El comienzo de 1953, se había llenado con el duelo de Stalin seguido por el de Gottwald. Un único programa de radio, las marchas fúnebres. La exposición del cuerpo de Gottwald en el castillo, el largo cortejo de fieles… Lise supo por la prensa que la delegación del Partido Comunista Francés fue dirigida por Raymond Guyot. Para los Ricol, aislados de todo, puesto que no conocían el checo, esta visita de su yerno era una suerte. Pero no contaban con las precauciones de la Seguridad. Raymond Guyot no consiguió unirse a ellos a pesar de su insistencia, y fue embarcado hacia el aeródromo sin haber podido saludar a sus suegros.
Cuando ellos se dieron cuenta, daba pena ver su desconsuelo. Habían esperado tanto esa visita tan deseada… Al verles tan desgraciados, Lise tuvo una llamarada de cólera contra mí: «¿Por qué nos ha arrastrado hasta aquí? ¡Por su culpa sufren mis padres hasta este punto!».
«La dimensión de mi cólera se explicaba –me diría Lise más tarde– porque sabía que Hajdu no solamente escribía a su familia, sino que tenía también derecho a recibir visitas. Sin embargo, nosotros no habíamos recibido nada, ni una sola palabra tuya desde el proceso. Eso me hacía suponer que tú ya no te atrevías a escribirnos desde que te habías declarado públicamente culpable.
»Entonces cogí la pluma y comencé la carta que recibiste. La comencé de nuevo varias veces, pues sin poderlo evitar, las palabras que escribía eran palabras de amor. Mi odio, mi rabia, tomaba sobre el papel el color de mis sentimientos reales por ti. Y todos los textos me parecían demasiado suaves. Y me enfadaba contra mi misma, sobre todo estando como estábamos tan terriblemente emocionados por la muerte de Stalin… me reprochaba ser demasiado débil contigo. Yo había dicho a los juzgados que instruían nuestro divorcio, que no aceptaría que se te retirase el derecho de paternidad sobre tus hijos, que pagabas con creces tus culpas y que el humanismo socialista no exige el aplastamiento del individuo, sino todo lo contrario, ayuda para la enmienda».
Ahora estoy verdaderamente contento de que Lise haya escrito esta carta. Pues ha sido gracias a ella por lo que hemos podido vernos de nuevo. Hasta entonces no habíamos tenido noticias el uno del otro y las dos cartas que le había escrito no le llegaron jamás…
Nunca pude comprender el por qué de esa crueldad, bloqueando mis cartas, mientras expedían las de mis compañeros. ¿Por qué se han cebado conmigo y con los míos?
Sin duda los consejeros de Ruzyn querían impedir que nos viésemos. ¿Temían que Lise lograse pasar alguna información a Raymond Guyot, y por él, a la Dirección del Partido Francés?
En todo caso, esta carta de Lise en la que habla de nuestros hijos, ha servido para que los referents y los consejeros soviéticos, convencidos de su fidelidad al Partido, hayan autorizado, sin ver en ello peligro alguno, el contacto entre mi mujer y yo.
Estaban también los nuevos acontecimientos producidos en la URSS y en Checoslovaquia, después de la muerte de Stalin y de Gottwald, de consecuencias políticas inevitables. La revisión de la causa de los «Blusas Blancas» terminó con la rehabilitación de los acusados, esto presagiaba un nuevo derrotero en la URSS, un derrotero que la condujo, en febrero de 1956, al XX Congreso.
Durante este período los dirigentes checoslovacos del Partido y de la Seguridad empezaron a tener cierta inquietud. No estaban muy seguros de la actitud a adoptar con respecto al proceso. Los supervivientes de este proceso representamos, en la coyuntura actual, un factor político que sobrepasaba ampliamente nuestras propias personalidades.
El desarrollo de los acontecimientos ha demostrado que mis deducciones eran justas. Durante algunos meses, nuestras condiciones de encarcelamiento se mejorarán, aunque más tarde tengamos que sufrir –cuando esos mismos hombres, impulsados por los consejeros soviéticos que sacaron de nuevo las uñas a medida que se iban convenciendo de que no se tocaría el proceso y que las cosas se quedarían como estaban– un empeoramiento de esas condiciones, hasta el punto de que nuestra vida de presos será ahora más penosa que la de los verdaderos enemigos del régimen y la de los peores criminales de derecho común.
Pocos días después del regreso a Francia de Raymond Guyot, mi familia recibió una carta urgente y certificada de París, en la que mi cuñado les decía cuánto sentía el no haber podido verles, a pesar de sus deseos. También les comunicaba que había dejado a un camarada de la Sección Internacional del Comité Central un paquete de golosinas para las Pascuas de los niños y que esperaba que ya lo hubiesen recibido…
Lise me dijo: «No habíamos recibido ningún paquete. Llamé por teléfono varias veces al responsable de esa sección para reclamarlo. Encontraban siempre una excusa cualquiera. Al cabo de tres semanas nos trajeron –¡al fin!– el regalo de Raymond: la gallina, el pez y el huevo de chocolate, llenos de bombones, ¡estaban rotos en mil pedazos! La Seguridad buscaba, sin duda, el mensaje secreto que Raymond Guyot hubiera podido pasar en el chocolate…».
