Sé muy bien lo precaria que es mi situación en este grupo de Ruzyn, y que la menor imprudencia puede perderme. Sin embargo, estoy decidido a encontrar, cueste lo que cueste, el medio de hacer saber la verdad en el exterior. Debo prepararme para esta eventualidad tan pronto como mi familia esté a cubierto y yo mismo me encuentre fuera del alcance de los maestros de ceremonias de la prisión. Estoy obsesionado por esta idea y en cada una de mis cartas, en cada una de nuestras entrevistas, insisto en que Lise acelere su partida. En efecto, lo primero que es necesario es que mi familia escape a las presiones para que el chantaje que me hacen se desvanezca. Una vez conseguido esto, podré pasar a una nueva fase de la batalla. Esto, de ahora en adelante me dará una razón para vivir. Conseguir que se sepa cómo nos han arrancado las confesiones.
Sólo cuento con mi inocencia y la de mis camaradas. Pero estoy seguro que un día llegará en que, a pesar de todo lo que ahora nos abruma y de lo que no vemos el final, se nos hará justicia. Justicia póstuma, desgraciadamente, para muchos de nosotros.
Con el transcurrir de los meses mi inquietud aumenta.
¿Y si me hiciesen desaparecer antes de que se sepa la verdad? Sin duda, en el curso de nuestras primeras visitas he logrado explicar a Lise algunos aspectos del mecanismo de las confesiones prefabricadas y de la elaboración misma del proceso. Pero lo que hemos vivido es tan monstruoso, tan lejano a lo que se puede imaginar, que me doy cuenta de que le he dicho todavía muy poco. Es aún mucho más difícil de explicar que nuestra vida en los campos de Hitler, que nunca hemos conseguido que se comprendiese verdaderamente…
Además, y esto es lo más importante, no serviría de nada que Lise tratase de esclarecer la verdad, afirmando que soy yo el que le ha procurado esas informaciones. Es menester que utilice un documento escrito por mí, con explicaciones claras –aunque sumarias, naturalmente– y precisiones irrefutables sobre el mecanismo de las confesiones, sobre la fabricación del proceso, que denuncie la verdadera cara de la Seguridad y el verdadero papel de los consejeros soviéticos. ¡Así, aunque me eliminasen antes de poder ver los resultados, la verdad llegaría a saberse!
Mi objetivo inmediato es escribir. He logrado procurarme papel, un lápiz y un pequeño trozo de hoja de afeitar para afilar la mina. Pero antes de ponerme a escribir tengo que encontrar el medio de esconder mis escritos para que no los descubran durante los frecuentes registros.
Tengo muy buenas relaciones con Kevic. Es un camarada encantador, abnegado e inteligente. Sin confiarle mi verdadero proyecto, le digo que tengo la intención de redactar algunas notas sobre mi proceso y que las tendré que esconder cuidadosamente, pues su descubrimiento tendría consecuencias incalculables para mí. Le ruego que me haga fabricar, por uno de sus amigos que trabaja en el taller de carpintería, una cajita de madera como las que tienen los presos para meter su tabaco y sus colillas. Le explico con todo detalle cómo tiene que hacerla. Al cabo de una semana Kevic me entrega la caja (la conservo todavía como una preciosa reliquia). La tapa está hueca y en esta cavidad puedo esconder mis papeles.
El único que sabe lo que me propongo es mi amigo Hajdu, con el que r»o puedo tener secretos, pues es como la continuación de mí mismo.
Sólo puedo escribir en mi celda cuando vuelvo del trabajo y el domingo durante un tiempo limitado. Ahora no estoy solo. Comparto mi celda con un preso común, condenado a veintitrés años de prisión por tentativa de asesinato. Es un personaje horrible que se vanagloria de haberse burlado dos veces de la justicia. Es la tercera vez que le han detenido. «¡Las dos primeras veces no pudieron probar mi culpabilidad!».
Trabaja en las cocinas y vuelve más tarde que yo. El domingo está de servicio y yo de descanso.
