Mientras tanto, mi cuñada y su marido siguen ocupándose de mi familia en París. Mi mujer vive ahora en un piso anexo al hotel del Partido.
De acuerdo con la decisión en vigor de no tocar el conjunto del proceso, la comisión busca la forma de extraer mi caso. ¡Hay que encontrar el medio de quitar un pilar de la construcción sin provocar su hundimiento! Se hacen muchas ilusiones, pues tarde o temprano el edificio, desequilibrado, se hundirá a pesar de todos los puntales que le pongan para tratar de consolidarlo. Siempre franco conmigo, Ineman me confía que ciertos miembros de la Oficina Política –sin nombrarlos– se oponen a la revisión de mi caso. Como me dijo un día mi amigo Oskar Vales hablando del equipo dirigente del Partido: «¡No nos perdonan sus errores!» Intentan, echándonos la culpa, encontrar circunstancias atenuantes para ellos: «No hay humo sin fuego. Naturalmente, no han cometido todos los delitos que les achacan, pero…"; e incluso quieren endosarnos la responsabilidad de su actitud en este período: «¡Se han buscado su propia ruina! ¡Nos han inducido al error de declararnos culpables y han creado dificultades al Partido!».
Un día, respondo a los miembros de la comisión que emplean esos argumentos: «¡Es el colmo! ¡Las víctimas son ahora los que tienen la culpa!» Les recuerdo la rehabilitación pública en la URSS de los «Blusas Bancas», el castigo de los culpables… incluido Beria. ¡Y una de las víctimas, Vinogradov, acaba de recibir la Orden de Lenin! ¿No hubiera sido mejor enviarle otra vez a la cárcel?
Tratan también de romper el frente unido de las víctimas –y algunos camaradas han mordido por un momento el anzuelo– halagando a los unos y vituperando a los otros, según la resistencia más o menos larga que opusieron a sus verdugos. Intentan incluso, introducir esta noción en la opinión pública para desacreditarnos.
A los que han ayudado a prefabricar los procesos y a los que han votado con las dos manos las resoluciones que exigían el castigo supremo para los traidores, ¿no se les cae la cara de vergüenza? Argumentan hoy doctamente sobre las «confesiones», a los postres, antes de paladear el café, declarando estúpidamente: «A mí no habrían podido jamás obligarme a firmarlas…».
¿Y a los que hablan después de todo lo que ha pasado –a pesar de que conocían todos los pormenores– y hacen de este drama un suceso sin importancia, olvidando que hace algún tiempo tomaban por oro puro las declaraciones del Partido, o se callaban hipócritamente…?
¿Por qué no nos hacen un segundo proceso por falso testimonio, para castigarnos por haber sucumbido bajo el peso intolerable de los métodos más ilegales e inhumanos de la Seguridad, de las mentiras, estafas y chantajes realizados en nombre del Partido?
Y, para coronar esta ignominia, ¿por qué no condecorar a los promotores de los procesos y a los verdugos…?[60]
Antes de empezar a revisar mi caso –me dice la Comisión– hay que barrer primero el terreno partiendo de casos menos importantes que el mío, juzgados ”a puerta cerrada» o en procesos secundarios, sin publicidad, pero cuyos argumentos de inculpación se entrelazan con los del mío: voluntarios veteranos de las Brigadas, funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, etc. Y una vez terminada esta tarea preliminar, podrán ocuparse verdaderamente de mi asunto. Hay que andarse con pies de plomo –sigue diciendo la Comisión– pues el menor tropiezo puede ser explotado por los que se oponen a las rehabilitaciones en la Oficina Política. La comisión no nos oculta que no tiene poder de decisión y que su trabajo no rebasa los dictados impuestos por las decisiones de los órganos superiores del Partido. Mi mujer, viendo que la solución de mi caso puede prolongarse todavía mucho tiempo, presenta sin decírmelo –para evitarme la desilusión en el caso de que la rechazasen– una demanda de libertad condicional para que pueda seguir un tratamiento apropiado en el sanatorio. Mi sorpresa y mi alegría no tienen límites cuando, el veinte de julio, me encuentro inesperadamente en la secretaría de la prisión de Pankrac, delante de Lise y de dos camaradas de la Comisión que han venido para asistir a mi puesta en libertad.
