Capítulo III

¡Qué razón tuve en no esperar más para enviar mi mensaje a Lise! No tendrá el final, que le había prometido para la próxima visita, pero lo esencial estaba ya en sus manos.

Dos días después de la última visita, a finales de mayo de 1954, soy transferido, con Hajdu y Lobl, a la prisión central de Léopoldov, en Eslovaquia. En el autocar en el que viajamos amontonados unos cuarenta presos, Vavro y yo estamos encadenados juntos, los únicos según las órdenes dadas. Después de la última etapa del viaje, Illava, Lobl es también encadenado.

De madrugada llegamos a Léopoldov, enorme fortaleza de aspecto siniestro. La sola evocación de su nombre provoca el temor y la angustia de los presos que la conocen. Esta fortaleza fue construida, a fines del siglo XVII, por la monarquía austrohúngara como una parte del conjunto de las fortificaciones contra los turcos. Pero no terminaron de construirla hasta mucho después de la derrota definitiva de los turcos. Puesto que ya estaba hecha y ya que su construcción había costado una fortuna, la monarquía decidió utilizarla para algo. Y fue así como, a partir del año 1700, se convirtió en prisión del Estado. Sus primeros ocupantes fueron los prisioneros políticos de la época: los evangelistas, que fueron vendidos más tarde como galeotes a los italianos…

Durante el viaje, Vavro y yo nos felicitamos que mi mensaje esté en manos seguras, pues en esta nueva prisión, habría sido imposible comunicarnos con el exterior.

Léopoldov. La impresión de vivir fuera del mundo es todavía mayor aquí que en ningún otro sitio. No se puede siguiera distinguir los alrededores, pues las murallas son más altas que el techo de la fortaleza. Estamos en un sucio agujero donde las condiciones de higiene son espantosas y el agua un artículo precioso. En los talleres, en lugar de retretes, hay cubos higiénicos. Las duchas relámpago, funcionan cada seis semanas aproximadamente. La alimentación es realmente insuficiente, y las visitas –como ya se lo comuniqué a Lise en mi mensaje– tienen lugar una vez cada cinco meses.

En nuestra primera celda hay ochenta presos. Al fondo dos retretes turcos y una docena de grifos de los que, por la mañana, a mediodía y por la tarde, corre durante cinco minutos un chorrillo de agua que debe servir al mismo tiempo para el aseo, la bebida y el fregado de las escudillas.

Me destinan con Hajdu y Lóbl a un taller en el que tenemos que hacer plumón con las plumas que nos dan en bruto. A nuestro lado otros presos preparan las cuerdas para atar las gavillas de trigo.

En nuestro taller, que no es muy grande, estamos amontonados unos setenta presos. Las ventanas y las puertas están continuamente cerradas para evitar que la corriente de aire haga volar el plumón. Nos dan las plumas en un estado repugnante, mezcladas con trozos de carne podrida por la que pululan los gusanos.

Los detenidos que trabajan como metalúrgicos viven un poco mejor. El dinero que ganan les permite mejorar la comida, comprando en la cantina manteca de cerdo y pan.

La falta de higiene y las condiciones de trabajo y de vida, hacen estragos entre los presos que sufren casi todos de eczemas, granos y conjuntivitis purulenta. El médico trata invariablemente todos esos males, con mercurocromo y pomadas de diferentes colores. En nuestra primera ronda de presos, que reúne en el patio a todos los detenidos de los talleres, y en la que el martilleo de centenares de zuecos levanta una espesa nube de polvo, la visión que se ofrece a nuestros ojos es dantesca: una verdadera cuadrilla de zombis vivos, con los rostros manchados de rojo, negro, azul, blanco o marrón por los medicamentos y pomadas que les han puesto, o por las gasas pegadas con esparadrapo. Y para rematar el efecto de esta corte esperpéntica, tienen todos los cráneos afeitados y las barbas hirsutas…

Contemplando este espectáculo se queda uno boquiabierto. Vavro se ríe a carcajadas cuando me oye decir: «¡Hemos caído en La Corte de los Milagros.».

Nos afeitan una vez por semana. Con una pequeña jofaina, medio llena, en la que mojan las brochas y enjabonan por turno nuestras ciento cuarenta mejillas, sin ninguna desinfección y sin poder aclararse la cara con un poco de agua una vez afeitados.