Ahora estamos cada vez más vigilados. Y cuando nos encierran en la celda, los guardianes nos vigilan frecuentemente por la mirilla. He preparado bien la técnica a emplear. Me instalo para leer. Se han acostumbrado a verme devorar montones de libros. Entre las páginas del libro, coloco el papel, que tiene las mismas dimensiones. Cada vez que oigo pasos vuelvo la página. Mientras tanto, escribo con una letra minúscula y, sin embargo, legible, con objeto de decir muchas cosas en muy poco espacio.
A cada línea que escribo tengo que afilar la mina.
Cuando calculo que mí compañero de celda está al llegar, doblo el papel y lo escondo en la caja. Me han registrado muchas veces, pero no se les ha ocurrido inspeccionarla.
Cuando tengo una hoja escrita por las dos caras, la doblo cuidadosamente para reducirla al tamaño de una hoja de papel de fumar plegada en dos, como están colocadas en los librillos de Riz que nos venden en la cantina. Cuando tengo tantas hojas escritas que ya no caben en la caja, las escondo entre las hojas de papel de fumar. Para que hagan cuerpo con ellas, las coloco dobladas al tamaño conveniente entre los rodillos de la calandria, mientras mi amigo Hajdu da vueltas concienzudamente al manubrio. Estamos, en efecto, asignados al lavadero y planchamos la ropa sirviéndonos de una calandria. Para evitarme un gran esfuerzo físico, es Vavro el que da vueltas al manubrio, mientras yo hago pasar la ropa entre los rodillos.
Lise sabe que tengo que pasarle un mensaje. La próxima visita tendrá lugar en la primera quincena del mes de febrero (1954). Pido a mi mujer por carta que me traiga un paquete de tabaco y un librillo de papel de fumar Riz, pretextando que ahora prefiero liar yo mismo los cigarrillos.
Y durante la visita, charlando y fumando puedo, a pesar de la presencia del referent, cambiar fácilmente el librillo Riz por el que mi mujer ha dejado encima de la mesa.
Lise me dice que su hermana Fernande está en Praga. Ha venido para ayudarla a cuidar a sus padres, que están gravemente enfermos.
El invierno 1953-54 es terriblemente riguroso en Praga. Y las condiciones de alojamiento de mi familia, a pesar de las apariencias, son muy malas. Les han alquilado un piso en una villa. Dos familias más se reparten las otras habitaciones. La atribución de carbón es insuficiente para calentar toda la casa. Tienen que circular por ella arropados con abrigos o mantas. El primo Mirek Sztogryn les ha procurado un fogón y toda la familia se reúne al lado del fuego. Cuando llueve, las grietas de la terraza dejan pasar el agua y tienen que recogerla con calderos…
Debido a estas condiciones la madre de Lise ha caído gravemente enferma. Al principio la llevaron al hospital de Krc, en el que no acertaron a diagnosticar su mal; la mandaron a casa para Navidad –gracias a la insistencia de mi mujer– y se instaló en la única habitación caldeada. Después de una ligera mejoría ha recaído con mucha fiebre y su estado ha empeorado rápidamente. Una epidemia de gripe perniciosa hace estragos en Praga. Los hospitales están atestados. Un amigo de mi mujer, el doctor Gregor, le hizo a mi suegra una primera visita y le procuró antibióticos. Cuando fue movilizado en el hospital Charles, siguió recetándoselos por teléfono. El marido de mi prima Hanka, el doctor Pavel Urban, les propuso que la llevasen al hospital de Kolin, en donde podría atenderla él mismo. Mi mujer organizó el transporte de su madre en taxi envolviéndola en mantas y en botellas de agua caliente. En el hospital de Kolin está muy bien atendida y la cuidan mis primos y el personal facultativo.
Al principio los pronósticos eran alarmantes y se temía lo peor. Lise llamó a su hermana por teléfono a París, para decirle que viniese lo más pronto posible con su hermano para ver a su madre. Fernande y Frédo Ricol habían pedido el visado en la embajada, pero a pesar de su insistencia no llegaba. Se les concedió un mes más tarde, después de la reclamación de Jacques Duclos ante el embajador de Checoslovaquia en París por no haber concedido visado a la mujer de un miembro de la Oficina Política, Raymond Guyot, para ir a ver a su madre enferma. Mi cuñado no pudo obtener el suyo.
