Mientras el fiscal pronuncia su requisitoria, un silencio absoluto planea sobre la sala. Con un nudo en la garganta, escucho en vilo. El desenlace está cerca. Hace veintidós meses que fui detenido, arrancado de los míos, de mis camaradas, enterrado antes de tiempo en una tumba…
El fiscal Urvalek habla con convicción. Hace trémolos con la voz cuando evoca al Partido, al guía del pueblo Klement Gottwald. Su acento de indignación se eleva para denunciar la banda de traidores y de criminales que entrega a la vindicación popular. Llega justamente cuando hace falta, probando que ha aprendido muy bien su papel. Pienso: ¿cómo puede fingir esa indignación,? ¿cómo puede interpretar tan bien la comedia? ¡Lo mismo que los jueces que le escuchan con tanto recogimiento! Sin embargo, saben que no tendrán nada que ver con el veredicto que pronunciarán mañana en nombre de la República. Esperan las órdenes de la Presidencia de la República y de la Dirección del Partido.
Es horrible, tengo ganas de vomitar. Miro a mis compañeros. Están como yo. Pálidos, tensos y pendientes de los labios del fiscal.
La sesión se levanta. Los guardianes nos llevan a nuestras celdas subterráneas donde pasaré una nueva noche sin dormir. Casi envidio la suerte de los cristianos que eran arrojados como pasto a las fieras del circo…, ¡el fin les llegaba más rápidamente! Mañana le toca el turno a la defensa, y luego cada acusado tendrá que pronunciar su última declaración. Me la he aprendido de memoria, Kohoutek me la ha hecho recitar. Me someto a la gracia de D…, ¡no a la del Partido!
Hoy, veintiséis de noviembre, la defensa toma la palabra.
No he conseguido todavía, a pesar de mis numerosas reclamaciones y aunque estamos llegando al final del proceso, hablar con mi abogado. Me obsesiona esta idea: ¿Ha podido preparar a Lise como habíamos acordado? ¿Habrá tomado el Partido contacto con ella como me lo prometió Bacilek al final de la entrevista que tuvo conmigo?
Siento un gran alivio al saber, por Kohoutek y los referents, que Lise no está en la sala y que por lo menos no tiene que sufrir este espectáculo.
Ahora asistimos a la representación desplegada por los abogados «de la defensa», que salen por turnos a recitar la lección que han aprendido.
Sus alegatos, que contienen todos lo mismo, hubieran podido servir de acta de acusación y de requisitoria…
Cada abogado asume la defensa de tres acusados, excepto el doctor Bartos, que asume sólo la de Slansky y la de Margolius.
He aquí algunas de las perlas más típicas de la defensa de este último:
Doctor Bartos: «…en el caso del acusado Slansky y en el del acusado Margolius, no me ocuparé en mi alegato de defensa, de los detalles de sus actividades criminales, puesto que no hay duda alguna de que su culpabilidad, tal como la ha definido el Fiscal del Estado, está claramente probada. Sus actividades no tienen disculpa, y por otra parte, los dos acusados han reconocido enteramente su culpabilidad.
»En eso precisamente reside la mayor dificultad de la defensa, a saber: que desde el punto de vista jurídico, es imposible, oponerse a la acusación, tanto en lo que se refiere a la designación de los crímenes como a su calificación.
»Los documentos que figuran en el expediente y que han sido reunidos durante la instrucción, las declaraciones de los testigos, así como las confesiones detalladas de los dos acusados, corroboradas por las otras pruebas, confirman en su conjunto, sin que quepa ninguna duda, no sólo la parte del acta de acusación que concierne precisamente a mis dos clientes, sino también al conjunto de toda la acusación…».
También vale la pena escuchar al doctor Posmura, defensor de Lóbl, Svab y Geminder, cuando habla de este último:
«… Slansky, que se dio cuenta enseguida de que Geminder era un hombre de carácter débil, que podía convertirse en sus manos en un dócil instrumento, se ha aprovechado de los defectos y de la educación burguesa de su amigo. Geminder ha confesado que fue a remolque de Slansky desde 1930, y que le introdujeron en el corazón del núcleo de conspiración en la segunda mitad del año 1948. Pudiera decirse por tanto, que por lo menos durante algún tiempo, ha resistido a las seducciones de Slansky y que si ha terminado sucumbiendo a ellas, ha sido debido en parte, a su ambición de advenedizo y en parte a su cobardía personal. Estos móviles aparecen en todas las confesiones hechas por el acusado Geminder.
