Cuando llegamos por la noche a Praga, el coche nos conduce a la prisión de Pankrac. Me quitan las cadenas y me llevan a una celda en donde paso la noche incomunicado y sin comer. No puedo dormir y me pregunto el significado de este traslado. Al lado de todas las explicaciones pesimistas que pasan por mi cabeza hay una que no me atrevo a creer: ¡una visita de mi familia antes de su viaje a Francia! No podía imaginar que esta visita de despedida fuese a tener lugar en Pankrac. Estaba seguro de que Lise vendría a despedirse de mí a Léopoldov.
Paso toda la noche andando por la celda. Conforme pasa el tiempo, voy poniéndome más y más nervioso. Por fin, después de una eternidad, un guardián viene a buscarme. Me guía por un laberinto de corredores subterráneos, del que creo que no saldremos nunca, hasta llegar a una escalera que desemboca en un estrecho descansillo. Me coloca de cara a la pared y me dice que espere. Al cabo de un momento, que me parece interminable, el guardián me conduce a una especie de jaula dividida en dos partes por un enrejado. Estoy en un locutorio. Frente a mí veo a Lise, a los niños y a la abuelita y, por primera vez en la prisión, al abuelo.
¡Esta vez es seguro que se marchan a Francia! ¡Soy tan feliz de verles a todos! Pero al mismo tiempo me angustia pensar que quizá sea la última vez que los veo.
Lise me dice: «Gérard, pasado mañana nos marchamos a Francia. He pedido al Comité Central del Partido que apoyase mi demanda en el Ministerio del Interior para que esta visita de despedida tuviese lugar en Praga para que puedas vernos a todos. ¡Pero nadie había previsto que nos veríamos en tales condiciones!» Y volviéndose hacia el guardián: «Me voy con toda mi familia a Francia. Hasta ahora no hemos visto nunca a mi marido detrás de un enrejado y por lo visto, ¡quieren que esta última visita se haga así! No, nos negamos a tal visita. Quiero hablar con el director». Luego, volviéndose hacia mí me dice: «Gérard, no te quedes aquí ni un momento más. Sal de esta jaula. ¡Te prometo que nos veremos, pero no» así! ¡Hasta luego, Gérard!» Sale empujando a los niños y a sus padres delante de ella. Por mi parte, pido al asombrado guardián que me saque de allí, y salgo de la jaula.
Vuelvo al descansillo en lo alto de la escalera, donde algunos detenidos esperan sus visitas. Los pensamientos más contradictorios me acosan: ¿Los volveré a ver? En todo caso, se marchan, y eso es lo esencial. Me acuerdo de Lise y de su mirada asesina cuando ha expuesto su punto de vista al guardián. Es testaruda y tenaz. ¡Estoy seguro de que hará todo lo humanamente posible para que podamos charlar y abrazarnos antes de que se vayan! No me doy cuenta siquiera de que me tiran de la manga. Me dan un codazo en las costillas y entonces me doy cuenta que tengo a mi lado a Rudolf Peschl, uno de mis viejos compañeros de Ostrava, vestido de presidiario. Oriundo de Bilovec, región de minoría alemana, fue responsable de las Juventudes Comunistas. Habíamos militado mucho tiempo juntos, cuando yo era Instructor Regional de la Juventud en su distrito. Estuvimos juntos también en el Comité Regional de las Juventudes Comunistas. Entre los dos, organizamos la primera huelga de jóvenes en la gran fábrica de vagones que se encontraba en su distrito. ¡Qué encuentro! Me sonrío, y como si respondiese a mi muda interrogación dice: «¡Vamos! ¿Tú creías que eras el único viejo comunista aquí en Pankrac? ¿No me reconoces?».
Desde que me marché de Ostrava en 1933, nos habíamos encontrado una vez por casualidad en 1935 ó 1936, en las calles de Moscú. Charlamos un buen rato, ante un plato de arenques ahumados y una botella de vodka, sobre su vida en la Escuela Lenin. En 1949 le vi de nuevo en Ostrava durante la Conferencia Regional del Partido. En aquella ocasión me contó su actividad durante la guerra y la aventura que había vivido: fue lanzado en paracaídas en la región de Ostrava –según el piloto– para integrarse al trabajo clandestino del Partido Comunista. Aterrizó sin dificultad. Pero cuando se orientó para determinar exactamente su punto de caída descubrió con estupor que se encontraba a algunos centenares de kilómetros de Ostrava… ¡en los alrededores de Varsovia! Después de una serie de peripecias extraordinarias, llegó sano y salvo a su verdadero lugar de destino.
