Capítulo II

Los días discurren aún más lentamente que antes y no se terminan nunca desde que espero esta visita. Hace demasiado tiempo que estoy en aislamiento, que no hay ningún punto de referencia en mi vida. Y de pronto todo ha cambiado, trastocado. Es como un vino demasiado fuerte. A mi impaciencia se suma la angustia: «¿Cómo voy a encontrarles? ¿Cómo me acogerán? ¿Qué le podré decir a Lise, puesto que me han prohibido bajo pena de muerte explicar…? ¿Y si esta visita en lugar de ayudar a poner las cosas en claro sólo sirviese para embrollarlas?». Nos han puesto en una situación tan inexplicable, tan tremebunda, tan absurda… No puedo esperar que me comprenda, que me crea… Y de conseguirlo he de persuadir al mismo tiempo a Lise de que continúe con los trámites del divorcio… Esta semana, desgarrada entre la esperanza y los temores, es una de las peores de mi vida.

Al fin, el miércoles ocho de abril de 1953, el barbero viene a mi celda para afeitarme a pesar de que no es su día habitual. Hoy es sin duda el día de la visita. Hace ya más de veintiséis meses que no he visto a Lise. Veintiséis meses de torturas continuas y de infamias.

Estaba en lo cierto. A primera hora de la tarde, el referent viene a buscarme. Me lleva al ropero para cambiar mi vestimenta de presidiario por un traje de paisano. Me vendan los ojos y me hacen montar en un coche. Sorprendido, pregunto al referent dónde se celebrará la visita. Me responde que vamos a la Bartolomejska, en pleno corazón de Praga, donde se encuentran varios servicios de la Seguridad y del Interior. Antes de llegar me quita la venda. Atravesamos el puente de las Legiones. Pasamos por enfrente del Teatro Nacional. La gente, va y viene por las calles, se cruza en las aceras y sale de las casas y de las tiendas. Para ellos no ha ocurrido nada. El mundo ha seguido dando vueltas, mientras que para mí se ha parado desde hace mucho tiempo.

Llegamos a la callejuela llamada Bartolomejska. Entramos en un garaje. Subo un piso, acompañado de mi referent. Seguimos por un pasillo de alto techo. El referent abre una puerta y se aparta para dejarme entrar. ¡Están allí! Miro a Lise: está muy recta, pero no puede disimular su emoción. A pesar de la expresión de tristeza de su rostro, la encuentro aún más hermosa que antes, con el pelo estirado y anudado sobre la nuca con un gran moño. ¡Françoise!, está tan alta como su madre, y sus largos cabellos rubios y rizados caen como una cascada sobre sus hombros; ¡qué bonita y qué tierna es su sonrisa!, ¡y cómo me abraza! Gérard –que se ha hecho ya un muchacho– tiene aspecto de chico travieso y revoltoso. Se queda tímidamente al lado de su madre. ¿Y Michel? Es al que encuentro más cambiado; cuando le vi por última vez era un bebé que daba sus primeros pasos. Y ahora tiene más de tres años. Me mira sorprendido con sus grandes ojos negros embebecidos de una expresión de tristeza que ya tenía desde muy niño y que seguirá teniendo durante largos años.

Lise empuja a los chicos hacia mí. Gérard me abraza: «¡Buenos días, papá!» Yo le abrazo muy fuerte. Michel se acerca. Saca de sus bolsillos dos huevos duros, pintados con diversos colores como es costumbre por Pascua. Los tiene en sus manitas y me los tiende: «¡Son para ti, papá! ¡Te los regalo!».

Se me saltan las lágrimas, emocionado por su gesto. Me agacho para ponerme a su nivel.

Y le cojo entre mis brazos. Lise esta a nuestro lado y mira nuestro grupo con un aire severo y enternecido a la vez. Levanto los ojos hacia ella: «Me encuentras muy cambiado y envejecido, ¿no es cierto?». Su rostro se ilumina con una sonrisa y dice: «Si sólo es eso lo que te preocupa Gérard, es una buena señal».