»Yo sé perfectamente que esos defectos no atemperan de ningún modo la culpabilidad del acusado, que no se puede poner en duda y que ha sido corroborada y probada; pero, según los términos del artículo diecinueve del Código Penal, tengo el deber de mencionarlos ante este Tribunal…».
Mi defensor, el doctor en derecho Ruzicka, tiene que presentar en un solo alegato la defensa de Ludvik Frejka, la de André Simone y la mía. Escúchenle en lo que me concierne:
«… En cuanto al acusado Artur London, ha hecho una confesión completa y se ha probado su culpabilidad. Sólo me queda por tanto, decir algunas palabras para explicar en qué circunstancias se han producido los acontecimientos que han hecho de London un trotskista, y que le han instigado a ponerse al servicio de Noel Field, a entrar en el núcleo de conspiración y a desplegar su actividad criminal.
»London se marchó a España en 1937 y se alistó como voluntario en las Brigadas Internacionales. De los debates se deduce que «la situación política de las Brigadas Internacionales no era enteramente satisfactoria. Se comprende, pues fácilmente, que London, educado en un medio pequeño burgués, que no tenía más que veintidós años y que había vivido desde hacía mucho tiempo en el extranjero, haya entablado amistades dudosas con miembros de las Brigadas desmoralizados: Zavodsky, Holdos, Svoboda, y que haya manifestado opiniones trotskistas.
»Después de su liberación del campo de Buchenwald[46] en 1945, London tuvo una recaída de su enfermedad pulmonar. Se marchó a Suiza para hacer una cura y fue allí, en el sanatorio, donde fue reclutado por Noel Field.
»He aquí lo que dice London: «Mis relaciones personales con el espía americano Noel Field datan de 1947, Field pagó mi estancia en el sanatorio suizo y me pidió a cambio informaciones de carácter secreto.
»La confesión de London ha sido confirmada, en este aspecto, por los resultados del proceso Rajk… El acusado Artur London, colaboró con Slansky a continuación de los otros y se decantó a su favor bajo la influencia de una fuerte presión y por el temor de las consecuencias de sus acciones pasadas…
»Les ruego, por tanto, ciudadanos jueces del Tribunal del Estado, que no pronuncien, en el caso del acusado Artur London, la pena suprema pedida por el fiscal y que se decidan por una condena de prisión que le permita expiar su grave falta por medio del trabajo».
¡Y estos son los caballeros de los tiempos modernos, paladines de los inocentes, de los desvalidos, de las viudas y de los huérfanos! Si muchos magistrados y juristas checoslovacos han preferido lavar automóviles o hacerse mineros, metalúrgicos o porteros antes de cometer perjurio, no se puede establecer en cambio, ninguna diferencia entre los que han aceptado la nueva legislación instaurada por los «maestros de ceremonia» de Ruzyn y los «jueces» que transmiten las condenas.
Después de la intervención de la defensa, los catorce acusados tenemos que presentarnos, uno por uno, delante del Tribunal para hacer nuestra última declaración.
Lo mismo que antes insistieron para que presentásemos nuestras declaraciones dando impresión de sinceridad, los referents nos han recomendado ahora que hagamos esta última declaración empleando un tono de arrepentimiento sincero. ¡Y sobre todo, que no dudemos un solo momento, que vayamos hasta el final y que «tengamos confianza en el Partido"!
Slansky termina con estas palabras: «Mi vida criminal no merece otro fin que el que propone el Fiscal del Estado».
Geminder: «Estoy convencido de que, por rigurosa que sea la pena, que será justa sea cual sea, no podré compensar ni reparar los graves daños que he causado».
