Capítulo III

El público, bien seleccionado, está compuesto en su mayoría por funcionarios del Ministerio de la Seguridad vestidos de paisano y por delegados escogidos en las fábricas y en los ministerios. Estos últimos han recibido entradas valederas para una sola jornada del proceso. Así pues cada día son relevados. Hay también periodistas checoslovacos y los representantes de los órganos centrales de los partidos comunistas extranjeros. Algunos me conocen, como Pierre Hentgés. Por esta razón, será aún más duro conmigo en sus relatos sobre la sesión. ¡No he venido –para hablar en los términos de La Marsellesa– hasta sus brazos para degollar a sus hijas y a sus compañeras!

Las familias de los acusados no han sido informadas de la celebración de este proceso. Se enterarán por la lectura del periódico o por la radio, de que ese mismo día se abre el proceso en el que su padre, su marido, su hermano o su hijo serán juzgados. ¡Eso no se ha visto jamás!

Durante las interrupciones de la audiencia, los guardas nos llevan a un corredor contiguo a la sala del tribunal. En el lado en que me encuentro hay ocho compartimentos separados por tabiques de chapa. Enfrente hay dos celdas, cuyas puertas están siempre abiertas, ocupadas por Slansky y Clementis, y cuatro compartimentos más. Delante de cada compartimiento y de cada celda, montan guardia nuestros carceleros de Ruzyn, para que no podamos comunicarnos entre nosotros. Yo estoy entre Geminder y Hajdu, enfrente de la celda ocupada por Clementis. Nos vemos muy bien, y desde el primer día intercambiamos signos de amistad. Moviendo la cabeza y por medio de miradas y gestos entablamos un diálogo silencioso.

No reaccionamos todos del mismo modo. Geminder, por ejemplo, parece un cuerpo sin alma. Se queda inmóvil, abismado en sus pensamientos, anda como un autómata o permanece sentado, sin moverse; muy disciplinado en su comportamiento. No responde a ninguna sonrisa, a ningún signo de complicidad. A pesar de la vieja amistad que le une con Slansky, que se encuentra en la celda de enfrente, no trata nunca de hacerle una sola seña, por el contrario, vuelve la cabeza cada vez que lo ve. Sus ojos no ven a nadie. Yo también he tratado en vano de hacer lo posible porque me mire. ¡Aun conociéndonos desde los días lejanos de nuestra juventud!

Veo a Slansky cada vez que vuelve a su celda. Aparentemente, a pesar de sus facciones tensas y agudas, está tranquilo. Pasa por delante de todos sus coacusados, como si mirase algo delante de él, sin ninguna mirada para ninguno de nosotros. De vez en cuando vemos a uno de los jefes de Ruzyn –su referent– que entra en su celda con un plato disimulado entre dos expedientes. ¿Tal vez su estado de salud requiera una alimentación especial?

Durante las interrupciones, André Simone, que sufre diarrea, pasa a menudo delante de mi compartimiento para ir al retrete. Tiene muy mala cara. Ha cambiado tanto que parece un anciano. Sus mandíbulas se han hundido y su mentón se alza en forma de zueco. Como no puedo disimular mi sorpresa al verle, mi referent me explica que su dentadura postiza se le ha roto en la cárcel y eso es lo que le deforma la cara. Además, como no puede masticar los alimentos, sufre de una diarrea persistente. ¡El, que tenía tan buen porte y estaba siempre de broma! ¿Qué le habrán hecho? Cuando Vilem Novy, con el que había trabajado mucho tiempo en la redacción de Rude Pravo, vino a declarar contra él como testigo, el Presidente le pidió que le designara entre los acusados, Novy se volvió hacia nosotros, pasándonos a todos revista con la mirada sin pararse ante el hombre que buscaba. En la segunda inspección, se sobresaltó, y su cara reflejó una inmensa sorpresa cuando reconoció al fin, en esta caricatura, al brillante periodista de antaño, a André Simone.

Mi amigo Hajdu está en el compartimiento vecino al mío, con el ceño fruncido, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Cuando su referent le trae una taza de café le dice bruscamente: «¡Désela a London!», como solía hacerlo cuando almorzábamos juntos en otros tiempos. Este brebaje no le gusta mucho y sabe que a mí, en cambio, me encanta. Durante la audiencia estoy separado de él solamente por un guardián. Le miro. Está crispado y se rasca la palma de la mano. Cuando oye las barbaridades que profieren los miembros del tribunal él, el jurista, masculla injurias. Durante el alegato de su abogado defensor retiene apenas su cólera: «¡Especie de cabrón, idiota, cerdo, imbécil!» El guardián que nos separa en el banquillo de los acusados le da codazos varias veces para llamarle la atención y hacerle callar…

Margolius se mantiene muy digno. Sabe dominar sus sentimientos, lo mismo que Frejka y Frank, que siguen impasibles el desarrollo de los debates. Fischl, en cambio, da la impresión de un hombre agotado. Lobl está tranquilo y dueño de sí mismo. Habla mucho con su referent durante las interrupciones de la audiencia.