Ahora estoy instalado en el sanatorio de Pies. Nadie debe conocer mi residencia actual, excepto mi mujer y mis primos Urban, que son los únicos que pueden venir a visitarme. Estoy en cierto modo, en régimen de vigilancia.[61]
Después de cuatro años y medio de un terrible encarcelamiento, me encuentro por fin en libertad, restringida, sin duda, ¡pero cuan preciosa para mí! ¡Fácilmente soportable! ¡Extraordinaria! La única sombra en mi inesperado bienestar es el recuerdo que me obsesiona (y me obsesionará durante mucho tiempo) de mis camaradas, tan inocentes como yo, que están todavía en la cárcel. Lise me dice que muchos de ellos han sido evacuados de Léopoldov para trasladarlos a las minas de uranio de Jachimov o de Pribram. Trato de convencerme de que su situación en un campo de trabajo será menos penosa que la vida infecta de Léopoldov, sobre todo para los que estaban incomunicados. Pero esta idea no me consuela mucho. ¡No les olvido ni un solo momento!
Mi mujer llega una tarde del mes de agosto muy emocionada: «¡Adivina a quién he encontrado en el autobús! ¡A la viuda de Margolius. Nunca podré olvidar lo que me ha dicho». Al subir al autobús, mi mujer había sentido la mirada insistente de una mujer joven rubia, que ocultaba la mitad de su rostro con unas gafas negras. Lise la miró a su vez, y después de dudar un momento se levantaron y se abrazaron efusivamente. «¿Londonova? ¿Tú aquí? ¡Creía que estabas en Francia!» Mi mujer le explico entonces las circunstancias de su regreso algunos días antes. A pesar de que sabía que estaba prohibido hablar de mi caso, la puso al corriente de dónde estaba y de la «contra investigación» de la Comisión Especial del Comité Central para preparar mi rehabilitación. Heda Margolius se alegró mucho de que, por lo menos para nosotros, el desenlace» fuese feliz. Lise la animó para que presentase al Comité Central una demanda de rehabilitación de su marido. Heda dijo: «Eso no le resucitará. Pero lo haré, por su hijo…» Después se contaron mutuamente sus venturas durante los últimos años. «Cuando detuvieron a tu marido –le explicó Heda– Rudolf lo sintió muchísimo. Os apreciaba mucho y sentía una gran simpatía por vosotros dos. ¡Cuántas veces me ha contado las circunstancias de vuestro encuentro en París, cuando él acompañó a su Ministro Gregor en 1948! Te quería mucho, sabes, y nos hemos preguntado muchas veces qué habría sido de ti cuando te quedaste sola con la carga de tus tres hijos y de tus padres. ¡No sospechaba siquiera que un año más tarde, el once de enero de 1952, le detendrían también a él!».
Después de la detención de su marido, Heda Margolius perdió su empleo de dibujante y redactora en la editorial donde trabajaba. Después la colocaron en una casa de seguros como mecanógrafa de cartas individuales. Estaba muy mal pagada. Trató de encontrar otro trabajo utilizando su nombre de soltera. Pero en cuánto se enteraban de su verdadera identidad la echaban a la calle.
Durante el proceso, estuvo gravemente enferma en el hospital Boulovka de Praga. Al día siguiente de la declaración de su marido ante el tribunal, el doctor responsable del servicio en el que estaba hospitalizada le anunció, excusándose, que había recibido la orden de darle de alta aquel mismo día, aunque no estaba curada ni mucho menos y no habían terminado de ponerle la serie de inyecciones previstas, para su tratamiento. Afortunadamente, una enfermera indignada ante esta manera de proceder, se ofreció para ponerle en su casa las inyecciones todos los días.
El tres de diciembre de 1952 dos hombres de la Seguridad fueron a decirle, por la tarde, que podía ir a la prisión de Pankrac para despedir a su marido. Ella estaba acostada con bastante fiebre. El golpe fue terrible. Iban a ejecutar a Rudolf y era la última vez que podía verle. No había dudado nunca de su inocencia y apenas si le quedaban unas horas de vida. «Me vestí con coquetería, me peiné lo mejor posible y me pinté para disimular mi palidez y mi mala cara.
Quería que se llevase de mí la imagen más grata posible. Quería que supiese que no estaba sólo en su última hora y que yo estaba a su lado con toda mi confianza y todo mi amor…».
