo en todo el edificio puso en marcha los aspersores empotrados en el techo, pero solo durante un segundo, hasta agotar el suministro de agua. A partir de entonces el fuego corrió a sus anchas.
Pablo huyó sin volverse hacia el barranco donde le esperaba su compañero.
Juan levantó la mirada y movió la cabeza.
—Eduardo dice que ya viene el centinela de la entrada principal.
En el recinto todo eran alarmas y sirenas, pero nadie se había fijado aún en la columna de humo que expulsaba el techo de la construcción anexa. Eran las tres de la madrugada, y en las instalaciones no había nadie en situación de hacer frente a varios incendios a la vez. En cuanto a los bomberos municipales, estaban a cincuenta kilómetros.
Pablo no perdió el tiempo en contemplar la incineración. Después de hacer una señal con la cabeza a su compañero, salió disparado hacia el este. Juan le dio alcance con dificultad. Cruzaron la pista de tierra que llevaba a la entrada principal justo antes de que se aproximase un vehículo. Al otro lado de la carretera, el terreno fue dejando paso a las ondulaciones abiertas del desierto. Se echaron al suelo al oír pasar el primer coche de seguridad. Poco después encontraron otra valla. El agujero que hicieron tenía el tamaño justo para que uno de los dos pasase a rastras mientras el otro levantaba la tela metálica.
En cuarenta minutos de incesante marcha, durante los que consumieron sus botellas de agua, llegaron a la carretera principal, situada a algo más de tres kilómetros. A partir de ese punto siguieron hacia el este, paralelos a la carretera. En poco tiempo encontraron una camioneta negra de cuatro puertas aparcada cerca de un conducto, pero que no se apreciaba a simple vista. Al volante, fumando un cigarrillo, estaba Eduardo, el tercero del grupo, con un polo gastado.
Pablo y Juan se quitaron las mochilas, así como las gorras y los jerséis negros, que sustituyeron por camisetas y gorras de béisbol.
—Enhorabuena —dijo Eduardo—. Parece que os ha salido bien.
Pablo se volvió por primera vez a contemplar la instalación minera. Sobre el complejo flotaban remolinos de humo iluminados por destellos de fuego anaranjado que brotaban de varios puntos. Los dispositivos antiincendios de la mina se estaban mostrando lamentablemente ineficaces. Todo indicaba que la pira aún no había alcanzado su apogeo.
Se permitió media sonrisa. Todo se había ajustado al plan, salvo la aparición del vigilante. Pronto las dos instalaciones principales de extracción, que constituían el núcleo del recinto, quedarían reducidas a ruinas chamuscadas, y al no poder procesar mena todo el complejo quedaría paralizado entre uno y dos años. Con algo de suerte, quizá lo atribuyeran a un infausto accidente.
Siguiendo su mirada, Juan observó la hoguera con satisfacción.
—Parece que esta noche hemos incendiado todo el estado.
Los ojos de Pablo se fijaron en Juan, con un reflejo de llamas en la lejanía.
—No, amigo mío —dijo con una sonrisa pérfida—, lo que hemos incendiado es el mundo entero.