El seis de octubre de 1954, mi familia sale de Praga. El viaje se había ido retrasando porque tuvieron que esperar el visado francés para los padres de Lise, cuyos pasaportes Nansen estaban caducados. Sólo después de muchas diligencias e intervenciones de Raymond, que llegó hasta pedir audiencia al Ministro del Interior de entonces, François Mitterrand, les entregaron por fin el visado. A mi mujer y a mis tres hijos, el consulado francés les ha facilitado todas las formalidades para su salida.
La última comida de mi familia en Praga tuvo lugar en casa de Antoinette. Léopold Hoffman y su mujer Libuse, vinieron especialmente para despedirse de ellos desde Budejovice, su tierra natal, donde regresaron después de la liberación de Léopold en 1952. Hoffman sabía que Lise iba a comenzar las gestiones para la revisión de mi proceso en cuanto llegase a París. El también se lo aconseja: «¡Cuando el Partido Francés sepa lo que ha ocurrido, te ayudará!».
"¡Estamos locos de alegría ante la proximidad de tu regreso!», me diría Lise más tarde al contarme su vida durante aquellos tiempos.
Renée, su familia y Vera Hromadkova fueron también a despedirse de los míos. Siempre son tristes estas despedidas, pero ese viaje estaba lleno de promesas. «¡Adiós y hasta pronto!».
A pesar de la pena que tienen al dejarme tan lejos, los míos se alegran de que se acabe por fin una etapa tan dolorosa. Ahora van a empezar una nueva vida y están seguros de que ha de terminar con el triunfo de la verdad.
Fernande, Raymond, así como Frédo y su joven esposa Monique, les esperaban en el aeropuerto. Todos se alojaron en casa de Raymond menos Lise, que dormía en la de su hermano, en Ivry. Mi mensaje secreto se encontraba en uno de los muebles expedidos con los demás bultos. Lise hizo bien de no llevarlo encima, pues en el aeropuerto de Praga los aduaneros registraron cuidadosamente todos los equipajes y bolsos, y confiscaron todos los papeles escritos. ¡Sin duda habían recibido instrucciones de la Seguridad!
La hermana de mi mujer, le encontró un empleo de secretaria en un almacén de ropa confeccionada. La vida de mi familia estaba asegurada.
Lise informó verbalmente a Raymond de la situación en la que se encontraba, y le explicó todos los hilos de la martingala que había montado la Seguridad contra mí, así como los ignominiosos ataques contra el Partido Francés y algunos de sus militantes. Fue un choque para mi cuñado. Tres semanas después, Lise recuperó mi mensaje del guardamuebles, donde quedaron los bultos durante muchos meses hasta que mi familia encontró un piso en París.
Raymond aconsejó a Lise que escribiese a la Dirección del Partido para pedir su carné de miembro del Partido Comunista Francés, lo cual hizo inmediatamente.
El tratamiento que me han prescrito en la enfermería comporta la administración de inyecciones cada cuatro horas, noche y día. Durante la jornada, el médico o el enfermero se ocupan de ello. Pero por la noche no están, y sin embargo, no se puede interrumpir el tratamiento. El guardián ha preguntado en la celda en la que estoy hospitalizado, si hay alguien entre la docena de enfermos que se encuentran aquí, capaz de poner inyecciones. Uno de ellos dice que está dispuesto a ocuparse de mí. Los guardianes se ponen de acuerdo con él y cada cuatro horas le pasan la jeringuilla por la mirilla.
Este hombre me cuida con auténtica abnegación. Tengo todavía más de cuarenta grados de fiebre y me encuentro muy mal. Se queda a mi lado para aplicarme compresas de agua de vez en cuando y me pone las inyecciones. A ratos, para distraerme, me cuenta su vida. Es oriundo de Spisska Nova/Ves. Era nacionalsocialista. Durante la guerra combatió en la división SS Das Reich, con el grado de teniente. Termina su relato diciendo: «¿Ves dónde hemos acabado los dos? ¡Cada uno de nosotros paga por su confianza, yo en Hitler y tú en Stalin!» Y sigue comentando: «Si Hitler no hubiese sido un salvaje, si no hubiera atacado a la URSS, si no hubiese hecho semejantes matanzas en los países ocupados, sobre todo en Rusia, y si no hubiera asesinado a los judíos, no habríamos perdido la guerra. Todo eso es muy grave. Nunca podré, y como yo muchos alemanes, perdonar a Hitler lo que ha hecho. No solamente todo eso no ha servido para nada, sino que, por el contrario, con estos actos criminales ha permitido que la opinión mundial crea que somos todos unos asesinos. Por eso hemos perdido la guerra».
Otra vez me dice: «Es curioso que habiendo estado tú en un lado y yo en otro nos encontremos ahora aquí, en la misma prisión, en la misma celda; yo, condenado a treinta años, como criminal de guerra, y tú a cadena perpetua, como comunista…».
Me cuidó mucho hasta que me sacaron de la enfermería. Desde entonces no le he vuelto a ver. Más tarde supe que había salido de la cárcel en un cambio de prisioneros con la Alemania del Oeste.