Tengo ganas de cogerla entre mis brazos, de abrazarla, pero no me atrevo. El referent nos dice que tenemos una hora de visita y nos pide que no hablemos más que en checo.

Se instala detrás de una gran mesa de despacho que se encuentra en un rincón de la vasta habitación. En el centro de la pared del fondo hay una rinconera con forma de salón con un sofá para tres personas, una mesa redonda y dos butacas. Lise me empuja hacia una de las butacas. Me siento de espaldas al referent. Lise se instala frente a mí, con Françoise y Gérard en el sofá. Michel se queda a mí lado.

Mientras que Lise me habla de sus padres empuja con el codo a Françoise. Mi hija se levanta. Gérard se levanta también y monta a Michel a caballo en su espalda y empieza a caracolear alrededor de la sala: «¡Arre, caballito! ¡Arre, caballito!» Françoise se pone a charlar con el referent; le había visto la semana pasada con su madre y como le conoce, entabla con él una conversación animada de la que oímos palabras sueltas. Le cuenta con mucha vivacidad lo que pasa en su escuela, la última película que ha visto y algunas anécdotas. Oigo cómo se ríe a carcajadas. Toda la habitación se llena de ruidos, de risas, de gritos y también, de vez en cuando, se dejan oír las rabietas de Michel porque su caballito le ha tirado al suelo. Lise me explica que todo este escenario ha sido cuidadosamente preparado, por ella y nuestra hija, para que pudiésemos charlar tranquilamente en francés.

Cuando Lise nota que el referent se interesa por lo que decimos, habla inmediatamente en checo de problemas familiares.

Mi mujer hace un esfuerzo para dominar la expresión de su rostro. Enarbola una sonrisa estereotipada, aunque está hablando de las cosas más tristes y emocionantes para nosotros.

«¿Qué te ha parecido la carta que he escrito a Gottwald y al Presidente del Tribunal, durante el proceso?».

«Qué carta?».

«Cómo, ¿no estás al corriente? ¿No te la han transmitido?».

«No, pero lo había adivinado. Estaba seguro de que habías escrito una. Lo he preguntado por lo menos cien veces y me han dicho siempre que no. ¡Una mentira más! ¡Lo mismo ha pasado con las dos cartas que me habían permitido escribirte y que no te han enviado nunca! ¡De qué manera tan cruel han jugado con nosotros!».

Smola empezó por hacerme creer que Lise no quería saber nada de mí, mientras que ella luchaba por verme con Slansky, Köhler, Siroky y Gottwald. Y una vez arrancada mi «confesión», Kohoutek ha impedido que Lise se preparase impidiéndome escribir en mis cartas nada que pudiese informarla, por poco que fuese, no de la verdad naturalmente, pero sí por lo menos, de lo que iba a ocurrir. ¿Y por que se me ha ocultado la existencia de esta carta? Lise me repite de memoria el contenido de su carta. Es exactamente lo que había imaginado.

Michel viene de nuevo hacia mí: «Papá, tengo hambre. ¿Me regalas un huevo?». Lise no tiene más remedio que reírse viendo cómo nuestro hijo, serio como una patata, casca y pela su huevo y se lo come con deleite. Da una vueltecita y vuelve para apoyarse mimosamente en mis rodillas. Me pregunta: «Papá, ¿quieres darme también el otro?». Françoise se sienta un momento con nosotros. Su madre le pide en voz baja, que haga aún más ruido: «Ocúpate un poco más de tus hermanos. ¡Es absolutamente necesario que pueda hablar con tu padre!» Y entonces se organiza un verdadero circo.

Lise me mira sin pestañear y me dice suavemente:

«Gérard, ¿cómo es posible que hayas podido mentirnos así?».

Me figuro que quiere hablar de la herida que le he causado y que lamento tanto:

«¿Piensas en eso todavía, Lise? Te aseguro que no tuvo nada que ver con mi amor por ti».

Ella me interrumpe: «No, Gérard. ¡Todo aquello tiene ahora tan poca importancia! Hablo del proceso. Has confesado. Por tanto, nos has engañado».