Tenemos cuotas para nuestro trabajo que son prácticamente irrealizables, lo que nos priva de las pocas ventajas que promete su cumplimiento. Con lo que gano, dispongo como máximo, de seis o siete coronas por mes, lo que me permite comprar un tubo de dentífrico, dos paquetes de tabaco de muy mala calidad, llamados por los presos «venganza de Stalin», papel de fumar y dos paquetes de papel higiénico. Según los presos que llevan aquí mucho tiempo, las condiciones eran antes todavía peores. Sin embargo, tal como son ahora, son tan malas como las de la prisión de Poissy que data del siglo XIII, la cual conocí durante la ocupación y tiene en Francia fama de ser la más espantosa.

Me han incorporado a este taller a pesar de mi enfermedad. No me dan el suplemento de comida –que consiste en un cubilete de leche todos los días– ni ningún medicamento. Mis esfuerzos para pasar una revista médica han sido infructuosos.

Hajdu y yo conseguimos estar juntos, primero en la celda y luego en el taller. Lóbl ha sido destinado a otro sitio, pero a pesar de eso seguimos teniendo contacto con él. Aquí hemos encontrado a muchos compañeros condenados en los procesos que siguieron al nuestro. Los primeros que veo son Otto Hromadko, condenado a doce años; Svoboda, a quince; Vales, a veintidós, y Josef Pavel, a veinticinco. Me entero que Holdos se encuentra en otro edificio de la prisión y que ha sido condenado a trece años. También encuentro a los camaradas del Ministerio de Asuntos Exteriores, Pavel, Kavan, Richard Slansky, Edo Goldstücker y muchos otros. De vez en cuando veo a mi amigo Kevic que también ha sido trasladado aquí.

Los primeros contactos entre coacusados no son siempre muy afectuosos. Sufren todavía la influencia de Ruzyn, cuando los referents conseguían, como ya he explicado, enfrentarnos los unos a los otros. Además, algunos detenidos no han comprendido todavía la maquinación de la que somos víctimas. Por incomprensible que pueda parecerle a quien me lea, ciertos condenados conservan, como ya he dicho, un sentimiento de culpabilidad. Nos hablan y se conducen con nosotros como si verdaderamente hubiesen cometido acciones punibles que merezcan el castigo del Partido… Esto no nos molestaría si lo creyesen únicamente en lo que les toca, pero están tan envenenados que tratan de endosar a los demás esta culpabilidad. Por ejemplo, un alto funcionario de la Dirección Política del Ejército, se considera culpable y está convencido de que Hromadko es un viejo trotskista que ha hecho siempre en el Ejército un trabajo de zapa. En su cándida sencillez comenta algunas habladurías, que él juzga contrarias al Partido, de nuestro amigo Hromadko, el cual no sólo no tiene pelos en la lengua sino que habla siempre con franqueza.

Afortunadamente, los viejos lazos de amistad se reanudan pronto entre nosotros. Además, tenemos ahora la posibilidad de confrontar y completar nuestra visión del drama que acabamos de vivir. La confianza renace. Tenemos necesidad de estrechar nuestra solidaridad, pues vivimos en un mundo hostil. Entre los detenidos hay criminales de derecho común, criminales de guerra alemanes, colaboracionistas checos y eslovacos, espías y agentes enviados por los servicios de información del Oeste. Y luego hay también una gran masa de tránsfugas detenidos en la frontera, políticos benesistas, socialdemócratas, católicos, eclesiásticos, algunos de los cuales han realizado realmente un trabajo de oposición y otros, en cambio, han sido víctimas de provocaciones policíacas o han sido implicados inocentemente en procesos políticos más o menos falseados. Todos tienen un rasgo común: penas desmedidamente elevadas y la experiencia de los métodos inhumanos que han empleado, para arrancarles las confesiones.

Cuando esos hombres nos han visto llegar, su primera reacción ha sido de hostilidad. Para ellos éramos no solamente comunistas, y por tanto adversarios políticos, sino también promotores de este régimen del cual se consideraban víctimas.

También en ese terreno, los contactos humanos han permitido mejorar en parte la situación. En mi segunda celda, soy el único comunista entre cuarenta detenidos. Cada noche, después del toque de silencio, se rezaba, a pesar de que estaba prohibido, una oración colectiva precedida de un corto sermón. Los únicos que no participábamos en este acto éramos un yugoslavo y yo. Al tercer día, todo el mundo me señalaba.

