Hacía más de quince meses que Lise trabajaba en la fábrica, cuando el dieciocho de noviembre de 1952, una llamada telefónica de la Seguridad le comunica que debe estar en casa al día siguiente hacia las diez. Un hombre vestido de paisano llega a la hora prevista para que le dé un traje mío, ropa interior, una camisa y una corbata. Lise trata de sonsacarle noticias, pero se muestra evasivo, contentándose con decir que yo estaba bien.
"El hecho de que vinieran a buscar esa ropa para ti –me dijo Lise– me dio una gran esperanza. Me convencí a mí misma de que iban a ponerte en libertad. Cantaba en el trabajo mientras limpiaba mis magnetos. Estaba segura de que ibas a reunirte por fin con nosotros. Antoinette, que había logrado también entrar en mi fábrica, compartía mi entusiasmo: «A lo mejor cuando vuelvas a casa le encuentras allí…”
Dos días después, el jueves veinte de noviembre, Lise tomó como de costumbre el tranvía de las cinco de la mañana. Le extrañó que en lugar de ir somnolientos, como todos los días, los pasajeros se mostraban absortos en la lectura de los periódicos. Podía leerse en primera página un gran titular. Como Lise es miope, se acercó a un viajero que sostenía el Rude Pravo con los brazos bien estirados. Al fin consiguió leerlo:
PROCESO A LOS DIRIGENTES DEL NÚCLEO DE CONSPIRACIÓN CONTRA EL ESTADO DIRIGIDO POR RUDOLF SLANSKY.
Creyó encontrar en esta noticia una explicación. No podían ponerme en libertad antes de que se celebrase el proceso. Luego su mirada se dirigió hacia una lista encuadrada con trazos negros. Y leyó los nombres de los catorce inculpados. Allí estaba el mío. Fue así como se enteró de la noticia. La masa de viajeros impidió que cayese al suelo desmayada.
Continúo el relato con las mismas palabras de Lise:
«Al llegar al trabajo, mis compañeros no se atrevieron ni a darme los buenos días. Habían leído la noticia y no sabían qué decir. Hacía más de un año que trabajaba con ellos y me apreciaban bastante.
»Antoinette llegó algo más tarde. Estaba pálida y demacrada».
»“¿Conoces el acta de acusación?”, me preguntó.
»“No, todavía no”.
»"Contiene acusaciones terriblemente graves contra Artur…”. Le pedí su periódico y corrí a encerrarme en los retretes para tratar de descifrar los párrafos en los que figuraba tu nombre. Me costó trabajo comprenderlos –leo muy mal el checo–, pero deduje que te acusaban de espionaje con Field y Zilliacus, y también de complicidad con Slansky en su trabajo de zapa y de traición.
»Volví como un autómata a mi banco de trabajo y traté de continuar mi faena. Pero se me nublaba la vista y apenas si distinguía la pieza que estaba limpiando. Salvo el ruido de las máquinas, no se oía ni una sola voz en el taller, habitualmente tan lleno de interpelaciones ruidosas de banco a banco, de gritos y de risas. Callaban, creyendo así respetar mi dolor.
»Al cabo de un rato, vino a verme el viejo capataz: “Señora London, comprendemos lo penoso que debe ser para usted trabajar hoy. Estará mejor en su casa, entre los suyos. Tiene usted permiso para ausentarse hasta el lunes”.
»Le di las gracias y me marché enseguida.
»Al llegar a Prasny-Most, donde tenía que cambiar de línea, me encontré cara a cara con Françoise, que esperaba el tranvía para ir al liceo. Se arrojó a mis brazos, y entonces ya no pude contenerme y me eché a llorar. Y fue mi hija, acostumbrada a ver en su madre a una mujer fuerte, a un sostén sin flaqueza, ¡la que tuvo que consolarme! Lo hizo como me lo había visto hacerla mí muchas veces para calmar el dolor de ella o de sus hermanos: “No, mamá. No debes llorar. Sé que es duro para ti, para nosotros. Pero ya verás cómo un día esas lágrimas de dolor se transformarán en lágrimas de alegría. Todo se explicará y papá volverá a reunirse con nosotros. ¡No es más que una pesadilla, no llores, mamá!”.
»Nos separamos. Françoise, que es muy orgullosa y tiene carácter –lo probó negándose a cambiar de liceo después de tu detención– decidió aquel día ir a clase.
»Cuando intenté disuadirla me respondió: “No te preocupes por mí, mamá, no permitiré que nadie me provoque ni que se metan conmigo…”.