Después de los obstáculos que se le pusieron a Raymond Guyot para impedirle tomar contacto con mi familia en Praga, cuando vino a las exequias de Gottwald, junto a estas dificultades para expender un visado a mi cuñada, y la negativa del mismo a mi cuñado, está claro que lo que quieren conseguir es impedir que mi mujer pueda reanudar las relaciones directas con su familia.
Yo estaba convencido de ello, y así se lo escribía a Lise en la segunda parte de mi mensaje secreto:
Desde los primeros días de mi detención no han cesado de proferir los insultos y acusaciones más innobles contra ti y los otros miembros de la familia. Han querido hacerme confesar a puñetazos que Raymond estaba al corriente de mi actividad trotskista y que la apoyaba activamente, (le menciono a continuación, las diferentes acusaciones que los referent, han hecho contra Raymond y de las que ya he hablado).
Ciertos detenidos han declarado contra ti, diciendo que estabas al corriente de nuestras actividades antipartido, que asistías a nuestras reuniones clandestinas… También han acusado a Fernande y todavía más a Frédo, de quien dicen que ha sido expulsado del Partido y afirman que, como en mi propio caso, su evacuación de Mauthausen por la Cruz Roja Internacional demuestra que es un agente de los servicios americanos.
Todas estas calumnias contra ti y contra los miembros de tu familia, no son más que el propósito de la Seguridad de desacreditaros y protegerse así de las gestiones que pudierais hacer en mi favor.
Tú podrías, por ejemplo, explicar lo que ha pasado entre Field y yo. Pero al presentarte como sospechosa, tus explicaciones no serían tomadas en cuenta. Es probable que traten de utilizar todo eso contra ti para impedir que te marches a Francia, calumniándote ante el Partido Comunista Francés para conseguir que se olviden de ti.
Cuando Fernande llegó a Praga, mi suegra se encontraba de nuevo en casa, acostada y con mucha fiebre. Había sufrido una recaída. Era preciso comenzar de nuevo el tratamiento de penicilina. Mi suegro –que como viejo minero padece de silicosis, de asma y de enfisema– ha contraído una pulmonía y está muy grave. Le han acostado al lado de su mujer. Nuestros tres hijos están también en la cama con anginas. Lise ha tenido que abandonar el trabajo para ocuparse de los enfermos. Vive con el dinero que le dan algunos amigos que le siguen siendo fieles y con el de mis primos. Y por si algo faltaba una nueva catástrofe: las tuberías han estallado. ¡Se encuentra sin agua en casa y con cinco enfermos! La víspera de la llegada de su hermana estuvo a punto de caer con una depresión nerviosa. Subiendo cubos de agua, que tenía que ir a buscar al otro lado de la calle, cayó por la escalera y el agua se derramó hasta caer a la planta baja. El matrimonio joven que vive abajo es muy amable. Él, Jan Polacek, es estudiante de física; ella, María, maestra. Esta última se sentó en la escalera al lado de Lise, trató de consolarla y terminó llorando con ella. Luego la ayudó a recoger el agua…
Fernande encuentra a su familia en esta situación. Siente una pena inmensa pues en París todos se imaginan que, aunque yo sea un traidor justamente condenado, la familia vive respetada y sin que le falte nada. Lise no se ha quejado nunca en sus cartas. No ha hecho alusión a las dificultades que encontraba por todos lados y no ha dicho tampoco que la habían marginado del Partido y que le daban de lado como si tuviese peste… Lo ha hecho, como ella dice muy bien: «Primero debido a la censura de Praga, y luego a la de Francia. ¿Por qué iba a regocijar al enemigo exponiendo las miserias que sufría una comunista en un país socialista…».