Reicin y Svab están atentos a todo lo que pasa en torno a ellos. Sling es el que demuestra más vivacidad y el que está más a sus anchas de todos nosotros. Cuando me ve me saluda sonriendo y cada vez que pasa delante de mí, me hace signos de amistad. A pesar de haber adelgazado tanto en estos dos años de prisión, es el que ha cambiado menos.

Sling, gesticulando durante su declaración, no puede sujetarse el pantalón demasiado ancho para lo flaco que se ha quedado, y se le cae en forma de tirabuzón sobre los pies. El cómico espectáculo de nuestro camarada en calzoncillos nos hace prorrumpir en una risa histérica. Nuestro amigo Sling revienta de risa el primero, mientras se sube el pantalón, teniendo que hacer un esfuerzo para proseguir su declaración.

Clementis es uno de los que más se ríen. Trata, en vano, de calmarse apretando su pipa entre los dientes hasta romperla. Slansky llora… y su cuerpo se mueve convulsivamente. El único que se queda impertérrito es Geminder.

La risa se extiende por la sala y ataca a los miembros del Tribunal. El fiscal disimula su rostro detrás de un periódico bien abierto. Los magistrados hunden la cabeza en sus expedientes. Los guardianes no pueden contener las carcajadas a pesar de sus esfuerzos.

Esta risa provocada por el accidente de nuestro camarada, origina una diversión colectiva; abre la válvula de la terrible presión de los actores de esta espantosa tragedia que está representándose.

El Presidente no tiene más remedio que suspender la audiencia. Kohoutek y los referents están escandalizados. Durante la interrupción nos dicen que Sling ha hecho el payaso intencionadamente. ¡Al agacharse para levantar su pantalón ha conseguido mostrar irreverentemente el trasero a la sala! Este gesto demuestra, según dicen ellos –y esta es la idea que propagará la Seguridad– que Sling es un golfo de la peor especie que se burla de todo y de todos…

Durante la semana del proceso todo el Estado Mayor de Ruzyn, con Doubek a la cabeza, se ha movilizado en Pankrac.

Nos dan de comer mejor que de costumbre, nos distribuyen café y cigarrillos y cuando la audiencia se prolonga, algunos emparedados. Hay un vaivén incesante en los pasillos del tribunal durante las interrupciones de la audiencia, así como en el corredor subterráneo en el que se encuentran nuestras celdas. Los jefes de Ruzyn visitan varias veces durante el día a los acusados de quienes son responsables, para sostener la moral de «sus clientes».

Como de costumbre, Kohoutek habla más de la cuenta. Dice que el Partido está satisfecho y que nuestros «amigos» se han entrevistado con la Dirección, que sigue hasta en sus menores detalles todas las peripecias del proceso. Su pronóstico sobre las condenas es todavía más optimista que antes de la apertura de los debates. Trato de escuchar frases sueltas de lo que dicen Doubek y otros jefes de referents a mis codetenidos. Por lo que logro captar, todas las conversaciones tienen el mismo tema.

Cuando los jefes se van, los referents hablan a su vez del mismo problema. Nos confían que su opinión se basa en las entrevistas que han tenido previamente con sus jefes. Sling, según ellos, tendrá una de las penas más severas: veinte años; Hajdu, doce años; Lobl, doce años; Clementis y Gemindér, de quince a dieciocho años; Slansky, veinte o, en el peor de los casos, veinticinco años; Margolius, diez años, y yo, doce años…

Pero conforme pasan las audiencias nuestro pesimismo aumenta sin que podamos evitarlo. Angustiados, nos damos cuenta de que estamos representando el último acto de una tragedia que va a terminar con un desenlace mucho más siniestro que el que nos han dejado entrever hasta ahora.

El doctor Sommer pasa entre nosotros diligente y nos hace ingerir calmantes. Por la noche no puedo dormir en la celda. Me levanto y ando de un lado a otro; de vez en cuando el guardián me ofrece cigarrillos y trata de apaciguarme. En las otras trece celdas pasa sin duda tres cuartos de lo mismo, oigo ruido de pasos y hablar en voz baja.