»Al llegar a casa encontré a mis padres muy abatidos. Françoise les había puesto al corriente. ¡Mamá lloraba y papá te maldecía! A mediodía, cuando Gérard volvió de la escuela para almorzar, me hizo cándidamente esta pregunta: “Di, mamá, ¿no es cierto que el London del proceso no tiene nada que ver con nuestra familia?”. “¡No, hijo mío!”. Y él, entonces, con un suspiro de alivio, dijo: “¡Ya se lo había dicho a mis compañeros!”. Le mentí porque todavía esperaba…, ¡lo imposible!.
»Jueves… viernes… Durante todo el día la radio transmitía los debates del proceso. El sábado te llegaba el turno… Esperaba impacientemente tu declaración, pues en el fondo de mi corazón creía todavía que te explicarías delante del tribunal y que –¿quién sabe?– quizá proclamases tu inocencia. Desgraciadamente….
»Agrupados alrededor del aparato de radio, esperábamos el momento fatídico. Estaban conmigo Antoinette, la mamá de Hajdu, Renée y su marido, y nuestros padres sentados el uno al lado del otro, como si quisieran apoyarse mutuamente. Françoise tenía fiebre y se había echado en el diván con mi mano entre las suyas. Michel y Gérard jugaban en otro cuarto».
»La voz del locutor subió de pronto de tono: “Ahora proseguimos la retransmisión del proceso… Transmitimos primero las declaraciones de dos testigos de la acusación contra Clementis y acto seguido los interrogatorios de Artur London y de Vavro Hajdu, ex Viceministro de Asuntos Exteriores”. Françoise me apretó aún más la mano.
»¡Y luego tu voz! ¡Te oímos a ti! A pesar de que entendía muy mal, ¡comprendí perfectamente! A la pregunta del Presidente: “¿Reconoce usted su culpabilidad?”., tú respondiste: “confieso que soy culpable…”. ¡Culpable! ¡Se declara culpable! No hacía más que repetir esas palabras. El resto de tu declaración casi no lo comprendí. Entendía algunas palabras sueltas: contactos de espionaje con Field… Zilliacus….
»Sin duda, de haber conocido mejor la lengua checa, ciertos giros de estilo, e incluso la forma en la que estaba construida tu confesión, me hubieran inspirado las dudas que tuve más tarde cuando comprendí muchas cosas. Pero entonces percibía globalmente tus afirmaciones de culpabilidad, prescindiendo completamente de los matices. Estábamos todos aterrados.
»Es atroz. Pensaba: ¡Si se declara culpable, es que es culpable! Me acordaba de tu actitud durante la guerra, cuando nos detuvo la Brigada Especial Antiterrorista y nos interrogaban noche y día. Tú te quedaste mudo. Tus verdugos no pudieron arrancarte ninguna información, ningún detalle sobre tu actividad en la Resistencia. Siempre ignoraron que tenían en sus manos una buena presa: Gérard, el dirigente del TA (Trabajo Alemán), buscado en toda Francia por la Gestapo. Lo habrías pagado muy caro si hubieses sido identificado».
»¿Cómo pensar que un hombre capaz de resistir en semejantes condiciones, iba a declararse culpable si no fuera cierto?
»¿Cómo imaginar la existencia de métodos capaces de convertir a un inocente en un culpable? Para imaginar algo semejante hubiese sido preciso dudar del Partido. Y por entonces yo no era capaz de dudar. Había otra razón por la que te creía culpable: tú sabias que escucharíamos tu declaración. Me decía a mí misma que por el cariño que nos tenías, a mí, a tus hijos y a nuestros padres, no habrías aceptado jamás declararte culpable siendo inocente. Sólo el pensar en el sufrimiento que nos causaría esa declaración, te hubiera impedido hacerlo. ¡Antes morir!.
»Recuerdo haber dicho a nuestra pobre Françoise, que tiritaba de fiebre y de emoción:
»“Es tu padre el que confiesa su culpabilidad. ¿Lo oyes?, es su voz. No debemos olvidar nunca que ha abandonado todos sus ideales, que es culpable…”. Y luego tuve que decir la verdad a nuestro Gérard. Nunca olvidaré la expresión de su rostro. Me miró con sus grandes ojos llenos de lágrimas como implorando: “¡No mamá, no es verdad, no, mi papá no!”. Llorando a todo llorar huyó del cuarto para ocultar su pena. En casa no habló más de ti, pero más tarde me entere de que se había peleado muchas veces con los chicos de su edad, que le lanzaban tu nombre como un insulto…
»Cuando te escuché, reaccioné como te lo predecía en mis cartas, como lo había escrito tantas veces a la Dirección del Partido cuando luchaba por ti: no seguiría siendo la mujer de un traidor, de un espía. Como comunista no podía escoger entre un traidor como tú y el Partido. ¡A pesar de lo duro que era desde un punto de vista humano, me quedaba indefectiblemente al lado del Partido!.