Después del veredicto, una avalancha de desdichas cayó sobre mi familia. Lise fue trasladada durante el proceso del taller de magnetos para aviones militares a otro en el que se reparaban las piezas de motores de automóviles y de camiones civiles. Este cambio tuvo como consecuencia una rebaja considerable del salario. Era, en efecto, un nuevo desafío…
«Tiempo después, durante la mañana del trece de marzo de 1953 –dice Lise– los altavoces anunciaron que las camaradas Hrbacova (Antoinette) y Londonova, tenían que presentarse en el despacho del director. Allí nos encontramos con Karel Berger, que también había sido convocado. El presidente de la organización del Partido, el director de la fábrica y los miembros del Comité de empresa estaban sentados en semicírculo, con las caras largas y el gesto fruncido. ¿Qué es lo que nos esperaba todavía?.
»El presidente del Partido nos dijo: «Después de discutir vuestro caso, hemos decidido que debéis marcharos los tres inmediatamente de la fábrica.
»¿Cuál era el motivo de esta decisión? Karel Berger era culpable por haberme admitido en la fábrica cuando era director, Antoinette, por ser amiga mía y yo, por ser la esposa de London…
»Antoinette se echó a llorar. Karel, muy digno, miró severamente a sus antiguos compañeros de trabajo. Yo me levanté e interpelé a cada uno de los miembros del Comité de empresa, al que era mi jefe en aquellos momentos, los obreros que habían trabajado durante largos meses a mi lado en un caluroso ambiente de camaradería: «Tú, Fulano, me conoces bien. ¿Tienes que hacerme algún reproche? Y tú… y tú… y tú… ¿tenéis que hacerme alguna crítica con respecto a mi trabajo o a mi comportamiento en la fábrica, en el sindicato, en la organización del Partido? Queréis juzgarme. ¿Por qué y con qué derecho? Aunque mi marido fuese personalmente culpable de haber cometido actos contra el Partido y contra su país, ¿qué culpa tengo yo y mi familia? ¿Por qué tendrían que sufrir por eso mis padres y mis hijos, a los que conocéis perfectamente? Despidiéndome de esta fábrica me condenáis a no poder darles de comer. Vuestro comportamiento no tiene explicación ni desde un punto de vista humano ni desde un punto de vista socialista. Un día recordaréis lo que habéis hecho y os arrepentiréis de vuestra actitud. Se os caerá la cara de vergüenza.
»Estaba absolutamente desencajada y mi vocabulario checo se enriqueció súbitamente, como en esos sueños en los que te oyes pronunciar grandes discursos en una lengua extranjera…
»Hablé también de Karel Berger: “Me ha contratado porque sabe que tengo cinco personas a mi cargo y que estoy sin recursos en un país extranjero. Despedís a este hombre porque se ha portado como un camarada compasivo y humano. ¿Y qué reprocháis a Antoinette? ¿Que sea mi amiga? ¿Que haya seguido demostrándome su amistad cuando tantos otros me volvían la espalda? Es verdad que sigue teniendo confianza en mí, pues sabe que soy digna de ella… ¡Y por eso la echáis!”.
»Nuestros jueces no estaban muy orgullosos de su papel. Los únicos que siguieron mostrando su hostilidad fueron el presidente de la organización del Partido y el director que había reemplazado a Karel Berger.
»Nos trasladaron a una fábrica completamente diferente. En sus talleres se fabricaban piezas de recambio. Tuve que empezar a aprender otro oficio nuevo. ¡Y sufrí las consecuencias ya que cobraba lo que un aprendiz! Pero todavía no sabía lo que me esperaba. Era la última que había entrado en los talleres y además, la mujer de London. Me dieron los trabajos más penosos y los peor pagados, todo lo que los otros obreros no querían hacer.
»Mi primera tarea consistió en desbastar piezas en una máquina que no tenía ninguna pantalla de protección. Los pelos metálicos del cepillo cilíndrico que giraba a gran velocidad se soltaban y pronto tuve la cara acribillada. Perlada de gotas de sangre. Lloraba de rabia. Al final fui a ver al director: –¡Mire en qué estado tengo la cara! ¿Cómo puede usted ponerme a trabajar en una máquina semejante? ¡Si la seguridad laboral se enterase de esto le costaría caro!
»Los días pasaban. Pedí que me dejasen trabajar en otra maquina. Pero siguieron dándome el trabajo que nadie quería hacer. ¡Trabajando como un condenado ganaba apenas la cuarta parte de mi salario anterior! Era una catástrofe para nuestra familia.
»Cada vez que me quejaba al contramaestre, se hacía el sordo, lo mismo que el delegado sindical. ¡Era tan práctico haber encontrado al final la víctima que hiciese todos los trabajos que se habían ido quedando en los rincones!
»Un buen día decidí que la broma había durado bastante. Fiché como de costumbre y luego me presenté al contramaestre: “Vengo para hacer acto de presencia, pues sé que no debo abandonar el trabajo que me ha sido asignado. ¡Sin embargo, estoy decidida a empezar la huelga de brazos caídos hasta que usted me dé un trabajo que me permita alimentar a mis hijos y a mis padres!”.
»Cogí un taburete y me senté en medio del taller. El delegado sindical y los representantes de la Dirección vinieron a pedirme que cambiara de actitud: “Yo no me niego a trabajar, pero quiero un trabajo que me asegure un salario decente. ¡Pónganme en una máquina en la que pueda ganarme la vida!”.
»Por la tarde vino el contramaestre para anunciarme que al día siguiente por la mañana, un obrero me enseñaría a manipular una pulidora. Había ganado la partida. Aprendí rápidamente el manejo de varias máquinas y poco a poco mi sueldo fue subiendo».