La miro intensamente y hago con la cabeza un ligero movimiento de negación, mientras mis labios esbozan un no silencioso.

«¿Pero lo que has dicho de Field?».

Hago un nuevo movimiento de negación. Ella me acosa:

«¿Y por el asunto de Zilliacus».

«No».

«¿Y el trabajo de zapa contra el Partido francés?».

«No».

Tengo miedo y trato de hacer comprender a Lise, mirando primero hacia la lámpara y luego hacia la mesa, mientras que hago con el dedo un movimiento de rotación, que es posible que hayan instalado micrófonos.

Lise sigue preguntándome sin parar:

«¿Entonces, todas las acusaciones contra ti eran falsas?».

«Sí».

«Y por qué te has declarado culpable?».

Estoy aterrado por las consecuencias que puede llegar a tener esta conversación para mí y para mi familia, pero no puedo mentirle a Lise. Respondo muy bajito:

«Sí, todo es falso. Soy enteramente inocente».

«¿Todo? ¿Todo es falso?».

«¡Sí, todo!».

«¿Pero entonces, qué es lo que esperas para luchar? ¿Por qué no has dicho nada en el proceso?».

«Era imposible».

Desde el primer contacto que hemos tenido cuando entré en la habitación, desde la primera mirada de Lise yo sabía que no había perdido el amor de mi mujer. Y ahora me doy cuenta de que ese NO que le probaba mi inocencia, lo estaba esperando con toda su alma. Lo presentía, pero quería oírmelo decir…

Me dice: «¡Si supieras lo que he tenido que luchar contra mí misma para tratar de persuadirme de tu culpabilidad! Porque te has declarado culpable… Por la noche sentía tu presencia en el cuarto y tenía la impresión de que te acercabas al lecho y te inclinabas hacia mí, y entonces oía –oía verdaderamente– tu voz murmurarme: «¡Lise, cree en mí, soy inocente!» Eran verdaderas alucinaciones que me quebrantaban los nervios. Me daba vergüenza: tú siempre evocando tu fidelidad al Partido… Sin embargo, tu amor es más fuerte que tu apego al Partido. Y una idea me obsesionaba continuamente: verte, aunque no fuese más que un instante, pero verte. ¡Para preguntártelo yo misma y que tú mismo me dijeras si eras culpable o no! «

Lise murmura: «Gérard, es preciso que tengas confianza. Tengo una buena noticia para ti». Y me explica con pocas palabras lo que ha ocurrido con los «Blusas Blancas», con esos médicos soviéticos acusados falsamente de haber perpetrado asesinatos de hombres políticos. Y cómo acababa de enterarse de que el proceso que habían preparado contra ellos no era más que una mentira…

Me cuenta:

«Cuando el capitán de la Seguridad –el referent que está ahora con nosotros– nos ha comunicado que te veríamos después de las fiestas de Pascua, Françoise y yo no podíamos contener nuestra alegría al llegar a la calle: ¡íbamos a verte! ¡Al fin íbamos a saber algo de ti!.

»He ido con Gérard a Luby, para pasar el fin de semana en casa de nuestro amigo Havel. Era el mejor regalo de aniversario que podía hacer a nuestro hijo por sus diez años. Ya sabes cuánto le gusta el campo.

»Tonda Havel nos esperaba en la estación de Luby con un coche de caballos. Gérard estaba muy contento de poder jugar por primera vez verdaderamente a cowboys, tirando de las riendas de los caballos y haciendo chasquear el látigo. Yo estaba sentada al lado de Tonda. Lo primero que me preguntó fue si había escuchado las informaciones de la radio».

»"No, ¿por qué?”.

»"Antes de venir a veros, la radio ha dado un comunicado sobre la rehabilitación de los médicos soviéticos”.

»Ese complot de los 'Blusas Blancas' había hecho mucho ruido. Al oír que habían sido rehabilitados, mi corazón se llenó de esperanza. En ese caso, Gérard… Con gran alegría conté a Havel, que cuando volviera a Praga tendría la primera entrevista contigo. Como respuesta, Tonda lanzó un verdadero grito de alegría: “¡Yo siempre he creído que es inocente! ¡Ya verás cómo tendrán que soltarle pronto!”.