»Bajo la impresión que acababa de recibir oyendo cómo te declarabas culpable, escribí al Presidente Gottwald y al Presidente del Tribunal, una carta que luego explotaron vergonzosamente en la prensa, después de haber eliminado todo su contenido humano.
»Su redacción exacta era la siguiente:
Praga, veintidós de noviembre de 1952.
Al Presidente Gottwald:
Después de la detención de mi marido, con los datos que poseía sobre su vida y su actividad, pensaba que era la víctima de unos traidores que intentaban disimular, cubriendo con el caso London, su actividad criminal en el Partido. Y hasta el último momento, es decir, hasta ese día en que le oí por la radio, esperaba que aún en caso de haber cometido faltas, no serían irreparables y que de tener que responder de ellas ante el Partido y el Tribunal, sabría pagarlas y enmendarse, para poder más tarde entrar de nuevo en la gran familia comunista.
Desgraciadamente, después de la lectura del acta de acusación y la audición de su confesión, mis esperanzas han caído por tierra: mi marido no ha sido una víctima, sino un traidor a su Partido, un traidor a su país. El golpe es duro. Un traidor ha podido vivir a mi lado y al lado de los míos, todos comunistas desde hace mucho tiempo, sin que pudiésemos sospecharlo. Mi padre decía durante la ocupación: «Estoy orgulloso de saber que mis hijos han sido detenidos por su fidelidad a sus ideales y al Partido Comunista. En cambio, preferiría verles muertos que saber que son traidores. Y ahora vemos al padre de mis tres hijos comparecer delante del Tribunal del Pueblo como traidor. He tenido el doloroso deber de informar de la realidad a mis dos hijos mayores. Me han prometido que se conducirían siempre como verdaderos comunistas».
Aunque sé que los lazos entre padre, hermano, marido, hijo, no deben contar ante el interés del Partido y del Pueblo, sufro mucho y creo que es humano. Pero, como comunista, debo sentirme contenta teniendo ante todo en cuenta los intereses del pueblo checoslovaco y de la paz mundial, de que haya sido descubierto ese núcleo de conspiración contra el Estado y unir mi voz con la de toda la gente honrada del país para reclamar un justo castigo para los traidores que ustedes juzgan.
Lise London.
»Mi segunda reacción fue la de presentar, el mismo lunes por la mañana, mientras continuaba el proceso, una demanda de divorcio en el Tribunal Civil de Praga. Motivo: imposibilidad para una comunista de seguir siendo la esposa de un traidor a su Partido y a su país».
»Ese mismo día, el quinto del proceso, volví a la fábrica. Cuando ya habíamos pasado la intersección de la línea, Karel Berger que trabajaba desde hacía algún tiempo como simple obrero en la fábrica (le habían despedido de la dirección algunos meses antes, alegando que no era de origen obrero y que había estado en Occidente durante la guerra), subió al tranvía. Vino a sentarse a mi lado. Después de haberme estrechado afectuosamente la mano me dijo: “Lise, sobre todo, no creas que te hago reproches. Sé lo sincera que eres y que has escrito lo que te dictaba tu conciencia. ¡Pero no debías haberlo hecho, porque tu marido es inocente!”.
»Le miré atontada: “¿Pero tú le has oído como yo declararse culpable por la radio el sábado?”.
»"Sí, le he oído. Pero no creo en ese proceso. Todas las declaraciones y el acta de acusación suenan a moneda falsa…”.
»"Pero Karel, detrás del proceso está el Partido. Ha debido verificar previamente las acusaciones. ¿Qué interés tendría el Partido en hacer un proceso semejante si no fuese verdad?”.
»"Yo me hago esta misma pregunta constantemente. Pero sé que no siempre el Partido obra bien, no hay más que ver la actitud que ha tenido contigo y con tu familia. ¿Lo merecíais? No. Creo que el Partido ya no es lo que era antes. Se ha deshumanizado. Tú no comprendes bien el checo, si no, no te hubieras dejado convencer. Hay por ejemplo, un tufo de antisemitismo en el acta de acusación y en los debates que no puedo admitir. Y luego, ¿cómo puede uno explicarse que, de la noche a la mañana, los que fueron héroes ayer se vuelvan hoy traidores y espías? Como no lo comprendo y no estoy de acuerdo, he decidido devolver a la Organización mi carné del Partido”.