En la sala la hostilidad es cada vez más aguda. Han debido orientar su argumentación hacia el punto al que han llegado los debates. Una pesada atmósfera de odio se cierne en torno a nosotros. Y luego empiezan las declaraciones de los testigos. La más terrible es sin duda la de Gusta Fucikova, que acusa a Reicin de haber provocado la detención de su marido por la Gestapo. La sala acoge con aplausos frenéticos la perorata cuando repite las últimas palabras de Fucik en su libro Reportaje al pie de la horca: El que ha vivido fielmente para el porvenir, y ha caído por su belleza, es una figura esculpida en la piedra. Pero aquel que ha querido, con el polvo del pasado, levantar un dique contra la corriente de la revolución, no es más que un títere de madera podrida, incluso aunque sus hombros estén cubiertos de galones. Hombres a los que he amado tanto, ¡estad alerta!

La víspera de la intervención del fiscal, durante una suspensión de la audiencia, Kohoutek me pregunta mi opinión sobre las penas que se pedirán. Le respondo que este proceso costará la vida a todos los acusados. Escuchando estas palabras me mira con ojos inexpresivos y mueve lentamente la cabeza: «¡No es posible! ¡No pueden colgarlos a todos! ¡No tendrán más remedio que dejar a algunos vivos! Y usted tiene probabilidades de ser uno de ellos, puesto que las acusaciones contra usted son menos graves que las de los otros. Aunque las penas que pronuncien sean elevadas lo que cuenta, como en todos los procesos políticos, es poder seguir viviendo. No pierda usted la esperanza».

Incluso un hombre como Kohoutek que, sin embargo, ha sido un aplicado artífice de este proceso, se sorprende del trágico giro que toman los debates en estas sesiones.

Hasta altas horas de la noche y por la mañana, antes de que empiece de nuevo la audiencia, oímos el tecleo de las máquinas de escribir. Por una indiscreción de mi referent, me entero de que incluso aquí, siguen haciendo interrogatorios y tomando declaraciones a personas en libertad..

A veces, durante una interrupción de la audiencia, traen a los acusados hojas de papel para que tomen nota de los nombres suplementarios que tienen que citar en sus declaraciones. Mi oído capta los del General Svoboda, del Ministro Gregor y algunos otros. Cuando más tarde, una vez en libertad, tuve ocasión de hojear la prensa de esa época y los informes sobre el proceso, me di cuenta de que no figuraban en ellos las expresiones antisemitas más ultrajantes, igual que muchos nombres y párrafos enteros de nuestras declaraciones. Ese material de reserva lo conservan para utilizarlo, eventualmente, en procesos ulteriores.

El veintidós de noviembre por la mañana, Kohoutek en persona me anuncia que mi declaración tendrá lugar un poco más adelante. Según dice: «El Partido, después de haber examinado la declaración de Clementis de ayer, ha tomado la decisión de hacerle comparecer otra vez esta mañana, para que haga una declaración suplementaria sobre el nacionalismo burgués eslovaco».

Por lo tanto, durante la noche, redactan con Clementis la última declaración para el tribunal. Luego se tendrá que aprender de memoria el texto y estar dispuesto cuando se abra la audiencia que comienza con su declaración.

Un día antes de la intervención del fiscal, Kohoutek me trae a mi celda de Pankrac un papel y un lápiz para que escriba mi última declaración antes del veredicto: «Debe usted atenerse a la línea de sus «confesiones» y demostrar al Partido que sabe mantenerse hasta el final en la actitud que se espera de usted». Al poco rato le remito el proyecto que he redactado. El se marcha enseguida para consultar con sus «jefes». Al día siguiente, por la mañana temprano, vuelve a darme el texto corregido como es debido.

Han tachado tres frases y han añadido otras. Me hace el reproche de no haberme roto la cabeza al escribir el texto. «Y ahora, aprenda de memoria su declaración. Y sobre todo, no cambie nada. Si no, se arrepentirá». Siempre en nombre del Partido, ¡naturalmente!

Afortunadamente el texto es corto pues mi cabeza ya no me obedece. Estos últimos días sigo los debates muy difícilmente. Mi cerebro no capta más que algunas frases y por otro lado, tengo la impresión de nadar en un guirigay algodonoso. Tengo cada vez más la sensación de un desdoblamiento de mi personalidad: actor, y al mismo tiempo espectador del proceso. Me obsesiona una idea: «Entonces, era así como se desarrollaban los procesos de Moscú, de Budapest, de Sofía… ¿Cómo pude creerme en aquella época tantas mentiras? Y conmigo tantos comunistas, ¡tanta gente honrada!…