Se encontraron, separados por un grueso cristal enrejado en el locutorio de Pankrac. En la penumbra que reinaba, difícilmente podía distinguir su fisonomía. Se esforzó para hablar jovialmente de sus familiares y de su hijo. Le había traído su última fotografía y se la mostró a través del enrejado. Pero él no la veía bien. Rogó al guardián que se la pasase, pero este se negó rotundamente. Le reiteró su confianza y le dijo que estaba segura de que nunca había cometido actos criminales. Le recordó su vida común, su felicidad… Él le pidió más detalles sobre su hijo. Antes de que se marchase le dijo: «Cuando sea más mayor y pueda comprender le dirás, de mi parte, que lea Los hombres con la conciencia limpia”. Era su último mensaje para su hijo. ¡Qué drama terrible!, encontrarse así, impotente, delante del ser querido que va a la muerte «con la conciencia limpia…».
Durante un año, Heda había intentado en vano obtener el certificado oficial del fallecimiento de su marido. Comenzó a creer que estaba vivo, que todo aquello no había sido más que una comedia macabra con unos fines políticos que ella no podía comprender. Se imaginaba que los once condenados a muerte estaban internados en algún sitio esperando que se olvidase el asunto y que un día vería de nuevo a Rudolf. El tres de diciembre de 1953, un año después de su ejecución, recibió la partida de defunción…
Luego, vivió miserablemente con su hijo, hasta que un día encontró a un hombre y éste para casarse con ella, sacrificó su carrera de profesor y empezó a trabajar en una fábrica porque «al ofrecerme su amor y su ayuda para educar al hijo de Margolius, se condenaba él mismo». Entonces comenzó de nuevo a vivir, aunque nunca podría borrar las huellas de su tragedia. Cuando llegó a este punto de su relato, se volvió hacia un viajero que se había apartado discretamente y se lo presentó: «Mi marido, el profesor Kovaly».
¡Margolius! Tuve siempre excelentes relaciones con él, desde que nos conocimos en París. Era joven, brillante, muy inteligente y profundamente honrado. Su mujer y él fueron deportados durante la guerra a los campos de Hitler. Margolius y su mujer, cuando volvieron del campo en 1945, pidieron su ingreso en el Partido Comunista Checoslovaco.
Margolius, ¡un hombre con la conciencia muy limpia! .
El personal médico me depara una buena acogida en el sanatorio. Las religiosas que trabajan aquí como enfermeras son muy serviciales. Cierran los ojos cuando Lise, pasa por un agujero del muro y se introduce en el sanatorio los días que no están autorizadas las visitas; hacen lo mismo cuando yo «salto el muro» para reunirme con mi mujer en la habitación que ha alquilado en una casa solitaria a la orilla del bosque.
La Comisión, que me visita regularmente, me pide que escriba un informe de mis actividades en el Partido y todo lo que se refiere a mi detención, mi encarcelamiento y mi condena. Al mismo tiempo me aconseja que no me meta con el proceso propiamente dicho, pues en ese caso mi informe no sería aceptado.[62] En seis semanas, hasta finales de septiembre, dicto en francés a mi mujer más de trescientas páginas. Por la noche Lise vuelve a Praga con el trabajo de la jornada y se lo dicta a Renée, que lo traduce directamente al checo, para ir remitiendo las partes del informe conforme las escribo. Gracias a esto he podido conservar una copia que, completada por el mensaje secreto de Ruzyn, me ha procurado el material para escribir este libro.
Varios meses antes del XX Congreso, termino el informe y lo entrego a la comisión. A pesar de las advertencias, no me he limitado a mi experiencia personal y he tratado (evitando ciertos tabúes) de hacer la autopsia de los métodos criminales urdidos por los hombres de Ruzyn bajo la dirección de sus «verdaderos jefes».
He hablado de las Brigadas Internacionales, de la actividad real de todos mis compañeros, de su participación en la Resistencia Francesa. En esta parte del informe, los párrafos que les consagro son mucho más largos que los que se refieren a mi propia actividad.
Cuando describo mi estancia en Kolodéje y en Ruzyn, explico lo que fue mi existencia y la de mis camaradas en aquellos tiempos. A través de mi propio caso, pongo al descubierto el mecanismo del proceso y, a través de mi inocencia, saco a la luz del día la de todos mis compañeros de acusación.
