Capítulo I

Estoy aquí de nuevo, en Ruzyn. No me reintegro a la enfermería, me encierran en una celda del edificio nuevo, siempre en total aislamiento, exactamente como antes. Tengo la impresión que el veredicto que nos ha permitido vivir es ilusorio; que Lóbl, Hajdu, y yo no saldremos vivos de aquí. Tarde o temprano seremos liquidados. No pueden arriesgarse a dejar vivos unos testigos como nosotros… ¿Tendré que quedarme entre estos cuatro muros viviendo una existencia vegetativa, esperando que la muerte se acuerde de mí o que decidan hacerme reventar?

El inmenso alivio que había sentido en el momento del veredicto, cuando supe que salvaría la vida, da paso poco a poco al pensamiento de que, en el fondo, hubiese sido mejor acabar de una vez.

El aislamiento se me hace cada vez más pesado. No hay más interrogatorios. En raras ocasiones, un referent, me viene a buscar para que responda a alguna pregunta de algún organismo del Interior o del Ministerio de Justicia. No recibo ninguna carta de mi familia. He pedido autorización para escribir. Al cabo de un mes se me ha concedido. Escribo. Un mes más tarde escribo una segunda carta. Más tarde supe que ninguna de estas dos cartas llegó a los míos.

Cada vez que veo a un referent, le ruego que me dé noticias de mi mujer y de mis hijos. Cada mañana, a la hora de las novedades, pido que se me informe de lo que ha pasado con mi familia.

Digo a los referents que estoy seguro de que al oírme por la radio, mi mujer ha debido reaccionar poniéndose en contra mía. Me contestan que no están al corriente de nada. Conozco demasiado a mi Lise y preveo cuál habrá sido su reacción. Estoy seguro que ha hecho una declaración. Estoy seguro, conociendo su fidelidad absoluta hacia el Partido y la URSS, que de ahora en adelante, sin duda no querrá tener ninguna relación con el traidor en que, para ella, me he convertido. En todas las cartas que me ha escrito antes del proceso siempre ha dicho lo mismo. «¡Si se probase que fueses un traidor, a pesar de mi amor por ti, todos los lazos que nos unen se romperían para siempre!» Y yo me he declarado culpable…, y ella ha oído mi declaración por la radio…

Lise, ¡si supieses!

Ya no me hacen seguir ningún tratamiento. Ahora ya no tienen necesidad de mostrarme en público. Mi neumotórax ha desaparecido desde hace mucho tiempo… Estoy solo conmigo mismo y con mis pensamientos, que giran siempre en el mismo sentido. Lise, mis hijos, mis suegros.

Como un animal enjaulado, doy vueltas y vueltas, obsesionado por oscuros pensamientos. Repaso sin cesar las peripecias del proceso, los largos meses de presiones físicas y morales para llevarme, inexorablemente, al banquillo de los acusados y conseguir que me «declarase culpable» ante el tribunal.

Éramos catorce acusados: todos –excepto Margolius, que se adhirió durante la guerra en plena lucha contra el nazismo– miembros del Partido desde hace mucho tiempo, algunos incluso desde su fundación…

Éramos catorce acusados: todos militantes responsables y conscientes, que habíamos dado las más sinceras pruebas de abnegación al Partido. Todos, sin excepción, hemos conocido los tiempos difíciles, llenos de peligros y persecuciones por haber participado voluntariamente en la lucha por el comunismo…

Y todos hemos reconocido nuestra culpabilidad y hemos declarado contra nosotros mismos las cosas más infames. Desde los crímenes de derecho común: robo, asesinato; hasta los crímenes de guerra: exterminio de deportados en los campos nazis; llegando a los crímenes de espionaje y de alta traición…

En Ruzyn, se han apoderado de tal forma de nuestro cerebro, que si hubiese sido preciso confesar todavía más crímenes, ¡Ruzyn lo habría conseguido!

Éramos catorce acusados: cada uno de nosotros representaba un sector de la vida política o económica del país. Formábamos, en cierto modo, la plataforma en la cual podrían apoyarse posteriormente otros procesos…

Éramos catorce acusados: catorce víctimas propiciatorias cargadas de todos los pecados, de todas las calamidades naturales y públicas; ¡víctimas sacrificadas en el altar del socialismo!