Frejka: «Ha llegado a ser tan grave mi culpa, que acepto de antemano cualquier sentencia de este Tribunal como un justo castigo de manos del pueblo trabajador de Checoslovaquia».
Frank: «Pido al Tribunal del Estado que juzgue severamente la profundidad y la extensión de mi culpabilidad y que pronuncie un veredicto duro y vigoroso».
Clementis: «… el veredicto que el Tribunal de la Nación debe pronunciar sobre mi actividad, no podrá ser otro que un justo castigo por duro que sea».
Reicin: «… yo sé que merezco el castigo más severo por los crímenes que he cometido».
Svab: «Ruego por consiguiente, al Tribunal de Estado, que aprecie y condene mi traición con la mayor severidad y firmeza».
London: «… yo sé que el veredicto será equitativo».
Hajdu: «… quiero solamente expresar mi pesar por los crímenes perpetrados».
Lóbl: «… lamento sinceramente todo lo que he hecho y creo que merezco un castigo severo y justo».
Margolius: «… no tengo más remedio que pedir el castigo más riguroso».
Fischl: «También pido un veredicto que se corresponda con mi gran culpabilidad».
Sling. «Me desprecian con razón y merezco la pena más grave y más dura».
Simone: «… y por eso ruego a este Tribunal que me inflija el castigo más riguroso».
El Presidente suspende la audiencia y declara que continuará al día siguiente a las nueve y media, con la proclamación del veredicto.
Por fin llega la mañana del veintisiete de noviembre de 1952 y el final del proceso. Los guardias no han tenido que despertarnos, pues nadie ha podido dormir en toda la noche. Los referents se presentan en las celdas poco antes de la apertura de la audiencia. Kohoutek y mi referent hacen lo posible para no entablar conversación. Tienen el rostro grave e inmóvil. Los guardianes que relevan a los de la noche, se marchan sin hacer ruido y sin decir una palabra.
Nos hacen salir al corredor. Todos tenemos la cara descompuesta. Nos miramos, pero nuestros ojos están apagados, sin la menor chispa de vida. Tengo la impresión, por lo que siento y veo en mis camaradas, que nuestro cuerpo ya no es más que el depósito de un fondo inmenso de angustia y miedo.
Nos ponemos en marcha como si fuésemos autómatas. Nos sentamos en el banco de nuestra infamia. Esperamos…
La sala está silenciosa. Los magistrados se instalan en el tribunal. Son exactamente las nueve y media.
El Presidente Novak anuncia: «La audiencia continúa. ¡Levántense y escuchen la lectura de la sentencia!».
Los guardianes nos empujan con el codo para que nos levantemos.
Me pongo de pie, oigo entre sueños:
«Sentencia. ¡En nombre de la República!.
»El Tribunal del Estado de Praga ha escuchado del veinte al veintisiete de noviembre de 1952, los debates referentes al pleito criminal contra los dirigentes del núcleo de conspiración contra el Estado de Rudolf Slansky y sus secuaces, por los crímenes de alta traición, de sabotaje y de traición militar.
»Sacando las conclusiones de los resultados de los debates, el Tribunal ha dictaminado lo que sigue…».
Esta lectura del veredicto se me hace larga, larga… No comprendo las palabras que pronuncia el Presidente, sólo un ruido confuso llega a mis oídos.
¿Por qué me he acordado de pronto de aquel camarada de la Resistencia de quien me contaron su historia y con el cual me identifico en este momento? Convocado un día a una cita en los bosques de las Landas con responsables de los FTP de su sector, se dio cuenta de golpe, que sus camaradas habían venido para matarle creyendo que era un traidor. Aterrorizado, comprendió claramente que nada podía salvarle. Al recibir la bala que puso fin a su vida tuvo aún fuerza para gritar antes de caer a tierra: «¡Viva el Partido Comunista!» y en un último murmullo: «Camaradas… Camaradas… Cam…».
Denunciar y descubrir la impostura, ¿no habría sido traicionar a nuestros camaradas, a nuestros amigos…, en este mundo que se encuentra en el umbral de una nueva guerra? Esta pregunta es, por lo demás, absurda, puesto que de todas maneras, ¡no nos era posible hacerlo! Primero por estas consideraciones morales y segundo, porque no teníamos la menor posibilidad práctica.
