Algunos días después de haber enviado mi carta al Fiscal General, me dan el alta en la enfermería. Las protestas del médico no sirven para nada. Además, le prohíben que me dé medicamentos para seguir el tratamiento. Me conducen al nuevo edificio. Pienso que quizá sea un traslado provocado por el envío de mi carta. ¿Me van a llevar de nuevo a Ruzyn? Es lo que más temo. Pero pronto comprendo que no se trata de eso. En lugar de ir hacia las celdas de tránsito, me hacen subir varios pisos y me encuentro una vez más en una de las celdas destinadas a los incomunicados.
Desde hace algún tiempo circulaban rumores en Léopoldov sobre la creación de una sección de incomunicados en el nuevo edificio de la central. Antes de ir a Praga para ver a mi familia supe que los condenados del proceso «de los nacionalistas burgueses eslovacos» estaban allí, así como los secretarios regionales del grupo de Svermova. Después de mi regreso, llegó a mis oídos el envío de otros detenidos a esta sección, entre ellos Pavel, Vales y Kevic. Esta medida produjo una gran inquietud, porque los detenidos ignoraban el motivo de los traslados.
Y heme aquí con Kostohryz, un intelectual muy conocido, condenado a una larga pena por haberse implicado en el proceso de la Internacional Verde.[57] Me acoge amistosamente y me explica enseguida nuestras condiciones de vida. Estamos aislados del resto de la central. El acceso a la sección está prohibido incluso para el personal penitenciario, y sólo pueden entrar los pocos guardias pertenecientes a este servicio. Entre piso y piso no hay comunicación posible. Tratan de mantener un absoluto aislamiento entre las celdas, lo que es difícil, pues siempre conseguimos comunicar con nuestros vecinos golpeando los muros y durante el paseo, al que van al mismo tiempo los detenidos de varias celdas. Es así como consigo ver a Goldstücker, Kevic, Pavel, Vales, Hasek y a otros camaradas.
Pronto tengo la agradable sorpresa de saber que han trasladado también a Hajdu a esta sección casi al mismo tiempo que a mí. Y además, tenemos la mutua satisfacción de ocupar celdas contiguas. En cambio, Lóbl se ha quedado en el edificio viejo.
Mi compañero de celda, me dice que Pavel ha sido designado para el servicio de la planta. En la primera distribución de comidas después de mi llegada, al mismo tiempo que pasa la escudilla por la mirilla me da con disimulo un trozo de papel y un lápiz. Ha escrito: «Necesito saber si te han interrogado sobre mí y cómo se ha desarrollado este interrogatorio». Al devolverle las escudillas le murmuro: «¡Esta tarde!» Después de comer, mientras mi compañero vigila la mirilla escribo para Pavel el relato de mi entrevista con el fiscal, la revocación de mis «confesiones» y declaraciones sobre mí mismo y sobre los otros acusados –él incluido– así como mi demanda de revisión del proceso, hecha verbalmente y por escrito. Durante la última distribución de comida, Pavel, al recoger las escudillas, escamotea mi carta con una destreza de prestidigitador.
Trato de comunicar con mi amigo Vavro. Pero él no conoce el alfabeto de los viejos bolcheviques que yo utilizo. Gracias al lápiz de Pavel, puedo hacerle pasar al día siguiente, durante el paseo, la explicación de ese alfabeto. De este modo podemos mantener el contacto entre nosotros con mucha prudencia. Me dice por ese conducto; que prefiere esperar todavía un poco antes de formular la demanda de revisión de su proceso.
En lugar de continuar el enérgico tratamiento que me daban, como ya he dicho, en la enfermería a base de antibióticos y otros medicamentos, desde que estoy aquí nadie se preocupa de mi salud. Todos los días pido que me inscriban en la revista médica y que me den medicación. ¡En vano! Lo único que consigo es un suplemento de leche. Los días pasan y mi fiebre sube otra vez. Me encuentro mal y empiezo a creer que quieren que reviente en este agujero. ¡Van a poner, sin duda, en práctica las amenazas de los hombres de Ruzyn!
Una tarde, poco antes del toque de silencio (el diez de diciembre de 1954, si mal no recuerdo), el guardián jefe viene personalmente para ordenarme que me prepare para un traslado. Trato de comunicar la noticia a Vavro pero, con las prisas, no logramos comprendernos. Al despedirme de mi compañero, con quien había vivido en excelente armonía, le ruego que diga a Vavro lo que me ocurre.
Poco después me encierran en una celda de la planta baja, solo, sin ninguna explicación. Una hora más tarde el preso de servicio de la planta rasca discretamente la puerta y me comunica a través de la mirilla que acaban de traer a Lobl a una celda de este departamento. Van a trasladarle a otra prisión. Lobl le ha encargado que me pregunte a dónde voy. Respondo que no lo sé y le digo al preso que se informe de lo que ha pasado con Hajdu. Sabiendo que Lobl está aquí, supongo que van a trasladarnos a los tres a Ruzyn y que todo esto es la consecuencia de la carta que he escrito.
A la mañana siguiente me preparo a afrontar cualquier eventualidad.
Dos horas más tarde me hacen salir al corredor, me dejan al margen de un grupo de detenidos que preparan también para su traslado. Veo a Lobl, pero Vavro no está. Lobl logra, poco a poco avanzar entre sus compañeros y se acerca a mí. Me pregunta lo que ocurre. Le informo en pocas palabras de mi entrevista con el fiscal y de mi carta. Se sorprende. ¿He reflexionado bien en las consecuencias que puede tener este acto? Le digo que estoy decidido a seguir hasta el fin y le aconsejo que haga lo mismo: «¡O lo hacemos ahora o no lo haremos nunca!».