Me parece que en este proceso se ha llegado a desafiar el descrédito público. Nunca se había visto una tendencia antisemita tan violenta, falsificaciones tan groseras, mentiras tan enormes. ¡Qué desprecio por las masas! ¡Qué desdén por el Partido y por sus militantes!… ¡Y qué fuertes se sienten esos sepultureros del socialismo cuando se permiten desafiar de este modo el sentido común de nuestro pueblo y la opinión mundial!

Y los militantes comunistas de los países capitalistas, que con toda su buena fe nos cubren públicamente de oprobio, no pueden ni siquiera sospechar, que en estos momentos se están elaborando expedientes contra sus dirigentes –los mejores– con las «pruebas» de su traición que los «jefes ocultos» ponen cuidadosamente en conserva, hasta el día que tengan la oportunidad de sacarlos…

¿Cómo podríamos advertirles?

Y aquí, en Praga, los dirigentes que siguen ocupando sus puestos, y los nuevos que han nombrado para remplazar a los sacrificados, no pueden tampoco sospechar que existen también expedientes contra ellos, con «declaraciones y pruebas», que les abrumarán, algunas de ellas arrancadas a los que han mandado a la horca en el proceso de Pankrac.

En lo que a mí concierne, Kohoutek me había interrogado algunos días antes del proceso, sobre Antonin Novotny y, particularmente, sobre su actitud en el campo de concentración de Mauthausen. Tuve la impresión de que Kohoutek gozaba al hacerme esta pregunta. Entonces yo no podía suponer, ni por lo más remoto, que Novotny era ya el nuevo primer Secretario del Partido, sustituyendo a Slansky.

Prácticamente, yo no tuve en Mauthausen ningún contacto con Novotny, ya que él se había quedado siempre al margen del trabajo de la organización clandestina de la resistencia del campo. Su actitud fue criticada por muchos camaradas. Era todo lo que podía decir…

¿Quién ha puesto en marcha esta máquina infernal y quién la parará por fin? ¿Y cuándo? Yo estoy convencido que el culpable es Stalin y el aparato monstruoso que ha creado con este fin. Después de haber sacrificado a los cuadros del Partido Bolchevique, ha propagado este trabajo de zapa a los otros partidos. Pero, ¿por qué?, me pregunto inútilmente. No encuentro la respuesta. No puedo descubrir «el fin que justifique esos medios». Tratar de explicar ese fenómeno, como lo hacen algunos, diciendo que hay que aceptar una revolución en su totalidad, incluyendo por tanto, el que cada revolución devore a sus propios hijos, me parece absurdo. Es justamente todo lo contrario. Una revolución empieza a dar signos de degeneración, cuando ejerce contra sus propios creadores el terror que ha dirigido contra sus enemigos.

Un día, dos días, diez días, un mes, dos meses… Para darme cuenta de cómo pasa el tiempo, trazo cada día una raya en el muro más sombrío de mi celda.

De otro modo, no podría distinguir un día de otro. Ni siquiera el reflejo de un rayo de sol viene a posarse en mis muros… Levantarse, hacer la limpieza, dar las novedades, comer, acostarse y pasar las largas, las interminables noches de los presos… Cinco cigarrillos por día y algunos libros que leo por enésima vez…

Hace ya más de tres meses que tuvo lugar el proceso y sigo sin saber nada de mi familia.

A principios de marzo de 1953, un referent, viene a buscarme. Me conduce a un despacho en donde me esperan dos hombres: un juez del Tribunal Civil de Praga y su ayudante. Me dicen que mi mujer ha presentado una demanda de divorcio al día siguiente de mi declaración ante el tribunal. Se extrañan que no sepa nada del asunto. Dirigiéndose al referent, expresan su sorpresa al saber que no me ha llegado ninguna de las cartas enviadas por el tribunal para instruir la demanda. Quieren saber si hago alguna objeción. No, ninguna. Les digo que estoy de acuerdo, pues además de comprender perfectamente el motivo que ha impulsado a mi mujer a presentar esta demanda, sé que es la única salida para ella, el único medio –tal vez– de vivir en paz con nuestros hijos y sus padres.

