Océano Índico, octubre de 1943
El mar inquieto reflejaba el brillo de la media luna como una pincelada de mercurio en llamas. Al teniente Alberto Conti las olas iridiscentes le recordaron una acuarela de Monet en una sala oscura. El resplandor lunar, devuelto al cielo por la espuma plateada, iluminaba un banco de nubes muy al norte. Eran los flecos de una tormenta que regaba las fértiles costas de Sudáfrica a unas cincuenta millas.
Con la cabeza baja para protegerse de las ráfagas de llovizna, se volvió hacia el marinero que montaba guardia en la torre de mando del submarino italiano Barbarigo.
—Qué noche más romántica, ¿verdad, Catalano?
El joven puso cara de extrañeza.
—Hace una temperatura muy agradable, si se refiere a eso, señor.
Pese a estar tan cansado como el resto de la tripulación, seguía rígido en presencia de los oficiales: devoción juvenil, pensó Conti, que tarde o temprano desaparecería.
—No, la luz de la luna —dijo—. Seguro que esta noche también luce sobre Nápoles y hace brillar los adoquines. De hecho, no me sorprendería que ahora mismo algún guapo oficial de la Wehrmacht estuviera paseando con tu novia por la Piazza del Plebiscito.
El joven marino escupió a un lado y fijó su mirada llena de ira en el oficial.
—Mi Lisetta saltaría del puente de Gaiola antes de tener algo que ver con un cerdo alemán. Estoy tranquilo. En mi ausencia siempre lleva una porra en el bolso, y sabe usarla.
—Si armásemos a todas nuestras mujeres, puede que ni los alemanes ni los aliados se atrevieran a poner el pie en nuestro país —respondió Conti con una fuerte risa.
A Catalano, que llevaba varias semanas en el mar, y varios meses lejos de su tierra, no le hizo demasiada gracia el comentario. Tras escrutar el horizonte, asintió con la cabeza en dirección a la proa oscura del submarino que surcaba las olas.
—Señor, ¿por qué nos han relegado a misiones de transporte para los alemanes en vez de asaltar barcos de carga, que es para lo que fue construido el Barbarigo?
—Siento decirlo, pero ahora mismo somos todos marionetas del Führer —respondió Conti moviendo la cabeza. Ignoraba, como la mayoría de sus compatriotas, que en Roma se estaba maniobrando para que en cuestión de días Mussolini fuera expulsado del poder y se anunciara un armisticio con los aliados—. Y pensar que en 1939 teníamos una flota de submarinos mayor que la de los alemanes… Ahora nuestras órdenes las recibimos de la Kriegsmarine —añadió—. A veces el mundo no es fácil de explicar.
—Pues a mí no me parece bien.
Conti recorrió con su mirada la enorme cubierta del submarino.
—Supongo que el Barbarigo es demasiado grande y lento para formar parte de los convoyes armados más recientes. Por eso ahora somos un simple carguero. Al menos podemos decir que antes de su conversión el Barbarigo tenía una gran hoja de servicios de la que jactarse.
Botado en 1938, el Barbarigo había hundido media docena de buques aliados en el Atlántico al comienzo de la guerra. Con más de mil toneladas de capacidad, superaba con creces el tamaño de los temidos submarinos tipo VII de la jauría alemana, pero el aumento de barcos alemanes hundidos había inspirado al almirante Dönitz para reconvertir algunos de los sommergibili italianos más grandes en cargueros. Así, tras verlo despojado de los torpedos, el cañón de proa e incluso una de las letrinas, el Barbarigo había sido enviado a Singapur con un cargamento de mercurio, acero y cañones de 20 milímetros para los aliados japoneses.
—A nuestro cargamento de regreso se le da una importancia decisiva para el resultado de la guerra, así que alguien tendrá que transportarlo, digo yo —señaló Conti.
Sin embargo, el teniente, en su fuero interno, estaba indignado con aquella misión. Como todos los tripulantes de submarino, tenía una veta cazadora, el ansia de acechar al enemigo; un enemigo que ahora supondría su muerte en caso de un encuentro, ya que, carente de armas y con sus escasos doce nudos de velocidad, el submarino tenía más de blanco fácil que de temido agresor.