Más tarde sabré por Ineman, que mi informe ha ayudado considerablemente a comprender y reconstruir la elaboración del proceso.
Recuerdo que una noche tuve un momento de vacilación y de temor antes de que mi mujer remitiese la parte del informe en la que denuncio el papel de los consejeros soviéticos. Ella había sabido, en efecto, por Vera Hromadkova que un antiguo funcionario de la Seguridad –cuyo nombre no recuerdo– trasladado de Léopoldov a Pankrac para el examen de su caso, había escrito a la Dirección del Partido que entre los condenados del grupo de Abakoumov y Rioumine, figuraban Likhatchev y Makarov, dos consejeros soviéticos que habían participado activamente en la preparación y en la realización de los procesos. Poco tiempo después del envío de su carta le condujeron de nuevo a Léopoldov y suspendieron el examen de su caso.
¿Debo remitir esta parte del informe tal como está? ¡Mi conclusión es que hay que decir la verdad, pase lo que pase! Los verdaderos instigadores de todas las detenciones, de todos los procesos, deben ser denunciados; de otro modo sería imposible comprender la verdadera trama de este asunto.
Termino el informe con estas palabras:
He tratado de explicar, lo más claramente posible, lo que me parece esencial para la comprensión de mi caso y, a través de él, el conjunto de métodos ilegales y terroristas utilizados por la Seguridad para obligar a un honrado militante del Partido a declararse culpable de crímenes que no ha cometido.
Es muy difícil contar y explicar todos los complejos aspectos de mi calvario de una manera comprensible para los que no han pasado por un trance parecido. Lo mismo que fue difícil, cuando regresamos de los campos en 1945, conseguir que comprendiesen la vida de concentración los que no tenían la menor idea de lo que había sido la deportación en Alemania.
"He dado muchos detalles que pueden parecer a primera vista insignificantes. Lo he hecho para que los camaradas que me lean comprendan mejor la técnica de las torturas físicas, y sobre todo morales, que he tenido que soportar, e imaginen cuál habría sido su comportamiento de haberse encontrado en una situación parecida… ¡durante años!.
Tal vez haya olvidado, con el paso del tiempo, ciertos detalles que podrían tener su importancia y que quizá recuerde más tarde. Pero creo que he dicho todo lo esencial.
A los camaradas que dicen: “Deberías haber resistido”, les recuerdo que estaba en manos del Partido, acusado, juzgado, condenado por él… ¿Cómo luchar si el enemigo que tienes delante es el Partido y los consejeros soviéticos, y sabes que cualquier forma de lucha se considerará como una lucha contra el Partido y contra la Unión Soviética?.
Ha sido más tarde, después de mi condena, cuando he tenido los elementos suficientes (gracias, primero, a mi mujer, que me informó durante su primera visita del caso de las «Blusas Blancas"; y luego, a que tuve la ocasión de leer los comunicados soviéticos con respecto a Beria, Rioumine y Abakoumov), para comprender el drama que vivía y quienes eran los enemigos que habían urdido toda esta macabra comedia, escondiéndose bajo el manto del Partido.
Cuando me enteré de que el Partido Comunista de la URSS, había denunciado la campaña antisemita organizada alrededor del proceso de las “Blusas Blancas”, comprendí la fuente del antisemitismo y las tácticas de las que he sido testigo y víctima en Ruzyn.
Al conocer la condena de Beria y de sus cómplices, la denuncia de los métodos ilegales y terroristas utilizados por los servicios de la Seguridad soviética contra honrados militantes del Partido, he comprendido que yo había sido, como tantos otros, una víctima de Beria y de sus esbirros en Checoslovaquia.
La Unión Soviética acaba de dar un notable ejemplo de valor político y cívico denunciando, ante la opinión pública mundial, las infamias cometidas en nombre del comunismo por los enemigos camuflados en el seno del Partido Comunista de la URSS, y reparando el mal que estos habían hecho.
Al comprender todo esto, he recobrado de nuevo mi confianza en el Partido y en la URSS. Sabía que la verdad estaba en marcha y que pronto habría de estallar.
Espero que esta exposición ayude al Partido a aclarar todos los problemas.
Algunos meses después de haber escrito y transmitido estas últimas páginas, el discurso pronunciado por Khrouchtchev en febrero de 1956, en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, confirmó el contenido de mi informe.