El juez, comprensivo, me dice que va a tratar de obtener autorización para que pueda ver a mis hijos. Me agarro inmediatamente a esta esperanza, quién sabe si un día gracias a ellos, podré ver también a Lise.

Algún tiempo después me llevan al despacho de un referent. Le conozco bien. Había participado al principio de mis interrogatorios en Kolodéje, no teniendo conmigo muchos miramientos. No le había vuelto a ver desde entonces. Hoy es la segunda vez que me encuentro cara a cara con él después del juicio. No es el mismo que el que se enfrentó conmigo hace dos años. Se diría que se ha humanizado un poco. Ya la última vez me había traído libros diciendo: «Tenga, yo sé que lee usted mucho». Más tarde llegará incluso a excusarse de su brutalidad durante los interrogatorios: «Nuestro comandante (Smola) era un salvaje que cuando no oía gritos y alaridos en una sala de interrogatorios nos echaba una bronca…».

Ahora, cuando viene hacia mí, le noto indeciso, turbado. Me ofrece un cigarrillo y me invita a sentarme. Luego me suelta de golpe: «Tengo una carta para usted. Es una carta terrible. No sé si hago bien en dársela. Léala primero, luego veremos si puedo hacer algo por usted».

Es una carta de Lise. Más tarde, ella misma me dirá en que circunstancias la había escrito. Me apodero de ella ávidamente, aunque sé, por las palabras del referent, que esas noticias no serán buenas para mí.

13 de marzo de 1954

Gérard:

Ayer fui a la oficina encargada de arreglar la situación de nuestros tres hijos después del divorcio. Me han indicado que según el reglamento de prisiones tienes derecho a ver a tus hijos. He firmado pues, un documento estipulando que, ”en caso de que el padre lo solicitase, no me opondré a que vea a sus hijos ”. Después de haber reflexionado mucho creo que no sería justo. Ciertamente, desde un punto de vista humano, hay para ti algunos aspectos a los cuales no creo ser insensible. Pero hay otros aspectos humanos que están representados por el porvenir de los niños: tendrán que luchar mucho, que trabajar mucho en su vida para hacer olvidar que ellos son los hijos de London. No les compliques más la vida alimentando en ellos una dualidad entre el odio que un comunista debe tener contra los traidores y el amor y la lástima que, inevitablemente han de sentir por su padre.

Sé por experiencia que es muy difícil romper los lazos de amor tejidos a lo largo de los años, incluso cuando sabes que te has ligado a un hombre que ha cometido tantos errores; que es muy duro deshacerse de los sentimientos de compasión que surgen ante el hombre al que creías conocer y al que has querido tanto. Soy adulta y comunista desde hace mucho tiempo y tengo, por tanto, que esforzarme para dominar esos sentimientos y proseguir por el único camino que creo justo. Pero los niños son algo mucho más delicado.

La vida no se termina ahora, Gérard. Si, como deseo ardientemente, te das perfectamente cuenta de tus faltas, y si, de ahora en adelante, te encaminas por la senda de tu redención, tienes que comprender que desde hoy debes buscar en ti mismo las fuerzas y la voluntad de volver a ser un hombre útil a la sociedad. La Unión Soviética nos ha dado muchos ejemplos de este género. Inspírate en ellos y, más tarde, estoy segura de que tus hijos no se negarán a verte.

Esto es, Gérard, lo que quería decirte y estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo.

Lise.

¡Creía haber bebido del cáliz hasta los posos! Me quedo sentado en la silla, incapaz de reaccionar: ”¡Oh, no, eso no! ¡Es demasiado!», es todo lo que se me ocurre decir. Y las lágrimas resbalan por mis mejillas.

El referent trata de consolarme: «Le comprendo perfectamente, señor London. Voy a tratar de ayudarle. No tienen derecho a privarle de ver a sus hijos. Voy a hablar con mis superiores. Les informaré y les pediré autorización para que vea a su mujer. No sé si me lo concederán. Pero le prometo que haré todo lo posible. Y cuando la vea, la convenceré de que traiga a los niños».

Algunos días después me dice que ha visto a mi mujer y a Françoise, y que las dos vendrán a visitarme con los chicos después de Pascua, es decir, dentro de unos días. No intento siquiera razonar. Es la primera luz en la oscuridad.