Pienso de nuevo en la Unión Soviética. Me acuerdo de su pueblo admirable, valeroso, al que he querido tanto y sigo queriendo, que ha soportado y soporta tantos sacrificios; que ha entregado a la causa de la revolución lo que ningún otro pueblo hubiera podido dar. ¡La URSS!, patria de la revolución proletaria, esperanza de los pueblos, segunda patria de los comunistas del mundo entero, patria por la que tantos de ellos han dado su vida… ¡y de la que Stalin ha sido el sepulturero mayor!
Estoy sudando a mares, siento regueros de sudor rodar a lo largo de mi cuerpo; pronto llenarán mis zapatos… Me dan mareos…, hago esfuerzos para dominar este estado y poder oír y comprender al Presidente. Capto varias veces mi nombre, London, mezclado con el de los otros acusados en el enunciado de los crímenes; aún no ha llegado el capítulo de las condenas… Luego, la enumeración de artículos del Código penal, números y párrafos de un manual de legislación; oigo mi nombre, pero aún no ha llegado a las condenas… después empiezo a comprender y concentro toda mi atención:
«… y son condenados por los citados hechos:
»Los acusados Rudolf Slansky, Bedrich Geminder, Ludvik Frejka, Josef Frank, Vladimir Clementis, Bedrich Reicin, Karel Svab, Rudolf Margolius, Otto Fischl, Otto Sling y André Simone; según el artículo 78, párrafo 3P, del Código Penal, teniendo en cuenta, excepto para Karel Svab, las disposiciones del artículo 22, párrafo Y del Código Penal:
»A pena de muerte.
»Los acusados Artur London y Vavro Hajdu, según el artículo 78, párrafo 3º del Código Penal y teniendo en cuenta el artículo 22, párrafo 2» del Código Penal.
»Eugen Lóbl, según el artículo 1º, párrafo 3º de la ley 231/48 del Manual de Legislación y teniendo en cuenta las disposiciones del artículo 34 del Código Penal de 1852.
»Para todos, teniendo en cuenta las disposiciones del artículo 29, párrafo 2º del Código Penal.
»Para Eugen Lóbl, teniendo en cuenta las disposiciones del artículo 12 del Código Penal:
»A la pena de privación de libertad a perpetuidad.
»En el caso de todos los acusados, se dictamina la pérdida de la nacionalidad checoslovaca, conforme al artículo 42 del Código Penal y al artículo 74, párrafo 4 del Código penal.
»Ateniéndose a los términos del artículo 23 del Código Penal, el tiempo que Artur London, Vavro Hajdu y Eugen Lóbl han pasado en detención preventiva por sus actos criminales, se deducirá de su pena de privación de libertad».
Después del enunciado de la sentencia, el silencio que reina en la sala muestra que el público, a pesar de haber sido cuidadosamente seleccionado, está también sorprendido por ese veredicto excepcionalmente severo.
Quién hubiera podido pensar que en Checoslovaquia, país de ancestral civilización, de tradiciones democráticas, irían más lejos todavía que en Hungría, en Bulgaria, en Polonia o en Rumania: ¡once penas de muerte!, ¡tres cadenas perpetuas!
No se oye ni un solo aplauso, ninguna manifestación de aprobación… Al contrario, se diría que un soplo de terror, un frío glacial, se cierne sobre la gente de la sala, encorvando la espalda… Nadie se siente orgulloso de ese espantoso desenlace.
El Presidente interrumpe la audiencia para dar a los catorce acusados un lapso de tiempo de reflexión. Podremos consultar con nuestros abogados antes de decidir si aceptamos o no aceptamos nuestra pena. En cuanto al fiscal, se reserva el derecho legal de precisar su punto de vista.