»Y comienza a contarme sus recuerdos: vuestras conversaciones, en las cuales tú te mostrabas siempre tan sencillo y tan comprensivo, tu amabilidad….

»"No –añadió– ¡un hombre como él no puede ser ni un embustero ni un traidor!”.

»Al día siguiente era la fiesta del pueblo de al lado. Havel se empeñó en que su hija Hanka y yo fuésemos con él. Llevarme al baile era un orgullo para él y un desafío a las autoridades locales que le han perseguido, le han despedido de su empleo y le han expulsado del Partido, junto con su mujer, por tener amistad con voluntarios veteranos de España. Llegaron incluso a inventar que era en su granja donde los voluntarios de las Brigadas detenidos, se entrenaban disparando con armas de fuego…, ¡preparándose para un complot, naturalmente!.

»Y Havel estaba muy contento de bailar al estilo del país el vals, la polca y la mazurca. Al principio, la gente se extrañaba, pero luego me acogieron amablemente. El jefe de guardas forestales me invitó a bailar un vals. ¿Te acuerdas de él? Sin abordar tu problema, me preguntó cómo estaban los niños y los padres. Havel estaba tan contento que bebía una y otra vez vasos de cerveza con una buena ración de ron.

»¡Y al regreso! Hanka y yo cogidas de sus brazos y él, en medio, cantando a voz en grito lleno de alegría y felicidad. El cielo negro estaba lleno de estrellas que brillaban como pequeños soles. Hacía un tiempo espléndido. Soplaba una brisa ligera, ¡y el tío Havel empezó a recitar versos! ¡Cuánto sentí que mi conocimiento del checo fuese tan precario, porque no pude comprender bien aquellos poemas improvisados en los que evocaba los ojos de mi Gérard, puros como esas estrellas que brillaban en los cielos! Su poema terminaba cantando a la alegría que sentirías cuando estuvieses de nuevo entre nosotros…”

»Luego habló del largo calvario que has debido soportar y no disimuló las lágrimas que resbalaron por su rostro.

»Así recorrimos los cuatro kilómetros que nos separaban de la granja. Su mujer nos esperaba cerca del portillo. Se reía a carcajadas viendo a su viejo en aquel estado y hablándole gentilmente, como una madre a su hijo, se lo llevó a la cama.

»Nada tiene tanto valor en este mundo como un corazón puro y generoso. Y es entre la gente más sencilla donde se esconden los mayores tesoros de amor y de bondad».

¡Así que, hombres condenados en la URSS han sido rehabilitados públicamente! Esta noticia me aturde. No puedo creerlo.

Lise insiste: «¡Claro que sí!, ¡ya te digo que es oficial! Lo ha dicho la radio, y los periódicos han reproducido la noticia. Quería haberte traído un recorte de periódico, pero Renée, la hermana de Hajdu, me ha dicho que podría ser imprudente y perjudicarnos tanto a ti como a mí».

Me repongo de la impresión que me ha producido esta noticia. Lise continúa: «¡Ya ves que aún no hemos perdido la partida, que habrá que luchar! No tienes por qué quedar como un culpable siendo inocente. Y yo voy a luchar contigo. Voy a ir al Partido para hablar con Siroky y con Köhler…».

«Lise, no hagas eso. Si me quieres todavía lo bastante como para desear que siga vivo, te ruego que no trates de hacer ninguna gestión».

Lise me mira gravemente: «¡Pero Gérard, no olvides que los que viven son los que luchan!».

«Si lo hicieras significaría mi muerte. Te ruego que me dejes escoger la hora. Sobre todo, créeme cuando te digo que no puedes hacer nada actualmente por mí y que en cambio, me perderías y te perderías si tratases de intervenir. No puedes comprender lo que te digo, pero debes tener confianza en mí. En cambio, lo que te pido es que te marches, que vuelvas a Francia con tus padres y los niños. Tienes que marcharte sin falta. Después, tendré las manos libres».