Mientras una ola de corona blanca rompía en la proa, miró su reloj de pulsera con luz incorporada.
—Falta menos de una hora para que salga el sol.
En respuesta a la tácita orden, Catalano cogió los prismáticos y examinó el horizonte en busca de embarcaciones. El teniente hizo lo propio, y desde la torre de mando sometió el cielo y las aguas a una mirada circular mientras pensaba en Casoria, la pequeña localidad situada al norte de Nápoles donde le esperaban su mujer y su hijo pequeño. Detrás de su modesta granja había un viñedo. De pronto sintió gran añoranza por las lánguidas tardes de verano en que corría por las verdes viñas, siguiendo a su pequeño.
Fue cuando lo oyó.
Además del zumbido de los dos motores diésel, había detectado algo distinto, una especie de silbido. Tenso y rígido, no perdió ni un segundo en fijar su posición.
—¡Cierra la escotilla! —gritó mientras bajaba por la escalera interna.
Poco después se disparó la alarma de inmersión, lo que hizo que toda la tripulación acudiera rauda a sus puestos. En la sala de máquinas, la acción de un gran embrague interrumpió el movimiento de los motores diésel y delegó el impulso en una serie de motores de baterías eléctricas. La cubierta de proa empezó a encharcarse, así que Catalano cerró herméticamente la escotilla de la torre de mando y bajó a la sala de control.
En circunstancias normales, una tripulación bien instruida podía sumergir un submarino en menos de un minuto, pero el italiano, cargado al máximo de su capacidad y en modo de transporte, no podía hacer nada con celeridad. Finalmente, casi dos minutos después de que Conti detectara la proximidad del avión, se hundió con angustiosa lentitud.
Catalano llegó a la sala de control por la escalerilla, que resonó al compás de sus botas, y se apresuró a ocupar su puesto de emergencia para las maniobras de inmersión. El cambio a propulsión por baterías había hecho enmudecer el traqueteo de los motores diésel, y había dado paso a un silencio que apenas rompían los susurros de la tripulación. El capitán del Barbarigo, De Julio, un hombre de cara redonda, se frotó los ojos soñolientos mientras preguntaba a Conti si los habían visto.
—No sé qué decirle. No he llegado a ver el avión, pero la luna brilla, y el mar está relativamente en calma. Estoy seguro de que somos visibles.
—Pronto lo sabremos.
El capitán fue hacia el timón y consultó el indicador de profundidad.
—Veinte metros, y después todo a estribor.
El primer timonel del submarino asintió, repitiendo la orden, y cogió con más fuerza un gran timón de acero sin apartar la vista de los indicadores. Todos esperaban su destino en el silencio de la sala de control.
A trescientos metros sobre ellos, un pesado hidroavión británico, el PBY Catalina, soltó dos cargas de profundidad que giraron como dos peonzas hacia el mar. El avión de la RAF aún no estaba equipado con radar. Fue el artillero de la cola quien se percató de la blanca estela que dejaba el Barbarigo al surcar la ondulada superficie y, emocionado por el descubrimiento, pegó la nariz a la ventana acrílica y abrió mucho los ojos para ver zambullirse los dos explosivos en el mar. Unos segundos después brotaron dos pequeños géiseres.
—Un poco tarde, me parece —dijo el copiloto.
—Sí, es lo que sospechaba.
El piloto, un londinense alto y de bigote recortado, imprimió un brusco viraje al Catalina con la misma emoción que si sirviera el té.
Soltar cargas contra un submarino que ya no se veía era como una lotería, aunque siguiera percibiéndose su estela. Había que atacar deprisa. Las cargas se activaban a una profundidad preestablecida de poco más de siete metros. Con algo de tiempo, el submarino no tendría problemas en hundirse más allá de su alcance.
El piloto se dispuso a repetir la maniobra, guiándose por la boya que habían arrojado antes del ataque inicial. Los restos difuminados de la estela le permitieron calcular la trayectoria invisible del submarino. Dirigió el Catalina hacia un punto situado justo detrás de la boya.
—Maniobra de aproximación —le dijo al artillero—. Si ves el blanco, dispara.