En su última visita, Lise me dijo cuánto deseaba la llegada de su hermana. La necesitaba para cuidar a sus cinco enfermos, y al mismo tiempo necesita su comprensión: «Temo su reacción cuando se entere de todo a la vez: que me han expulsado del Partido, que no me he divorciado, que he reanudado el contacto contigo y que voy a verte con los niños… ¿Cómo reaccionará cuando le diga que hago todo eso porque creo en tu inocencia? ¿No creerá –y sería un reflejo normal en una comunista que ignora lo que pasa en realidad– que he perdido la cabeza? ¿Que por debilidad, por amor por ti, me he pasado al enemigo?».
La tarde de su llegada, sentada a la cabecera de sus padres llora: «¡Cómo habríamos podido imaginar que vivíais en estas condiciones!» Y la toma conmigo: «¡Él es el responsable de todas vuestras miserias! ¡Cuánto le odio!» Lise no ha tenido todavía la oportunidad de explicarle a su hermana lo que pasa. Espera el momento propicio. Pero su madre, pálida, sin fuerzas, tendida en la cama, habla la primera: «Fernande, no hables así de Gérard. Los responsables son los que le han puesto en esta situación, los que se ceban con tu hermana. Ella no te lo ha dicho todavía. Esos hombres la han expulsado del Partido… la persiguen… Y sin embargo, qué valerosa y leal se ha mostrado siempre…».
Fernande se queda con la boca abierta. Mira a su hermana y le dice: «¿Te han expulsado del Partido?». Entonces Lise le cuenta su calvario. Los combates que ha sostenido por mí antes del proceso. Y después el juicio, durante el cual había creído por un momento en mi culpabilidad, puesto que yo mismo me reconocía culpable; su carta, en la que se ponía resueltamente al lado del Partido y en contra mía… Pero su actitud irreprochable, sin grietas, no le había librado, ni a ella ni a sus padres, ni siquiera a sus hijos, del encarnizamiento de los que se presentaban como servidores del humanismo socialista.
Lise le explica luego, que desde abril me visita todos los meses con los niños. Que ahora está persuadida de mi inocencia. Le habla de la carta que le he escrito después de nuestro primer encuentro. Le traduce al francés el párrafo en el que le digo que he obrado y prestado mis declaraciones según la voluntad del Partido, que he tenido ante el tribunal la actitud que el Partido esperaba de mí, supeditando mis intereses personales a los del Partido…
Mi cuñada no está verdaderamente preparada para, afrontar una situación semejante. Por su cerebro pasa una tempestad de sentimientos contradictorios… Un día, Lise le pregunta a bocajarro en el tranvía que les conduce al centro de la ciudad: «¡Fernande, mírame a la cara! Tú me conoces bien, ¿no es cierto? ¿Piensas que yo puedo ser una enemiga del Partido?». Fernande reflexiona un momento y responde: «No, Lise, no lo pensaré nunca de ti».
La visita era, por casualidad, el uno de febrero, fecha de mi cumpleaños. Desde hacía ya algunos meses, las visitas tenían lugar en Ruzyn en la sala de guardia, bajo el control de un referent. Lise me había preparado un paquete de golosinas, y antes de que saliese de casa Fernande sacó de su bolso dos paquetes de Gauloises y dijo: «Toma, dáselos a Gérard». ¡Su convicción de mi culpabilidad empezaba a debilitarse!
Cuando Lise me cuenta las discusiones que ha tenido con su hermana, le repito que debe pedirle que le ayude para que la familia pueda volver a Francia.
Fernande había ya pensado, sin duda, en esta solución para terminar con esta vida de sufrimiento y de vejaciones contra su familia. Cuando mi mujer le habló de lo que yo le había recomendado, ella le contestó que no quería de ninguna manera que los padres siguieran viviendo en tales condiciones y que pensaba lo mismo con respecto a ella y a sus hijos. Añadió que en cuanto volviese a París hablaría a Raymond en este sentido.
A finales de febrero, Fernande escribe a mi mujer una carta en la que le anuncia: «Tengo la gran alegría de poderte comunicar hermanita, que Raymond ha ido a ver a vuestro embajador en París para pedir oficialmente que se os proporcionen todas las facilidades necesarias para que la familia: los padres, tú y los niños, podáis volver a Francia. Aquí la vida será más fácil para vosotros. Nos sentimos felices al pensar que pronto estaremos de nuevo reunidos».