Durante los dos días siguientes no pude comer pues, como por casualidad cada vez que me daban una escudilla alguien me empujaba y el contenido se derramaba por el suelo. Me habían puesto en cuarentena, y a los que todavía me hablaban les amenazaron con hacerles lo mismo. El único que no hacía caso de esta amenaza y que me manifestaba su simpatía era Klima, antiguo diputado de derechas del Partido Demócrata Nacional, que en 1938, antes de Munich, había formado junto a Gottwald y a Rasin, otro diputado de derechas, una delegación para visitar al Presidente Benes y expresarle la voluntad de la nación de resistir a la amenaza de Hitler. Klima no me lo ha dicho nunca, pero estoy seguro de que ha sido gracias a su intervención que mis compañeros cambiaron de actitud conmigo a partir de la tercera noche. Me di cuenta de la discusión que tuvo Klima durante largo rato con el joven que pronunciaba habitualmente el sermón. El de aquella noche tuvo como tema la frase del Evangelio: «¡El que no haya pecado nunca, ni aun con el pensamiento, que arroje la primera piedra!».

Más tarde me ponen en la celda donde se encuentra Hajdu y también mi viejo amigo Hromadko. Nuestra existencia triste y gris se aclara a veces gracias a él. Las puyas que lanza a sus compañeros de celda dan siempre en el blanco. Conversador amable e incorregible, nos cuenta sabrosas historias en las que él es infaliblemente el héroe, historias que se modifican cada vez que vuelve a contarlas. Un día que nos relata la tercera o cuarta versión de una de sus hazañas durante la guerra en España, Vavro Hajdu le interrumpe: «Pero Otto, hijo mío, ayer nos la contaste de otra manera». Hromadko suelta una carcajada y dice: «¡Así es más interesante!».

No haciendo ningún caso de los chivatos que nos rodean, lanza indirectas de vez en cuando contra la Dirección del Partido.

Pavel se ha enterado y teme las consecuencias que pueda acarrear para Hromadko y para todos nosotros. Un día que estamos reunidos a la hora del paseo, Svoboda, Hromadko, Hajdu y yo, vemos a Pavel que nos mira desde la ventana de su celda. Hace a Hromadko signos de reproche y agita su índice apuntándole. Preguntamos extrañados a nuestro amigo lo que Pavel quiere decir con esos gestos. Y Otto nos responde impertérrito: «¡No sé! ¡Tal vez quiera expulsarme del Partido!».

En esta fortaleza, el antisemitismo está también a la orden del día. Una vez, durante un interrogatorio de trámite, un guardián pregunta a Eduard Goldstücker: «¿Pero antes como se llamaba usted?». «¡Desde que nací me llamo Goldstücker!». «¡Miente usted! Los individuos de su especie han tenido siempre antes otro nombre…».

Otto Hromadko, checo de pura raza, posee una nariz prominente y arqueada, como las que les ponen a los judíos en las caricaturas antisemitas. Y a causa de su nariz es el blanco de los rastreadores de judíos. Además, con su temperamento burlón e irónico, es el primero que provoca a los individuos de esta índole gastando bromas como ésta: «¡Yo, aquí donde me ve, antes de llamarme Hromadko me llamaba Kleinberg!"[56] ¡Si la nariz salvó un día la vida a Goldstücker, a él por poco le cuesta la suya! Cuando en 1955 fueron trasladados los dos, con otros detenidos de los procesos políticos, a Jachimov, para trabajar en las minas de uranio, los presos antisemitas que estaban antes de su llegada, urdieron un complot contra Goldstücker cuando se enteraron que venía en esta expedición. A la llegada del convoy, la jauría se arrojó sobre Hromadko creyendo, por culpa de su nariz, que se trataba de Goldstücker. Después de haberse cebado con él le dejaron tirado en el suelo, ensangrentado y sin conocimiento.

En Léopoldov se han producido también escenas parecidas contra los judíos y contra los comunistas. Los antiguos guardias fascistas de Hlinka, los colaboracionistas y los criminales de guerra alemanes, se divertían de lo lindo cuando podían maltratar a un judío.

Desgraciadamente, los guardianes forman parte del mismo mundo. Son incluso peores, salvo ciertas excepciones que confirman la regla. La teoría, que comparten con los referents de Ruzyn, es que los guardias de Hlinka, los antiguos nazis, e incluso los agentes de los servicios extranjeros, son enemigos que han combatido con la cara descubierta. Mientras que nosotros somos la peor especie de criminales, puesto que combatíamos bajo la máscara de comunistas.