El artillero, uno de los ocho miembros de la tripulación, centró la mira en el submarino, accionó una palanca e hizo desprenderse otras dos cargas de profundidad ubicadas bajo las alas del Catalina.
—Cargas de profundidad lanzadas. Esta vez diría que iban centradas, teniente.
—Bueno, pues lo repetiremos una vez más, por si las moscas, y después intentaremos avisar a algún barco que esté por aquí cerca —contestó el piloto, que ya había empezado a ladear bruscamente el hidroavión.
La doble explosión sacudió en lo más profundo los mamparos del Barbarigo; pero, a pesar del parpadeo de las luces y de los crujidos del casco, no se abrió ninguna vía de agua. Por un momento pareció que las secuelas no irían más allá del estallido atronador que había resonado en los tímpanos de la tripulación como si fueran las campanas de la basílica de San Pedro. De pronto, a la explosión se le añadió un sonido metálico que reverberó desde la proa, y al que sucedió un agudo chirrido.
El capitán sintió que el submarino se escoraba un poco.
—¡Quiero un informe detallado de los daños! —gritó—. ¿A qué profundidad estamos?
—A doce metros, señor —dijo el piloto.
La sala de control, donde no se oía ni una voz, fue impregnándose de una cacofonía de silbidos y chasquidos, mientras el submarino continuaba su inmersión. Sin embargo, lo que les puso los pelos de punta fue lo que no oyeron: el zambullido y la detonación de dos cargas de profundidad que estallaron junto a la embarcación.
El Catalina había errado el rumbo en su última pasada: el piloto había optado por el norte, mientras que el Barbarigo viraba hacia el sur. Dos explosiones finales en sordina sacudieron débilmente el submarino, ya fuera del alcance de los explosivos. La tripulación suspiró aliviada al darse cuenta de que, de momento, estaba a salvo. Quedaba un solo motivo de inquietud: la posibilidad de que los aliados alertasen a alguno de sus buques e insistieran en el ataque.
Una exclamación del timonel cortó en seco el alivio general.
—¡Capitán, parece que perdemos velocidad!
De Julio se acercó al asiento del piloto y examinó una hilera de indicadores.
—Los motores eléctricos funcionan a pleno rendimiento —dijo el joven marinero con la frente fruncida—, pero según mis datos el árbol de transmisión no gira.
—Que venga Sala a informarme de inmediato.
—Sí, señor.
Un marinero apostado junto al periscopio salió en busca del jefe de los mecánicos del Barbarigo, que apareció en el corredor sin darle tiempo a avanzar más de dos pasos.
Eduardo Sala, el mecánico jefe del submarino, se movía como un bulldozer. Robusto, se acercó al comandante con paso directo y categórico, y clavó en él sus severos ojos negros.
—Ah, Sala, estás aquí —dijo De Julio—. ¿Cuál es nuestro estado operativo?
—Sin daños en el casco, señor. Lo que hay son muchas filtraciones en el cierre de la escotilla principal, pero estamos intentando contenerlas. Puedo darle el parte de heridos: Parma, el mecánico, se ha roto la muñeca durante el ataque, por culpa de una caída.
—Muy bien, pero ¿y la propulsión? ¿Han quedado inutilizados los motores eléctricos?
—No, señor. He desconectado los principales.
—¿Estás loco, Sala? ¿Nos atacan y tú desconectas los motores?
Sala le miró con desprecio.
—Ahora son irrelevantes —murmuró.
—Pero ¿qué dices? —preguntó De Julio, extrañado por las evasivas del mecánico.
—Es la hélice —dijo Sala—. Una carga de profundidad ha torcido o desviado alguna pala, y se ha soltado al entrar en contacto con el casco.
—¿El qué, la pala? —dudó De Julio.
—No… Toda la hélice.
Sus palabras flotaron en el aire como un toque de difuntos. Sin su única hélice, el Barbarigo sería como un corcho zarandeado por el mar. De repente su base, el puerto de Burdeos, parecía tan alejado como la luna.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó el capitán.
El hosco mecánico movió la cabeza.
—Nada, rezar —dijo en voz baja—. Rezar para que el mar tenga piedad.