¿Por qué está aquí? Me explica que le han detenido como a otros muchos viejos comunistas, pero que ha tenido más suerte que yo y que los camaradas de mi proceso. Le han condenado a una pena ligera. Además, no comprende nada de lo que ocurre. Me dice que ha escrito a Zapotocky con respecto a todo esto, y que espera verle pronto personalmente, porque ya ha cumplido su pena: «¡Iré a hablarle, porque yo creo que él no sabe lo que ocurre!».
Por lo que me cuenta de sus interrogatorios, deduzco que los métodos que han utilizado con él no se pueden ni comparar con los que hemos sufrido en Kolodéje y Ruzyn. Me pregunta lo que nos ha pasado y lo que representa verdaderamente el proceso. En pocas palabras, le digo que todo el proceso estaba falsificado y que yo soy inocente.
Peschl tiene que ir al locutorio. Nos abrazamos emocionados pensando, sin duda, lo mismo: «¡Mira donde estamos después de veinticinco años de lucha!…».
Me quedo solo. Unos antes y otros después, todos los detenidos han tenido su visita y vuelven a la prisión. Al fin oigo que me llaman. Me hacen entrar en un cuarto. Es la sala de espera de los visitantes. Aquí está toda la familia. Nos sentamos alrededor de una mesa en presencia de dos oficiales de la prisión.
Lise me explica, muy ufana de su éxito, que se ha entrevistado con el director para protestar contra las condiciones de esta visita. Le ha pedido que le pusiese en contacto por teléfono con el Ministro del Interior y con el Secretariado del Partido, para pedirles que pudiésemos vernos normalmente sin un enrejado entre nosotros. La dirección de la prisión estaba hecha un lío. ¡Esto no se había visto nunca!
Sé cómo se pone Lise cuando se enfada; una verdadera leona. El director no sabía qué hacer. Mi mujer, con su modo de hablar «ruso-franco-checo», exigía esas comunicaciones telefónicas. Se marchó un momento, sin duda para pedir instrucciones. Vino al poco rato y le dijo que tuviese un poco de paciencia. Una vez terminadas las visitas organizarían nuestra entrevista.
¡Y aquí estamos! Lise se sienta a mi lado. Nos cogemos las manos. Los chicos están intimidados, pero casi enseguida, vienen a abrazarme. Françoise me cuenta lo triste que está por tener que marcharse. Emocionado, contemplo a mis suegros: ¡Qué habría sido de mi mujer sin ellos, durante estos años tan terribles! Gracias a ellos, mis hijos han tenido un cálido ambiente familiar, a pesar de mi desgracia y del trabajo abrumador de Lise en la fábrica.
El abuelo trata de bromear conmigo, pero detrás de su sonrisa creo ver sus lágrimas. El abuelo. Me acuerdo de cuando estaba en la Brigada Especial –después de nuestra detención en París en 1942– con su ánimo y buen humor a pesar de las circunstancias. Y luego, cuando nos trasladaron al Depósito de la Prefectura, él ocupaba una celda situada encima de la mía y nos hablábamos por el tragaluz. Sirviéndose de un cordel me hacía pasar cigarrillos… Y cuando nos llevaban al paseo, separados los unos de los otros, me gritaba palabras de aliento. Llamábamos juntos a Lise y ella, agarrada a los barrotes del tragaluz de su celda, nos respondía con cariño a los dos.
¡Y la abuela con su cara de Mater Dolorosa! ¡Cuántos sufrimientos habrá conocido en su vida! Después de nuestra detención durante la guerra, se quedó sola con nuestra Françoise, que acababa de cumplir tres años. Tuvo a la vez marido, hijo, yerno e hija en la cárcel. A mi cuñado Frédo, encarcelado desde el mes de octubre de 1941, tuvieron que hacerle una delicada operación en la cabeza como consecuencia de los golpes que le dieron durante los interrogatorios. Se encontraba hospitalizado en la enfermería de la prisión de Fresnes. Cada semana, nuestra abuelita iba de cárcel en cárcel, llevando paquetes y arrastrando detrás de ella, agarrada a sus faldas, a nuestra pequeña Françoise, que correteaba y lloraba a veces de fatiga. Así iban las dos: desde el Depósito, donde se encontraba su marido, a la prisión de la Santé, en la que estaba yo; de la Roquette, donde se encontraba Lise, a la prisión de Fresnes, para ver a Frédo… Unas veces para traernos paquetes de víveres o de ropa; otras para visitamos… Y nunca se quejaba, siempre tenía en la boca una palabra de aliento y nos comunicaba a todos las últimas noticias del frente… Y en esas condiciones ayudó a preparar la evasión de Frédo. Esta evasión fracasó a última hora, por la detención del responsable en una redada, la víspera del día previsto para la operación.