En aquellos momentos yo creía entrever en el XX Congreso, el torrente purificador que arrastraría todas las inmundicias. No pensaba que las fuerzas burocráticas y retrógradas del movimiento comunista, fuertes todavía, lo fueran tanto como para levantar un dique capaz de contener el caudal. No pensaba que en mi país, centenares de condenados sufrirían todavía durante años, e incluso morirían en prisión, aun conociéndose su inocencia.
En octubre, la Comisión me comunica que la Oficina Política tomará próximamente una decisión para resolver el problema que plantea mi caso. Pero las semanas van pasando –estamos ya en diciembre– y la tan esperada solución no llega. Me entero de la liberación de Pavel y de Vales. También que las rehabilitaciones de Dufek, Goldstücker y Kavan van por buen camino, y que ahora se proponen examinar el caso de Vavro Hajdu. Estas noticias me causan gran satisfacción y confirman que la revisión de mi causa ha implicado forzosamente la de algunos otros detenidos.
Cada vez que recibo la visita de los miembros de la Comisión, aprovecho la oportunidad para hablarles en favor de Hromadko, Svoboda, Holdos, Erwin Polak, Vavro Hajdu y otros… En lo que se refiere a Hromadko dicen que según los informes, ha tenido mala conducta en la cárcel. Les explico las condiciones de vida de Léopoldov y les cito los nombres de los responsables. Su silencio es una aprobación. Añado: «¡Ustedes conocen el carácter de Hromadko y lo que grita! ¡Y no querrán que después de haber sido condenado a pesar de su inocencia a doce años de prisión, sometido a las condiciones degradantes de Léopoldov y conociendo las dificultades que sufrían su mujer y sus hijos, hiciese todavía elogios de la Dirección del Partido!».
Ineman reconoce que todo lo que digo es verdad, pero que hay personas que se apresurarán a utilizar estos hechos para impedir que se arregle su caso.
A finales de diciembre, Ineman y dos camaradas de la Comisión, se presentan inesperadamente en el sanatorio y visiblemente preocupados, me dicen que en el último momento, Köhler y Siroky han puesto obstáculos. Al parecer, mantienen que durante la guerra en Francia, yo obré contra ellos preeditadamente.
No les bastaba haber participado activamente en la «Caza de brujas», haber permitido que nos detuvieran, que nos acusaran y condenaran, sino que ahora tratan de justificarse intentando falsificar la verdad. En el ambiente de la época, no muy propicio para la revisión de mí caso, el mantenimiento de su acusación podía hacer cambiar de opinión a la Oficina Política e impedir cualquier decisión en mi favor. Afortunadamente no tuve ninguna dificultad para probar mi honradez ante la comisión. Ackerman y su mujer, que vivían en la RDA, y que utilizaron los pasaportes rechazados por Köhler, son dos testigos vivos… Siroky no se atrevería a negar delante de mí y de testigos de aquella época que fue él mismo, quien me pidió que procurara otro pasaporte a Köhler y a su mujer, porque este último había manifestado sus temores. En cuanto a la historia de la equivocación de Siroky al tomar el tren, es demasiado idiota para tomarla en serio, espero que no intenten de nuevo lo mismo que en Ruzyn.
El mes de enero pasa sin aportar ninguna novedad. Mi mujer y yo nos ponemos de acuerdo el dos de febrero para pasar juntos el fin de semana en Praga (naturalmente sin autorización). Acabo de salir del recinto del sanatorio y tomo la carretera que conduce a la parada del autobús atravesando el bosque. De pronto, distingo en el valle una silueta que avanza difícilmente, abriéndose camino por la espesa capa de nieve. Hace gestos y grita. Me paro y reconozco extrañado la voz de Lise: «¡Gérard! ¡Gérard!» Corro hacia ella tratando de entender lo que me dice, pero no comprendo. Y de repente oigo: «¡Gérard, te han puesto en libertad! ¡Libre! ¡Libre!» Ya la he alcanzado. Llora y ríe al mismo tiempo. Se arroja a mis brazos y me besa: «¡Libre, Gérard, libre!» Y me explica: «He telefoneado esta mañana a la Comisión para saber si había algo nuevo. E imagínate que me dicen que hace ya dos días que han tomado la decisión de tu rehabilitación. ¡Simplemente se les había olvidado informarnos!».
París-Biot, de abril a agosto de 1968.