Hajdu y yo nos hemos salvado por milagro de una provocación montada por un guardián, apodado «el Señor Buey» por los presos, mote que le venía de perilla por su estupidez y su brutalidad. En nuestra celda y en nuestro mismo equipo de taller hay un legionario que hizo la guerra en Indochina, y una vez terminado su contrato se dejó convencer por los servicios de información americanos, que le enviaron a Checoslovaquia con una misión de sabotaje y de espionaje. Detenido durante su segunda misión, purga actualmente una pena de veinticinco años de prisión en Léopoldov. Es un hombre de carácter violento, fuerte, ducho en la lucha cuerpo a cuerpo, que odia a los comunistas y a los judíos. Tiene pues, todas las cualidades necesarias para servir de instrumento a los negros designios que trama contra nosotros «el Señor Buey». Pero, afortunadamente, desde hace poco tiempo, hemos podido entablar conversación con él, y desde que supo que yo había combatido en las Brigadas Internacionales me respeta. Me hace muchas preguntas sobre España y se le ha metido en la cabeza aprender español. Ahora soy su profesor. Cuando el señor Buey le dice señalándonos con el dedo a Vavro y a mí: «¿Ve usted a esos dos, allá abajo? Si les arrojase por encima de la barandilla de la escalera yo no vería nada. ¡Me alegraría mucho ver cómo recogen y se llevan sus pedazos en una sábana!», nuestro legionario le canta brutalmente las cuarenta. Desde entonces se pone siempre, ostensiblemente, a nuestro lado en la fila. Hemos encontrado un defensor…

Por duro que sea este encarcelamiento para mí, encuentro a pesar de todo, un alivio y un consuelo al reanudar la amistad con tres viejos compañeros de España. Cuento con la posibilidad de poder intercambiar, cada vez que se presenta la ocasión, signos y palabras amistosas con Pavel, Vales, Goldstücker y otros que vemos a los lejos, detrás de las rejas de las ventanas de sus celdas, cuando salimos al paseo.

Adelgazo de una manera alarmante. Afortunadamente acaban de tomar la decisión de distribuir un suplemento de pan a los presos. Sin embargo, mi estado de salud se deteriora cada vez más. Tengo fiebre. Al fin consigo que me lleven a la enfermería para hacerme una revisión. El médico comprueba mi fiebre, pero se contenta con recetarme tres días de reposo y aspirinas, y no pide siquiera que me cambien de trabajo ni que me den el suplemento de leche al que tengo derecho como tuberculoso.

Pienso mucho en Lise. ¿Habrá conseguido al fin organizar su viaje a Francia? La última vez que la vi me dijo que el Secretariado del Partido trataba de «convencerla» de que se quedase en Checoslovaquia. Baramova, responsable actualmente de la Sección de Cuadros del Comité Central, que le había convocado, le dijo que reflexionase bien antes de tomar la decisión de marcharse: «Tú eres, después de todo, la esposa de un traidor y de un espía condenado por el Tribunal del Pueblo. Tus antiguos camaradas del Partido en Francia te volverán la espalda. Teniendo en cuenta, además, que te has marchado de allí hace ya mucho tiempo ya no se acordarán de ti». Lise le había contestado: «Mis camaradas me han conocido en tiempos y circunstancias que prueban el valor de un individuo. ¡No tengo ningún temor de que me vuelvan la espalda!».

Baramova insistió aún: «Aquí tomaremos medidas para mejorar vuestra situación: tenemos una importante colonia española en Ustinad-Labem, ¡si os aburrís demasiado en Praga y os sentís muy aislados, podríamos trasladaros allí!» (Los camaradas españoles habían sido, pura y simplemente, exiliados en Usti después de 1951; trataban pues, de hacer lo mismo con los míos, disfrazando sus intenciones con buenas palabras…)

También le dijeron que los servicios de información americanos intentarían tomar contacto con ella. Mi mujer les respondió tranquilamente: «En ese caso hacen falta dos, el que ofrece y el que acepta o rechaza».

Entonces blandieron la amenaza: «¿Y si, para obligarte, los servicios americanos raptan a tus hijos? ¡Ya se han visto casos semejantes!» Lise encontraba respuestas pertinentes a todas las objeciones. Así estábamos cuando me trasladaron a Léopoldov.

Habíamos convenido que en el caso de que yo fuese trasladado a otro sitio, ella haría lo imposible para verme antes de irse a Francia. Y ahora no vivo más que a la espera de esa visita.