Siempre me dijo que no tenía crimen alguno en su conciencia. Le habían detenido, según él, por una carta en la que le denunciaban como nazi radical. Y él no negaba, efectivamente, que había sido un miembro activo del partido de Hitler.
El veinte de octubre, recién salido de la enfermería, me llevan por la tarde a un despacho en el que me espera un auditor militar al que ya conocía por haberle visto en el proceso de Zavodsky.
Se presenta como Fiscal del Tribunal Supremo Militar y empieza a interrogarme sobre Pavel. Me extraña mucho, porque Pavel ya ha sido condenado. Respondo primero ambiguamente, tratando de ganar tiempo para comprender qué es lo que quiere en realidad. Al mismo tiempo me contraigo interiormente, como el atleta antes del esfuerzo, para decirle –al fin– lo que pienso de todos los procesos.
Me decido y le lanzo: «Todas las acusaciones contra Pavel son falsas. ¡Es inocente!» El fiscal me mira sorprendido. Levanta la voz: «¿Y es hoy cuando me lo dice?». Y yo le contesto: «No grite. Le digo eso hoy y tengo todavía muchas otras cosas que decirle. Si no lo he hecho hasta ahora es porque me encontraba en tal situación que el hecho de decir la verdad significaba un gran peligro para mí». Le explico las amenazas de los hombres de Ruzyn contra mi familia y contra mí mismo si desmentía mi confesión. «¿Quién le ha amenazado?» me pregunta. Entonces le doy el nombre de Kohoutek y le hago su descripción física. Añado: «Ahora que mi familia se encuentra ya fuera del país y al abrigo de medidas de represalia y que, por primera vez, puedo hablar con alguien que no pertenece a la Seguridad, con un magistrado, tengo al fin la posibilidad de hacerle esta declaración. Al mismo tiempo le pido que haga lo necesario para que se tomen medidas de seguridad para salvaguardar mi vida, pues le repito que me han amenazado con hacerme reventar como una rata si me desdigo».
El fiscal se pone pálido como un muerto. Me pregunta: «¿Y en lo que concierne a los otros voluntarios de España?».
«Ha ocurrido lo mismo con todos. Puedo afirmarle que todas las declaraciones y todas las “confesiones” que me han arrancado sobre ellos son falsas, como son falsas también todas las que han hecho ellos contra mí. Ninguno ha sido jamás enemigo del Partido, sino todo lo contrario».
Después de un momento de silencio me pregunta: «¿Y usted?».
«Yo soy inocente como los otros. ¡Todo el proceso Slansky es una artimaña!».
El fiscal deja caer la pipa que está fumando. Se levanta y llama al guardián. Está tan nervioso que tiembla literalmente. Ordena que me saquen y que me vigilen en el corredor.
Media hora más tarde me hace entrar de nuevo. Se pasea nerviosamente de un lado a otro: «Señor London, lo que acaba de decirme es una revelación terrible, de la más extrema gravedad y no tengo más remedio que informar a mis superiores».
«Se lo he dicho con esa intención. Yo mismo le ruego que informe a sus superiores, al Presidente de la República y a la Dirección del Partido de nuestra conversación. Le ruego también que me dé la posibilidad de explicar con todo detalle lo que acabo de decirle en un interrogatorio normal. Pero le pido de nuevo que tome las disposiciones necesarias para garantizar mi seguridad».
Una vez terminada la entrevista me conducen a la enfermería. Al día siguiente pido autorización especial para escribir una carta al Fiscal General. Me dejan escribir una sola hoja. Explico en pocas líneas que, utilizando toda clase de violencias físicas y psíquicas, me han obligado a hacer falsas «confesiones» sobre mí mismo y sobre otros acusados…
¡Ya está hecho! He entregado la carta. Ahora ya no me queda más que esperar el desarrollo de los acontecimientos.
Consigo enviar un mensaje a Hajdu y a Hromadko informándoles de mi entrevista con el fiscal y de mi demanda, por escrito, de revisión del proceso. A Hajdu le digo que creo llegado el momento de que él haga lo mismo.
Entre tanto, el veinticuatro de octubre de 1954, recibo la visita de mi prima Hanka. Es una ocasión inesperada para mí. Puedo comunicarle el paso que acabo de dar para que se sepa inmediatamente en el exterior.
Esta visita, tres semanas después de la que he tenido en Praga con mi familia, se debe a una afortunada casualidad. Según el reglamento de la prisión, tengo derecho a una visita cada cinco meses, y la administración penitenciaria ha enviado automáticamente el permiso a mi prima, que es la persona autorizada legalmente en el exterior. Mi viaje de ida y vuelta a Praga, por orden del Ministerio de la Seguridad, no cuenta aquí como una visita.
Hanka me dice que mi familia ha llegado bien a Francia y que se ha instalado en casa de Raymond Guyot.
Sin hacer caso de la presencia del guardián, decido ponerla al corriente de los últimos acontecimientos para que Lise los conozca dentro de algunos días.
Le explico que he visto al fiscal, que he retirado todas mis declaraciones y todas mis «confesiones» y he pedido por escrito al Fiscal General la revisión de mi proceso, porque me han arrancado todas mis confesiones con presiones físicas y psíquicas ilegales.