Y ahora los tengo aquí, a mi lado, a esos seres queridos que son para mí mis segundos padres. ¡Gracias por haber preferido quedaros con Lise y los niños en un momento semejante! ¡Gracias por haber servido de escudo a mi familia con vuestra presencia! Si no os hubierais quedado al lado de Lise –sois también los padres de Fernande y de Raymond– nada ni nadie habría impedido que mi mujer fuese detenida y mis hijos enviados a una casa de huérfanos…
Pienso en todo eso mirando a mis suegros…
Lise me cuenta los preparativos del viaje. El traslado de los bultos se hará por ferrocarril. La familia viajará en avión. Me confirma que Hanka Urbanova, mantendrá –en su ausencia– el contacto conmigo, vendrá a visitarme y se ocupará de la correspondencia y del envío de paquetes. Lise se lo ha comunicado a la Dirección del Partido para proteger a los primos contra eventuales represalias. En el Ministerio del Interior, ha exigido que se redacte un acta con esta notificación para que nadie pueda acusar a los Urban de mantener contactos de familia conmigo.
De esta forma tendré noticias de ellos por Hanka y ellos recibirán las mías también por ella. A Lise le inquieta mi aspecto físico. Me dice que he adelgazado y que tengo muy mala cara desde que me trasladaron de Ruzyn a Léopoldov, hace cinco meses. «Sí, he estado enfermo, no me siento muy bien».
»En cuanto esté en París, lo primero que haré será convencer al tío para que adopte a nuestro pequeño Michel. Es mi único objetivo y es por lo que me marcho».
La media hora autorizada pasa enseguida. Tenemos que despedirnos. Sé que los minutos están contados y quiero conservar su imagen en mi mente. ¡Ahora se sabrá la verdad! ¡Pero tengo muy pocas esperanzas de poder resistir hasta que todo se arregle! Lise difícilmente retiene sus lágrimas. Quiere ocultarme su pena: «Lo esencial actualmente para ti –me dice– es hacer todo lo posible para cuidarte. Todo lo demás se arreglará. ¡Ten confianza!».
Abrazo a los abuelos, a mi Françoise y a mis chicos. Y luego cojo a Lise entre mis brazos y le murmuro en el oído: «Las condiciones de vida de Léopoldov son criminales. No os preocupéis por mi salud, estoy cada vez peor. No creo que pueda resistir mucho tiempo en estas condiciones. Trata de hacer las gestiones lo más rápidamente posible. Por mi parte, estoy dispuesto a pasar a la acción…».
Lise me sonríe con lágrimas en los ojos… ¡Ya se han ido!
Estoy solo en mi celda de Pankrac. El viaje de mi familia me ha quitado un gran peso de encima. En cuanto llegue a Léopoldov empezaré a luchar.
Dos días más tarde me conducen a la Central con un gran convoy de detenidos. No encadenan a nadie más que a mí. Me encuentro cada vez peor. Mi temperatura ha debido subir. Este viaje de ida y vuelta, con el frío que hace y vestido a la ligera ha agravado el estado de mi salud. En Léopoldov me llevan a una celda en la que hay unos cuarenta presos. No conozco a nadie. Al día siguiente tengo que volver al trabajo. A mediodía puedo hablar un momento con Vavro, que pasa por delante de mi celda y le comunico el motivo de mi desplazamiento a Praga.
La fiebre sigue subiendo. La cabeza me da vueltas. Por la tarde me desmayo. Un enfermero me toma la temperatura. Tengo cuarenta y un grados de temperatura. Me da aspirinas y me inscribe para la visita médica de mañana. Paso una noche espantosa, con pesadillas. La fiebre no baja. Sudo, tengo frío, tengo calor… No puedo respirar… Tengo la impresión de que voy a morir…
Al día siguiente no puedo levantarme. El guardián insiste, pero me es imposible poner un pie en el suelo. Dos horas más tarde vienen a buscarme y me transportan en una camilla a la enfermería. ¡Estoy al borde del abismo!
El médico (otro preso) que dirige la enfermería, me pone el termómetro. La fiebre sigue siendo alta. Me ausculta y me examina muy seriamente por los cuatro costados, Comprueba que sufro una bronconeumonía con reactivación bilateral del proceso tuberculoso. Ordena mi hospitalización inmediata. Ahora me encuentro en una celda de la enfermería donde me tratan enérgicamente con inyecciones de estreptomicina y penicilina.