»Creo que es digno de tener en cuenta que, en un período de histeria colectiva, un hombre luchando contra corriente, haya tenido el valor –pues era preciso tenerlo para hacer eso en aquella época– de dimitir del Partido, justificando su acto con las siguientes razones:
»“Mi hermano era antes de la guerra un dirigente estudiantil en Praga. Deportado durante la guerra, murió en el campo de Auschwitz. Yo era muy joven cuando él militaba en el Partido, pero le admiraba, y su ejemplo me enseñó a respetar las ideas comunistas”.
»“Refugiado en Francia, después de la entrada de los esbirros de Hitler en nuestra patria, me incorporé al Ejército checoslovaco, reconstituido en Agde. Tenía entonces dieciocho años. Allí viví durante varios meses con voluntarios veteranos de las Brigadas Internacionales. Pronto ganaron mi estima, mi cariño y mi confianza. Encontré en ellos la pureza y el valor de mi hermano. Los tomé como modelo y quise seguir sus pasos”.
»“En el proceso, esos hombres han sido puestos en la picota. No lo comprendo, y las explicaciones que me han dado no me han convencido”.
»“Creo que no sería honesto seguir siendo miembro del Partido que les ha condenado. Por eso, –y sintiéndolo mucho– os devuelvo hoy mi carné del Partido…”.[53]
»Yo no ignoraba las consecuencias que podía acarrearle este gesto. Ya había sido destituido de su puesto de director. Pero para él lo más importante era estar en paz con su conciencia…
»Cuanto más me asaltaban las dudas sobre tu culpabilidad, a medida que Renée y Antoinette me traducían tu declaración y el resto de los textos del proceso, más trataba de mantenerme firmemente al lado del Partido. No se puede expresar mi estado de ánimo de entonces más que comparándolo con el de una monja que, temiendo la tentación del diablo, redobla sus oraciones y sus ejercicios de mortificación. Temía que me cegara mi amor. No era posible que yo tuviera razón contra todo el Partido».
»Y luego me pesaba el hecho de estar en tierra extranjera. Los camaradas franceses me habían hecho el vacío. Cuando he visto por casualidad a alguno de ellos durante un paseo y he empezado a hablar en tu favor, han desaparecido como por encanto. Supe que una camarada del Movimiento para la Paz había comunicado a la Dirección de París que mi actitud era muy peligrosa; que me colocaba en una plataforma antipartido y que reaccionaba más bien cómo la hembra que defiende a su macho que como comunista. Los responsables del Movimiento me dijeron que no volviese a poner los pies en su despacho y ordenaron a mis camaradas que no me dirigiesen la palabra. El responsable de la sección francesa en la radio, hizo otro tanto. Era una apestada».
»A fuerza de decirles que, si el Partido me daba las pruebas de la traición de mi marido, sabría portarme como una verdadera comunista, fui sintiéndome prisionera de mi personaje. Por mí misma, por mis hijos, por mis padres, debía seguir teniendo una posición intransigente, porque si la duda empezaba a soplar, todo el edificio correría peligro. Pensaba: Lise, vas por mal camino. Cuidado, Lise, el que empieza a preguntarse si es aún un buen comunista está ya bajando la cuesta que le conducirá a la charca de la reacción. ¡Ah!, esas consignas, esas frases hechas… terminan por impregnarte, por quitarte tu propio juicio».
»Mañana y tarde, los altavoces difundían en los talleres la retransmisión de los debates. Las preguntas del Presidente y de los fiscales, las declaraciones de los acusados y testigos. ¡Una pesadilla; Captaba tan sólo algunas palabras y nombres que conocía. No sé, cómo he podido seguir trabajando con una atmósfera semejante. Y luego llegó el día de la lectura del acta de acusación y de las últimas declaraciones de los acusados».
»Desde el comienzo del proceso, se hacían pronósticos sobre las condenas. En los últimos momentos se decía que serían muy graves. Pero cuando al día siguiente por la mañana, después de la lectura de la sentencia, el Presidente comenzó el enunciado de las condenas, se quedaron todos estupefactos: pronunció once veces la pena de muerte… y luego vino tu nombre y los de Vavro Hajdu y Eugen Lóbl. Estaba apoyada en el banco de trabajo, con la cabeza entre las manos, no quería escuchar. Me gritaron: “¡A perpetuidad!”. Eran mis compañeros que comprendían el estado en que me encontraba. “¡Seguirá viviendo!”. Respiré profundamente. Lloré. No tuve fuerzas para levantarme…».