Lise se esfuerza para no alterar la serenidad de su rostro, para sonreír hablando, pero no puede dominar su mirada, que expresa hasta que punto está trastornada por todo lo que oye. Le repito aun: «Debes tomar muy en serio lo que te digo. Si das el menor paso en mi favor, todo se acabará y será mi sentencia de muerte».

La mirada de Lise se dirige hacia las grandes reproducciones de las fotografías de Stalin y de Gottwald que adornan las paredes de la habitación. De pronto se da cuenta de que yo vivo fuera del mundo y del tiempo. Me dice:

«¿Sabes que Stalin ha muerto?». Esta noticia me sorprende, miro a Lise con los ojos muy abiertos:

«No, ¡pero tanto mejor!».

Ahora es Lise la que me mira a su vez aturdida y me dice:

«¡Espero que sigas siendo comunista!».

«Naturalmente, porque lo soy, te he dicho: ¡tanto mejor!».

Lise sigue explicándome:

«Gottwald también ha muerto. ¿Lo sabías?».

«No, pero puedes creer que no lloraré».

Mi mujer no puede comprender mis reacciones y me mira en silencio.

En esto, el referent viene hacia nosotros. Lise me explica en checo todas las dificultades que ha encontrado después de mi condena. La han despedido de su fábrica, y en la que trabaja actualmente le han dado una tarea penosa y mal pagada. No sabe cómo podrá desenvolverse económicamente con ese mísero salario. Le han quitado su carné del Partido y la Dirección no ha contestado a las cartas que ha escrito pidiendo explicaciones.

Como me lo temía, no han tenido ninguna consideración con mi familia. Le digo a Lise: «Escribe enseguida al Ministro Bacilek. Me ha visto antes del proceso y ha prometido que vosotros no sufriríais las consecuencias de mi condena. Que el Partido velaría para que las familias no fuesen consideradas como responsables. ¡No te dejes avasallar, escribe! Y si es necesario, pide una audiencia».

Lise me habla luego de sus padres: «Mamá tenía unas ganas locas de verte. Quería venir con nosotros, pero papá no ha querido. Le ha dicho: «El Partido le ha condenado, no hay que tener contacto con él. Si Lise va a verle, allá ella, pero tú te quedarás aquí conmigo». Me sonrío, pues ese rasgo de su carácter es uno de los motivos por los que quiero a mí suegro Ricol…

Mi mujer pregunta al referent –que lo autoriza– si puede darme el paquete que me ha preparado: salchichón, jamón, queso, galletas, golosinas, un pan de Saboya que la abuela ha hecho para mí y además… «la pitillera llena de Gauloises[49] que he conservado siempre con tu ropa, esperando que los fumarías un día. Tenía razón en esperar, puesto que hoy puedo dártelos». ¡Mi Lise está contentísima por poder ofrecerme esos cigarrillos de mi tabaco preferido!

No quiero coger ese paquete, porque sé lo difícil que es la vida para los míos: «Estoy de acuerdo con los cigarrillos, pero guarda los víveres para los niños». Lise se enfada: «Nos darás un disgusto si no lo aceptas. ¡Seremos tan dichosos sabiendo que pensarás en nosotros cuando comas lo que hemos preparado para ti!».

El referent nos mete prisa, pues ha pasado la hora desde hace un buen rato. Estamos cerca de la puerta. Cojo a mí mujer en mis brazos. La beso. Ella me dice: «Mañana mismo retiraré mi demanda de divorcio». Trato de disuadirla diciéndole que sería mucho mejor para ella y para los niños que se divorciase e incluso que cambiase el nombre de nuestros hijos: Ricol en lugar de London. Responde: «No, Gérard. Ahora considero que nuestro divorcio no tiene razón de ser. Creo en ti y me quedo contigo». Nos cuesta trabajo separarnos. La abrazo una vez más.

Luego, Lise y los niños desaparecen detrás de la puerta. ¡Desde ahora sólo viviré pensando en el próximo encuentro!