Doce años después de la fecha en que termina este relato ha estallado lo que, de ahora en adelante se llamará para la Historia, «La Primavera de Praga». El año 1968 ha visto, en efecto, reventar el corsé de fuerzas retrógradas que retenía a nuestro Partido y a nuestra sociedad a abrirse a las corrientes purificadoras del XX Congreso de desestalinización.
Doce largos años para enfrentarse a un pasado odioso, para que las rehabilitaciones —la mía incluida— sean finalmente pronunciadas como es debido, negando el crimen con esplendor. Doce años para que se pueda escribir, decir, que en nuestro país el socialismo está hecho para el ser humano, que tiene rostro de ser humano; para que checos y eslovacos unidos como los dedos de una mano, puedan conjuntamente, paralelamente, creer en él; resurgiendo la fe en un destino común que remueva las montañas.
Más tarde, el mismo día que llegué a Praga con mi mujer, a fin de entregar mi manuscrito a la editorial de la Unión de Escritores Checoslovacos, tuve que vivir la invasión de mi país por seiscientos mil hombres y seis mil tanques de los ejércitos del Pacto de Varsovia. Hacía cinco horas que estaba en Praga cuando comenzó la invasión. Aparecía pues, otro capítulo de mi vida, peor tal vez desde el punto de vista moral que los que yo ya había conocido: la primera agresión en la historia del movimiento obrero contra un país socialista, por países socialistas. Contra un país socialista, culpable de haber querido restaurar la confianza de sus gentes en el socialismo.
Así pues, me ha sido concedido ser testigo de la actitud admirable de mí pueblo, testigo de su elevada conciencia cívica, de su extraordinario sentido político, de su valor.
He visto, en la mañana del veintiuno de agosto, aquel grupo de un centenar de jóvenes muchachas y muchachos, pararse delante del Ministerio del Interior, cercado por los paracaidistas soviéticos y sus tanques. Les he oído gritar: «¡Viva Pavel! ¡Estamos con vosotros!» Pensé que no habíamos vivido en vano. Pensé… Pero ellos lo han dicho más alto que yo, desplegando nuestra bandera manchada con la sangre del primer muerto de aquella mañana, cantando, frente a los soldados soviéticos emocionados, la vieja canción revolucionaria:
¡Aquí está, aquí está, miradle!
Enarbola, y orgullosamente Mande,
el estandarte con sus largos pliegues ondeando.
Osad, osad desafiarle.
Nuestra invencible bandera roja,
roja de la sangre de los obreros.
¡Roja de la sangre de los obreros.
Decían a los soldados: «¿Por qué estáis aquí, hermanos? ¡Os han engañado! ¡Somos nosotros, nuestro pueblo entero! ¡Nosotros somos la revolución!» Hablaban de la vida, del socialismo y de la libertad. El sentido de todo lo que yo he tratado de hacer, de todo lo que he soñado; de todo lo que nosotros hemos intentado, acometido. De todo lo que, finalmente, se realizaba en nuestro país.
En este septiembre agonizante, yo ya sé que mi país ha alcanzado una gran victoria. Si hubiese cedido; si hubiese dejado a los ocupantes llenar las prisiones; si hubiese permitido que el menor de sus hijos cayese en un proceso, aceptando que volviese de nuevo el quebrantamiento, aunque no hubiese sido más que para uno de los que los soviéticos pedían la cabeza; cuáles no habrían sido las consecuencias, no solamente en Checoslovaquia, sino en los países invasores. ¡Cuántos inocentes habrían pagado la nueva represión…!
Aun cuando, incluso la esperanza que nació en nosotros en enero de 1968, no hubiese producido más que la rehabilitación de la palabra socialismo y ese nuevo respeto de los valores humanos que ella implica, los pueblos checo y eslovaco habrían ya hecho un buen trabajo para todo el movimiento obrero. Pero esta esperanza, por muy amenazada que esté, no es ya tan frágil; se ha esparcido ya tanto que ninguna fuerza, por brutal que sea, podrá destruirla, a menos que hagan reinar la paz de los cementerios.
El pueblo de Jean Huss ha rehabilitado su divisa: «LA VERDAD vencerá», uniéndola para siempre a La Internacional.
París, 30 de septiembre de 1968