El público de pie, sin un gesto, siguiéndonos con los ojos, nos mira mientras salimos de la sala, sin reaccionar. Enmarcados por nuestros guardianes, anonadados, volvemos a nuestras celdas. No vemos nada a nuestro alrededor. Sin embargo, habíamos previsto a menudo que la muerte sería el lógico coronamiento de aquel proceso, pero nos agarrábamos a cada brizna de esperanza que nos transmitían los únicos seres con los que teníamos contacto, los referents; los que, para nosotros, representaban al Partido.
Habíamos llegado a aceptar todas las desdichas, incluso nuestra propia pena de muerte. No había otra salida: aceptar como lo habían hecho antes de nosotros los viejos compañeros de Lenin; los acusados de Budapest, de Sofía, de Bucarest… Interpretar un papel en el proceso y confirmar así la acusación.
No encontramos en los pasillos a nuestros guardianes de Ruzyn. Los han cambiado. Pero lo peor es que tampoco encontramos a nuestros referents.
Durante todo el tiempo que ha durado el proceso han estado siempre a nuestro lado. Durante las interrupciones de la audiencia, nos habíamos acostumbrado a encontrarles cerca de nuestras celdas. Charlaban con nosotros, nos animaban. Y ahora, de pronto, después de ese veredicto que envía once de los nuestros a la horca, se han volatilizado.
¿Su desaparición en el último acto, estaba también prevista en el macabro aparato escénico del proceso?
Veo frente a mí a Clementis en su celda. Ha perdido todas sus fuerzas. André Simone, que a pesar de su deficiente estado físico, parecía seguro de sí mismo hasta el último momento, ahora se ha convertido en un trapo… Leo en los ojos de todos mis camaradas su inquietud, al ver que sus referents han desaparecido y que no tienen a su lado más que guardianes desconocidos. Por inaudito que parezca, todos reclamamos a nuestros referents.
¡Nuestros referents! Durante los meses, los años, en los que víctimas y verdugos hemos vivido juntos, se han creado entre nosotros lazos inexplicables y a pesar de todo, ciertos contactos humanos.
¿No nos habían prometido, en nombre del Partido, otras perspectivas si teníamos una actitud conforme a los intereses del Partido? Cuando afirmaban que si nos sometíamos a la voluntad del Partido, éste nos lo tendría en cuenta, no creo que esta promesa significase para todos ellos una simple trampa policíaca. Algunos creyeron que era cierto. ¡No eran todos verdugos de nacimiento! Antes de llegar a ser instrumentos dóciles de los «maestros de ceremonia de Ruzyn» han tenido que pasar, también ellos, un período de «condicionamiento». Ya he dicho que algunos ejecutaban todas las órdenes ciegamente, persuadidos de que, conduciéndose de esta forma, se portaban como verdaderos comunistas…
¿No había hecho algunas veces, cuando les observaba con atención, una comparación retrospectiva de nuestro propio comportamiento? La deformación del principio del centralismo democrático, por la eliminación de la democracia en beneficio del centralismo, nos había conducido poco a poco, en el pasado, a dejar de pensar por nosotros mismos, a esperar el juicio del «Partido», del guía supremo. Habíamos olvidado el derecho de reflexión y de discusión. No siempre habíamos reaccionado humanamente ante ciertos problemas. Pero el trabajo para «condicionar» a nuestros referents había ido tan lejos que aceptaron violar, en nombre del Partido y de la URSS, los derechos más sagrados del ser humano.
Pero al mismo tiempo, algunos de ellos creían en lo que decía el Partido con respecto a la moral comunista, la reeducación, la clemencia… Creían, tozudamente, que su brutalidad, su violencia constante hacia nosotros, tenían un sentido, una justificación final. Tal vez pensasen incluso, que era un aspecto del humanismo proletario o, por lo menos, una manera de servirle.
Ahora saben toda la verdad. Como nosotros.
Todos queremos ver a nuestro referent. Queremos saber lo que ocurre. Mis camaradas condenados a muerte salen de sus celdas y agarran a esos guardianes desconocidos por el brazo: «¿Dónde está mi referent? ¡Llámele usted! ¡Dígame dónde está!».
«¡Quiero verle!» Su última esperanza de vivir está ligada a esos funcionarios que les han triturado hora tras hora, día tras día, mes tras mes, año tras año, pero que les hablaban, les alimentaban de esperanza, de promesas, les servían de enlace con el mundo exterior, con el Partido, con Gottwald.