»Antoinette, que trabajaba en el taller contiguo, vino gritando: “¡Ha salvado la cabeza!”. Me abrazó llorando. Los obreros callaban. Dos de ellos, que en otros tiempos trabajaron en el Ministerio de Asuntos Exteriores y te conocían vinieron a verme y me estrecharon la mano sin decir nada. Karel Berger vino también para decirme: “¡Me alegro mucho por él, por ti y por los niños!”.
»Mi nuevo jefe –me habían cambiado de taller desde que comenzó el proceso– un hombre de unos cincuenta años, robusto y jovial, me dijo algunos días más tarde: “Lo principal, señora London, es que su marido esté vivo. Algún día se encontrarán de nuevo reunidos”. Y viendo mi mirada interrogativa añadió: “¡Este proceso ha sido una comedia y una sarta de mentiras! Usted no conoce bastante bien el checo para comprenderlo. Acuérdese bien de mi previsión: un día volverán a vivir juntos, estoy dispuesto a apostar lo que quiera con usted…”.
»El día que pronunciaron el veredicto, cuando llegué por la noche a casa y nos encontramos todos reunidos, Françoise gritó casi alegremente, saltándome al cuello: “¡Está vivo! ¡Es lo principal!”. Mamá lloraba de alegría y papá ocultaba su emoción, bajo un aspecto huraño, tirando nerviosamente de la punta de su bigote blanco.
»Lo único que mi padre no había podido admitir en el proceso era el antisemitismo. Cuando le tradujimos la presentación de los acusados con el calificativo para once de ellos de 'origen judío', se exaltó: “¡Y eso qué tiene que ver! Desde que estoy en el Partido he oído siempre decir que el antisemitismo es el arma de la reacción para sembrar la cizaña en el pueblo. Entonces, ¿por qué hacen intervenir aquí ese factor? ¿Judío? Judío, ¿y qué…? ¿Qué diferencia hay? ¿Se dice de los otros si son de origen protestante o católico?”. Y cada vez que se acordaba se ponía furioso. Por lo demás: condenado como traidor, espía y todo lo que sigue, no se le pasó siguiera por la cabeza poner en duda una sentencia que venia del Partido, aunque se tratase de su yerno».
Algunos días después del proceso, Lise, que estaba en el equipo de la tarde, se marchó a casa después del trabajo. Abrumada por el peso de sus tristes pensamientos, se paseaba de un lado a otro en la intersección de Prasny-Most, donde tenía que cambiar de tranvía. Eran cerca de las once de la noche. De pronto vio una figura bajita y menuda, vestida con un traje de noche y una mantilla negra en la cabeza que venía hacia ella. Y luego, la figura se convirtió en algo cálido y vivo cuando Lise reconoció en ella a Lea, la mujer del embajador de la RDA en Praga, Fritz Grosse.[54] Había reconocido a Lise cuando volvía en el coche de la embajada de una recepción, y pidió al chofer que la dejara algo más lejos, con el pretexto de andar un poco hasta su villa.
Yo conocía a Fritz y Lea desde los tiempos lejanos de nuestra juventud cuando eran, tanto el uno como el otro, militantes de las Juventudes Comunistas Alemanas.
Durante la guerra, Lea, que había sido detenida por los esbirros de Hitler, consiguió evadirse de una fortaleza alemana, y después de numerosas peripecias en territorio polaco en el que la ayudaron los guerrilleros, se refugió en la URSS, y allí permaneció durante toda la guerra. Fritz estuvo durante más de diez años completamente incomunicado en una prisión, y todo el mundo creía –incluso su mujer– que lo habían matado. Cuál no sería su estupor y mi alegría al encontrarle vivo cuando llegué a Mauthausen, en donde estaba deportado desde hacía ya algunos meses. Éramos muy amigos y teníamos contactos frecuentes, pues él participaba activamente en el trabajo clandestino de la resistencia del campo.
Después del nombramiento de Fritz como embajador de la RDA en Praga, nos vimos más a menudo.
Lea preguntó a Lise cómo estaban los niños y sus padres, a quienes quería mucho. Le contó cuánto sufrían ella y Fritz con todo lo que ocurría en Checoslovaquia. El proceso, ¿por qué?, ¿por qué ese antisemitismo? Era horroroso cómo habían tratado a Geminder. Durante la guerra, Lea había sido una de sus colaboradoras. Él dirigía entonces las emisiones de Radio Moscú para todos los países ocupados. Lea trabajaba en la sección que emitía para Alemania. Había además tantas cosas oscuras en ese proceso… Ella no quería quedarse en Checoslovaquia. Su marido había pedido el traslado y querían marcharse, volver a Berlín. Preguntó a Lise su nueva dirección y antes de marcharse le envió un paquete anónimo de víveres y golosinas.