Lo que me ha permitido resistir durante tantos meses ha sido la ilusión de poder denunciar públicamente el carácter ilegal de este proceso. Pero ahora que se aproxima la fecha de su celebración, me doy cuenta de que esta esperanza es vana. Ahora comprendo por qué todos los que me han precedido no han aprovechado la ocasión que les brindaba el proceso para hablar, para decir muy alto lo que habían sufrido. Todos estamos en el fondo del pozo. Y no soy el único que reconstruye en su memoria los procesos de Moscú, para tratar de descubrir medios de resistencia o más bien, las trampas que pueden tendernos todavía. Ahora empiezo a comprender la actitud de Slansky durante nuestro primer careo. Quería, a mi juicio, situarse en la misma línea de defensa que Zinoviev o Bukharine, dispuesto a reconocer su responsabilidad política puramente intelectual en la conspiración, creyendo que así se disculpaban las acusaciones prácticas de espionaje. Pero eso no sirve para nada. Los que han inventado esta conspiración, han inventado también todo lo que debe acompañarla, adornarla, vestirla en materia de espionaje, de asesinatos y otros crímenes. Son autores meticulosos. Cuidan los menores detalles, porque saben perfectamente, que si se descubriese una sola mentira toda su trama se descubriría…
Muy a mi pesar, recuerdo el Moscú de la época de las purgas y los procesos.
Durante los tres años que viví allí hice amistad con muchos camaradas de todas las nacionalidades: alemanes, italianos, polacos, búlgaros, yugoslavos, franceses, belgas, ingleses, españoles. También tenía muchos amigos soviéticos. Los extranjeros eran o refugiados políticos o representantes de Partidos Comunistas y movimientos revolucionarios internacionales; conocí también alumnos de la Escuela Lenin, que vivían en Moscú durante un período más o menos largo, antes de volver a su país de origen para ocupar de nuevo su puesto de combate.
Los lazos de fraternidad que nos unían eran muy fuertes. La palabra camarada era el sésamo de los corazones, y el hecho de no hablar la misma lengua no importaba nada. Además, lográbamos entendernos enseguida con algunas palabras rusas, algunas palabras de nuestra propia lengua y algunos términos corrientes escogidos entre otros idiomas.
Después del atentado contra Kirov, la atmósfera había cambiado: los amigos se veían poco. Los camaradas soviéticos se alejaron de nosotros y evitaban con temor nuestras visitas. Eminentes personalidades que había encontrado frecuentemente en el hotel Lux o en los pasillos del Komintern, como Bela Kun, Heinz Neumann y tantos otros dirigentes conocidos del movimiento comunista mundial, desaparecían de la noche a la mañana. Iba de boca en boca con estupor, que se había descubierto algo contra ellos, algo grave que no se debía comentar por el momento; que había que esperar las explicaciones. Pero esas explicaciones no llegaron nunca. Y otras personas seguían desapareciendo.
Me acuerdo del primer proceso contra Zinoviev y Kamenev y del choque que cada uno de nosotros sintió al ver a esos antiguos compañeros de Lenin en el banco de la infamia. Y luego, su segundo proceso y su condena a pena de muerte. En nuestras largas conversaciones tratábamos de explicarnos cómo habían podido caer tan bajo hombres que tenían un pasado semejante; cómo habían podido llegar a ser agentes del imperialismo y cometer las acciones más abominables contra su país, contra su pueblo, contra sus hermanos de combate, contra su Partido.
Recuerdo la emoción con que me describió una noche mi amigo Secotine, el mitin al que acababa de asistir y en el que había hablado Yejov. Me contaba de qué manera ese hombrecillo, había hecho que la sala entera se levantase con entusiasmo cuando pidió el castigo más implacable para los traidores. Secotine estaba contento. Y como él, todo el mundo pensaba que, puesto que los verdaderos culpables habían sido descubiertos, todo iría mejor y que los camaradas injustamente detenidos serían absueltos. Desgraciadamente, las cosas iban de mal en peor.
Sveridiouk, que vino de Praga en donde había vivido como emigrado polaco militando en el Partido Comunista Checoslovaco, hacía frecuentes visitas a la colonia checoslovaca de Moscú que se reducía cada día más. Un día desapareció con su mujer. Me dijeron que había tenido dificultades a causa de su hermano, uno de los dirigentes del Partido Comunista Polaco, condenado a muerte. Nunca he vuelto a saber nada de él.