El treinta de mayo de 1954, poco después de mi llegada a Léopoldov, tuve excepcionalmente derecho –como todos los recién llegados– a escribir una carta comunicando a mi familia mi nueva dirección, el reglamento de visitas y la correspondencia en la prisión: una visita cada cinco meses, una carta cada tres meses.

… Yo creo, Lise mía, que lo mejor será que pidas al Ministerio la autorización de venir a visitarme cuando hayas terminado los preparativos de tu mudanza… más pronto no sería de ninguna utilidad, pues sólo tendré derecho a otra visita cinco meses más tarde, y quiero hablar contigo sobre cómo arreglar todos nuestros asuntos personales. Sigo creyendo que cuanto antes te mudes con tus padres, mejor será para vosotros… Pero antes tenemos que hablar del problema de la adopción de nuestro hijo. Creo que tendrás de nuevo la ayuda de tu hermana Jeanne y de su marido (es decir, Maurice Thorez). Considero que es inútil que hables antes de tu mudanza con M. Keler (se trata de Bruno Köhler). Eso no serviría para nada y no te ayudaría nada en tu mudanza. Cuando estés instalada con la familia en tu nueva casa te será más fácil solucionar los problemas familiares… No podré escribirte de nuevo hasta dentro de tres meses, pero espero que mientras tanto tendremos una visita, lo que querrá decir que todo estará ya preparado para la mudanza. No hagas caso de ninguna promesa que te hagan de darte un trabajo mejor, etc. (párrafo censurado), para la adopción de nuestro hijo, es la mejor manera….

El veintinueve de julio se me permite escribir la primera carta a mi familia. Hago de nuevo mis recomendaciones a Lise:

… Espero que pronto se arreglarán todas las formalidades para vuestra mudanza. Con respecto a la adopción de Michel, con la que estoy completamente de acuerdo, es posible que encontremos ciertas dificultades. Pero sé lo enérgicos que son Jeanne y su marido (Maurice Thorez) y creo que lograrán vencer todas las dificultades que se presenten en casa (Moscú). Pienso que harías bien, cuando te ocupes de la adopción del pequeño, en insistir sobre la mala influencia que tenía el amigo de José (Beria) en la educación de nuestro hijo y hasta qué punto él y sus hombres (los consejeros soviéticos) se han portado mal con nuestro Michel (yo). Y puesto que estamos arreglando definitivamente nuestros asuntos de familia, deberíamos al mismo tiempo, arreglar en casa (Moscú) los asuntos de Raymond. Me ha sorprendido mucho que no solamente Gérard (yo), sino sus condiscípulos (mis coacusados), hayan tenido tantos contratiempos en el asunto del que me habláis.

… Cuando gestiones la autorización para visitarme, pide que sea más larga que de costumbre.

(Añado a continuación algunos encargos que mi amigo Vavro hace transmitir por Lise a su familia).

"Yo voy tirando. He tenido una bronquitis, pero ya estoy restablecido. No te preocupes. No sabes lo que pienso en vosotros y cuánto te quiero, Lise mía…».

Un día de la primera semana de octubre, un guardián viene a buscarme y me lleva a una celda de la sección de traslados que se encuentra en el nuevo edificio de Léopoldov. No tengo tiempo de hablar con Vavro y Otto antes de salir. Sé perfectamente que mis compañeros de celda les informaran y sé también que, al no poderles dar ninguna información de a dónde voy, van a sentirse inquietos y preocupados por mí. Cada desplazamiento o cambio en nuestra situación actual es inquietante. Paso la noche solo en una celda. Al día siguiente por la mañana, muy temprano, me hacen ponerme mi traje de calle. Me encadenan las manos y los pies. Entre dos guardianes de escolta, me siento en un coche que tiene cristales opacos en las ventanillas. No sé adonde me llevan.

Después de una parada en Olomouc, los guardianes me dicen que vamos a Praga. ¿Por qué? No lo saben. Me dicen, sin embargo, que este traslado se efectúa por orden del Ministerio del Interior. Les ruego que me quiten las cadenas. Los guardianes se excusan cortésmente de no poder hacerlo, pues, según me dicen, la orden que han recibido menciona especialmente la obligación de encadenarme durante el viaje. Hace ya mucho frío en esta época del año. Tirito durante todo el viaje en este coche que, por una razón desconocida, no tiene calefacción. Me siento febril.