Y de pronto, desaparece esa esperanza, ese recurso. Ya no existe ningún medio. Nada. Cada uno de ellos se encuentra solo, con su muerte. Cuando reclaman a su referent, reclaman al intercesor capaz de reanudar las relaciones con la dirección del Partido, con Gottwald… Acaso con la vida. El referent es la tortura lenta de las confesiones, el hacer y el rehacer ininterrumpido de las declaraciones. Los chantajes. La infamia. Las violencias. Las burlas más feroces. Pero todo esto constituía para nosotros, al mismo tiempo, la prueba de su poder, de la eficacia de su enlace con los jefes anónimos que han hecho el proceso con el que nos amenazaban, y que ha ido desarrollándose como ellos decidían, haciendo engullir la misma lección a jueces y a víctimas.
La desaparición de los referents es la prueba de que todo ha terminado. Han quedado las «confesiones», pero no los que las han redactado; las confesiones y la condena que era de esperar. Se han acabado las promesas. Los condenados han cumplido su compromiso hasta la ignominia. El Partido los ignora y los repudia.
Reflexionando sobre todo esto, creo que no se puede achacar personalmente a los referents de Ruzyn, la responsabilidad de la última etapa de la macabra comedia que les han hecho representar; por el contrario, es a los consejeros soviéticos y a los dirigentes del Partido, Gottwald y los miembros de la Oficina Política de la época, a quienes incumbe la terrible responsabilidad de ese drama; han abdicado de su derecho de control, han dejado violar la justicia y han decidido, en última instancia, sobre el derecho de vida o muerte de los acusados. Se han tapado los ojos y los oídos, se han entregado cobardemente, en cuerpo y alma, a esta policía paralela, Estado en el Estado, que obedecía ciegamente a la voluntad demoníaca de Stalin y de Beria, y que les devoraba también a ellos cuando lo creía necesario.
Hajdu y yo, sin hacer caso de los guardianes que tratan de impedirlo, sacamos la cabeza de nuestro compartimiento y nos consultamos: «¿Qué vamos a hacer?». Los dos tenemos la misma opinión: la comedia ha durado bastante, nos serviremos del derecho de apelación…
En este mismo momento llegan los abogados. Son los primeros contactos de los defensores con sus clientes… ¡cuando ya han sido condenados! Oigo palabras sueltas que me hacen comprender que los abogados tratan de calmar a sus clientes: «…carta al Presidente"; «…recurso de gracia"; «…no pierda la esperanza». Mi abogado me pregunta cuáles son mis intenciones: «No acepto el veredicto, haré uso de mi derecho de apelación». Mientras tanto, estoy oyendo a Hajdu que dice lo mismo al suyo.
Después de haberme dicho que no ha tenido tiempo de ver a mi mujer ni de telefonearla, el abogado se marcha pretextando que la audiencia va a comenzar enseguida.
Al poco rato, el abogado de Hajdu, seguido del mío, vuelve casi sin aliento de tanto correr. Hablando muy deprisa, nos dicen que acaban de consultar a las personalidades más competentes, y que no nos aconsejan que apelemos. «Ustedes no se dan cuenta de la situación en el exterior. Hay gran cantidad de demandas que llegan de todos los rincones de la República, de las fábricas, de las administraciones, de los pueblos, exigiendo la pena de muerte para los catorce acusados. Además, la situación internacional se ha agravado. Eisenhower acaba de ser elegido Presidente de los Estados Unidos. Estamos en el umbral de una nueva guerra. El fiscal se ha reservado tres días de reflexión para precisar su punto de vista. ¡Y si ustedes apelan, él también lo hará, y entonces no tendrán ninguna probabilidad de escaparse de la horca!».
Ante tales argumentos, Hajdu y yo decidimos aceptar el veredicto.