El guardián está tan asombrado al oírme hablar así –él sabe quién soy y de qué proceso se trata– y tiene tanta curiosidad por saber lo que voy a decir todavía, que nos deja seguir tranquilamente nuestra conversación.
Hanka se alegra mucho de esta noticia. Pero al mismo tiempo está muy inquieta, pues también le hablo de mi grave recaída de tuberculosis y de mi precario estado de salud. Me promete que en cuanto vuelva a Kolin escribirá una carta a mi mujer para ponerla al corriente. Y así lo hizo.
Lise me contó más tarde lo que había hecho, cuando recibió esta carta, a principios de noviembre:
«Al leer tu carta, tuve el atroz presentimiento de que la enfermedad podía tener un desenlace fatal; justamente cuando acababas de pedir la revisión de tu proceso. ¡Era terrible! Me daba cuenta de que emprendías una verdadera carrera contra reloj, en la que te jugabas la vida. Me acordaba de lo que me dijiste la última vez: “¡Date prisa, Lise! No pierdas tiempo. ¡No resistiré mucho tiempo el régimen de Léopoldov!”.
»Puse inmediatamente a Raymond al corriente de las malas noticias recibidas concernientes a tu enfermedad y también a la lucha que acababas de comenzar para probar tu inocencia. Le dije que tenía la intención de dirigirme por carta ese mismo día, a las más altas autoridades del Partido y del Estado Checoslovaco, para pedir que se tomasen todas las medidas necesarias, especialmente tu puesta en libertad condicional, para impedir que mueras lejos de nosotros.
»Raymond me aconseja no exponer, por el momento, más que el problema humano: tu salud. No buscar polemizar hablando de tu lucha por la rehabilitación, impidiendo con ello, quizás, que sea tomada una medida inmediata en favor de tu salud. Su razonamiento me parecía justo. Añadió: “¡Por el momento el mayor problema es salvar a Gérard!”.
»Así pues, envié sendas cartas a Novotny, Primer Secretario del Partido; a Zapotocky, Presidente de la República; y al Ministro de Justicia».
He aquí la que le envió al Presidente:
París, 9 de noviembre de 1954
Al Señor Presidente de la República Checoslovaca
Antonin Zapotocky, Praga
Señor Presidente:
En nombre de mis tres hijos, Françoise, Gérard y Michel, y en el mío propio, tengo el honor de solicitar de Vuestra Excelsa Benevolencia, la libertad condicional para su padre, mi marido, ARTUR LONDON, preso actualmente en la cárcel de Léopoldov, y cuyo estado de salud se ha agravado en los últimos tiempos poniendo su vida en peligro.
Efectivamente, acabo de ser informada por una carta de la prima de mi marido, Hanka Urbanova, que había sido autorizada a tener una entrevista con él el pasado domingo veinticuatro de octubre, y que le había encontrado hospitalizado a consecuencia de una bronconeumonía contraída, sin duda, en el curso del viaje que efectuó a Praga a principios de octubre, para asistir a una visita de despedida autorizada por el Ministro del Interior, con mis padres, mis hijos y yo misma, antes de nuestra partida para Francia. Esta enfermedad puede tener las más graves consecuencias para mí marido…
En 1946, después de regresar de la deportación, mi marido tuvo una recaída de tuberculosis que parecía definitiva –nuevas cavernas y peritonitis tuberculosa– de la que escapó de milagro, pero que dejó en su organismo huellas indelebles. Su capacidad respiratoria era inferior al cincuenta por ciento en 1948, lo que ya en aquella época, hacía ya de él un inválido. Es por esta razón que, ante una nueva bronconeumonía, temamos lo peor y que, en tales condiciones, sus hijos y yo misma solicitemos su libertad condicional. Esta demanda se acoge a un sentimiento humanitario…
Con el asentamiento de la República Democrática, creo, Señor Presidente, que esa preocupación por salvar al hombre debe ser aún mayor, y por eso tengo el deber de pedirle que haga lo necesario para otorgar la libertad condicional a un hombre tan enfermo cuya vida está en peligro.
Señor Presidente, conozco sus nobles sentimientos, su honradez de comunista y de hombre de Estado que merecen el respeto de todos, su profunda humanidad, y me dirijo a usted, con toda confianza, como madre y como esposa, pues sería para mí muy doloroso ver morir en prisión a mi marido, el padre de mis tres hijos.
Señor Presidente, sé que no me dirijo a Usted en vano en estas circunstancias y se lo agradezco de antemano en mi nombre y en el de mis hijos.
Lise Ricol Londonova
»Tomé contacto telefónico con el embajador de Checoslovaquia en París, Soucek, para pedirle que me recibiese lo más pronto posible. Me dijo que viniese al día siguiente. Estuvo muy amable conmigo. Le di las tres cartas, rogándole que las transmitiese urgentemente, porque era para ti una cuestión de vida o muerte. Me dijo que al día siguiente salía un correo y que las cartas llegarían a Praga en el mismo día. Llegarán el once de noviembre de 1954, aniversario de nuestra Françoise, que cumple dieciséis años».