Nos dan la orden de entrar en las celdas. Aprovecho la ocasión para entrar en la de Lobl. Así tendremos algunos minutos preciosos para hablar. Él me cuenta las condiciones de vida de la sección, quién está allí, y la opinión de los detenidos sobre la situación actual.
Trato de explicarle lo poco que he podido averiguar desde mi llegada y, sobre todo, insisto en que los otros compañeros hagan las mismas gestiones. Lobl se queda perplejo: «¿Y qué dice Goldstücker?». Le contesto que está pensándolo y que creo que lo hará.
Salimos de la celda, pero contrariamente a lo que esperaba no me marcho con Lobl y los demás. Ellos montan en un autocar, mientras que a mí, me instalan en una ambulancia, acostado y encadenado en una camilla. Un guardián se sienta a mi cabecera y otro al lado del chofer. Todo esto me inquieta.
Ignoro todavía si mi mujer, informada por mi prima Hanka, ha comenzado a hacer gestiones en paralelo a las mías.
En el camino me doy cuenta de que nos dirigimos a Praga.
¿Adónde? ¿A Ruzyn, o a otro sitio? Llegamos a media noche. ¡Estamos en la prisión de Pankrac! Me conducen a una sección. Me ordenan que me desnude. Lo que me extraña es que hay muy pocas celdas ocupadas y que, delante de las que lo están, los trajes de los detenidos se encuentran bien doblados cerca de la puerta. Es la primera vez que veo eso.
Mi celda está muy limpia, recién pintada. Se ve que había inscripciones debajo de la pintura, pero las han rascado cuidadosamente para hacerlas ilegibles.
El jergón está colocado casi al lado de la puerta. Me acuesto. Se llevan mi traje, pero me dejan el tabaco. No puedo dormir y no hago más que dar vueltas a las mismas preguntas. ¿Qué van a hacer conmigo ahora?, y siempre la sospecha de que van a eliminarme…
Dejan la luz encendida. Como no puedo dormir voy a fumar un cigarrillo. Al encenderlo descubro de pronto, que la mirilla de la puerta está abierta y que detrás hay un guardián que me observa. Pienso que quizá sea la hora de la ronda. Al cabo de un momento me levanto para encender otro cigarro y veo que la mirilla sigue abierta y el guardián en el mismo sitio. Y entonces pienso que esta vigilancia continua solo la padecen los condenados a muerte. Ahora comprendo todo, los trajes delante de las puertas, la celda limpia y recién pintada, inscripciones raspadas. ¡Estoy en la galería de los condenados a muerte!
Me dirijo al guardián y le pregunto:
«¿En dónde estoy?».
«¡Ya debe usted saberlo!».
«Sé que estoy en Pankrac, pero, ¿por qué me han puesto en la sección de los condenados a muerte?».
«¡Usted sabrá lo que ha hecho! ¡Por algo le habrán traído aquí!».
«¡Pero yo estoy condenado a cadena perpetua y no a muerte!».
«Pregúntelo usted mañana, cuando vengan a verle».
Por la mañana pido que me lleven a ver al director o al jefe de la guardia. Nadie viene a buscarme ni a verme. En cambio, me sacan al paseo. Antes de que salga de la celda el guardián da unas palmadas y grita: «¡Que todo el mundo desaparezca del corredor y entre en las celdas!» Me dejan solo en un pasillo interior. Antes de llevarme de nuevo a la celda y al penetrar en el pasillo, se repite la misma ceremonia: las palmadas del guardián y la orden: «¡Todos a las celdas!», dirigida a los presos de servicio.
Lo mismo ocurre un poco más tarde, cuando me llevan a las duchas. Ya no tengo ninguna duda, ¡es el régimen de los condenados a muerte! Y sigo sin poder hablar con el director o con el jefe de guardia.
El tercer día me niego a comer y empiezo una huelga de hambre. Los guardianes vienen para aconsejarme que renuncie a ese proyecto. «¡No tengo nada que hacer aquí! ¡Quiero saber lo que pretenden hacer conmigo!».
Al día siguiente, me llevan al despacho del director de la prisión. Me pregunta por qué hago huelga de hambre. Cuando le enuncio mis razones me recomienda que no la siga. «Me he informado de su caso en la Seguridad. Me han dicho que dentro de poco vendrá a verle uno de sus representantes». Y añade que me tranquilice, que estoy en manos de la Administración Penitenciaria de Pankrac, y que debo tener paciencia hasta la entrevista que se me ha anunciado.
Empiezo a comer, esperando con impaciencia e inquietud ese primer interrogatorio. Pero sigo sometido al mismo régimen y nadie viene a verme. El veinticuatro de diciembre me niego de nuevo a comer. A media tarde viene a mi celda un teniente vestido de uniforme y me dice: «Va usted a marcharse de esta sección. Le trasladan a otro sitio». ¿Adonde me llevan? Llegamos a la sección en la que se encuentra la enfermería, que ya conozco, pues he venido una vez cuando estaba en Ruzyn. Pero también sé, que justamente detrás de la enfermería, es donde ejecutan a los condenados a muerte… No me tranquilizo hasta que el oficial abre la celda y dice: «¡Entre! ¡Ya hemos llegado!».
Estoy en la enfermería. Respiro. En la docena de camas que tiene la celda no hay más que dos enfermos: un zíngaro y un yugoslavo. Acabo de atravesar con éxito una etapa crítica. ¡He revocado mi confesión y estoy vivo!
Más tarde supe que fue la acción realizada paralelamente en París por mi mujer, la que hizo inclinar la balanza…
Hoy es, para mí, una bella Navidad. Una Navidad de esperanza. ¡Me siento revivir!