Al despedirse de mí, el abogado me promete una vez más, que irá a ver a mi mujer y vendrá después a visitarme a la prisión. Aún le estoy esperando…
Se abre la última sesión de la audiencia. El Presidente nos llama por orden alfabético. Nos levantamos, por turno, y todos declaramos lo mismo ante el Tribunal, con una voz átona y ahogada: «Acepto mí condena y renuncio a hacer uso de mi derecho al recurso de apelación».
El espectáculo ha terminado.
Cae el telón.
Kohoutek me dijo un día: «De lo que tiene necesidad el Partido es de un proceso y no de cabezas». El Partido ha tenido el proceso y las cabezas…
Nos llevan de nuevo al corredor subterráneo de Pankrac. Aterrados, silenciosos, esperamos que los guardianes abran nuestras celdas. Sling es el primero que se separa del grupo. Antes de entrar en su celda, se vuelve hacia nosotros y sus labios esbozan una sonrisa. Nos saluda con la mano. No sé lo que pensar: ¿Sling, camarada mío, qué significaba esa sonrisa cuando te marchaste?
En el corredor subterráneo reina un silencio sepulcral. Hasta que vienen a buscarnos a Lobl, a Hajdu y a mí, para conducirnos a Ruzyn, pienso durante horas en mi celda, en mis once camaradas y olvido mi propio destino.
En el momento de marcharnos, experimentamos un terrible sentimiento cuando pasamos delante de las celdas donde quedan los once condenados a muerte.
Al salir del corredor subterráneo tenemos realmente la impresión de habernos escapado de la tumba.
El recuerdo de mis once camaradas me persiguió durante mucho tiempo en mis prisiones. Y sin embargo, fue mucho después cuando me enteré de que habían sido ejecutados. Yo esperaba que Gottwald los indultaría. Esa fue la primera pregunta que hice al referent cuando me llamó a su despacho algunas semanas más tarde por no sé qué motivo. No me contestó. Pasaron aún algunos meses antes de que supiera –cuando bajé al grupo de trabajo de Ruzyn– que todos habían sido ahorcados. Para probármelo, pues me negaba a creerlo, uno de mis compañeros me mostró un recorte de periódico que anunciaba la ejecución de la sentencia de los once condenados.
Más tarde supe que todos, excepto Rudolf Slansky, escribieron antes de morir, cartas a sus familias y también a Klement Gottwald.[47] En este último adiós, ellos clamaban su inocencia y afirmaban haber aceptado hacer sus confesiones únicamente para servir los intereses del Partido y del Socialismo.
Otto Sling: «Declaro antes de mi ejecución y en honor a la verdad, que no he sido nunca espía…».
Karel Svab: «He confesado porque consideraba que era mi deber y una necesidad política…».
Ludvik Frejka: «He confesado tratando con todas mis fuerzas de cumplir con mi deber hacia el pueblo trabajador y hacia el Partido Comunista Checoslovaco…».
André Simone: «No he sido nunca conspirador, ni miembro del núcleo de conspiración de Slansky contra el Estado, ni traidor, ni espía, ni agente de los servicios occidentales…».
Esas cartas, que se encontraban en los archivos del Ministerio de la Seguridad, no llegaron a sus destinatarios, las viudas y los huérfanos, hasta que fue proclamada la rehabilitación pública y evidente de todos los inocentes, durante la Primavera de Praga, a principios de 1968.
Me enteré también, con un sentimiento agudo de dolor y rebeldía, leyendo la prensa[48] de mi país y mientras escribía este libro, del abominable fin que tuvieron mis compañeros:
Cuando los once condenados fueron ejecutados, el referent D. se encontraba por casualidad en la prisión de Ruzyn, en el despacho del consejero (soviético) Galkin. Durante el informe estuvieron presentes el conductor y los dos referents encargados de la eliminación de las cenizas. Decían, que habiendo metido las cenizas en un saco de patatas, marcharon a las afueras de Praga con la intención de diseminarlas por los campos, pero viendo durante el trayecto que la calzada estaba helada, se les ocurrió la idea de esparcir las cenizas por la carretera.
El conductor no podía contener la risa, al pensar que de un golpe había transportado en su viejo Tatra, a catorce personas. Tres vivas y las once restantes metidas en un saco.