En la colonia francesa había conocido a la camarada Marthe, que desapareció también un buen día. Los camaradas que se cruzaban en los pasillos tenían miedo de hablar, e incluso de saludarse. En mi piso dos mujeres se quedaron solas. Se decía que sus maridos habían sido destinados fuera de Moscú. Al cabo de cierto tiempo ellas se marcharon también con sus equipajes hacia remotas regiones. Yo sabía por Secotine, que en realidad sus maridos estaban detenidos. Como él les había conocido en Polonia y colaborado con ellos en el trabajo clandestino, se esforzaba por hacer algo en su favor. Escribía cartas, hacía gestiones personales en la NKVD y recogía testimonios positivos, convencido de que se trataba de un error. Me explicaba que una conspiración dirigida por los países capitalistas se estaba organizando con la ayuda de las fuerzas de la oposición en el interior de la URSS, las trotskistas y algunas otras, para derribar el régimen. También me decía que en el combate que sostenía la policía soviética para poner al desnudo esta conspiración y liquidar a sus promotores, era inevitable que se cometiesen ciertos errores. Pero él también, mi amigo Secotine, desapareció en aquella tormenta y nunca he sabido lo que pasó con él.
Cuando encontré de nuevo a Lise en Valencia, le describí esta atmósfera pesada de Moscú del último período. Le hablé de la angustia experimentada cuando los camaradas desaparecían de la noche a la mañana. ¿Por qué? Le hablé del proceso en el que fueron condenados algunos compañeros de Lenin. Lise no conocía de todo esto más que lo que había leído en la prensa. Los acusados habían traicionado, habían reconocido ellos mismos sus crímenes…
Y luego, algunos meses más tarde, tuvo lugar el proceso del «bloque de derechistas y de trotskistas antisoviéticos». Yo compré el informe taquigráfico de este proceso poco tiempo después de mi llegada a París.
Recuerdo que el caso de Krestinski me impresionó particularmente. Cuando Vichinsky, antes de que el Tribunal comenzase sus trabajos, hizo a los veintiún acusados la pregunta habitual de si se declaraban culpables, todos respondieron sí menos él: «Yo no me declaro culpable. No soy trotskista. Jamás he pertenecido nunca al bloque de derechistas y trotskistas, que por otra parte ni siquiera sabía que existiese. No he cometido tampoco los crímenes que me imputan, no me declaro culpable de haber tenido relaciones con el servicio de espionaje alemán».
Y cuando Vichinsky recordó que había firmado su confesión en la instrucción previa, Krestinski respondió: «Antes que usted me interrogase, las declaraciones que he hecho en la instrucción previa eran falsas… Luego las he mantenido porque mi propia experiencia me ha demostrado que no podría retractarme hasta la audiencia en el Tribunal, si ésta llegase a tener lugar. Estaba convencido de que si hubiese contado lo que digo hoy –que todo era falso– esas declaraciones no habrían llegado nunca a los jefes del Partido y del Gobierno».
Durante todo su interrogatorio, en aquella segunda sesión del proceso, se batió paso a paso negando todas las acusaciones. Vichinsky recurrió entonces a los compañeros de Krestinski para que confirmasen su culpabilidad. Entre los testigos de la acusación se encontraba Bessonov. Según él, Krestinski le había dado instrucciones para su trabajo de espía trotskista durante una entrevista que tuvieron en Alemania. Y como sonrió, Vichinsky le dijo que explicase el significado de esa sonrisa. Bessonov da la siguiente explicación: «No tengo más remedio que sonreírme porque si estoy aquí, en este lugar es porque Nicolás Nicolaievitch Krestinski me designó como enlace de Trotsky. Y excepto él y Piatakov, nadie sabía nada. Y si en 1933, Krestinski no hubiese hablado conmigo de este asunto, yo no estaría hoy en el banco de los acusados».
Lo más triste es que, al día siguiente, Krestinski confirmó ante el tribunal todas las «confesiones» que había hecho en la instrucción previa.
Y cuando Vichinsky le reprochó su actitud de la víspera, que consideraba como una provocación trotskista, Krestinski respondió: «Ayer, bajo el influjo de un sentimiento agudo de vergüenza… no he podido decir la verdad, decir que era culpable… Ruego al Tribunal que considere mi nueva declaración, me declaro culpable, enteramente y sin ninguna restricción, y reivindico la entera responsabilidad de mi traición…».
Días más tarde recordó al Tribunal, en sus últimas palabras, el verdadero trabajo revolucionario que había realizado en otros tiempos, y rogó que le dejasen la vida para tener la posibilidad de redimirse.
En las discusiones que teníamos en las organizaciones del Partido se calificaba la actitud de Krestinski como la de un enemigo particularmente recalcitrante, porque había intentado, incluso en el proceso, desacreditar a la Dirección del Partido Bolchevique y a la jurisdicción soviética.
Me acuerdo también de las últimas palabras de Bukharine, que me habían turbado en aquella época, sin que por eso llegara a dudar de la veracidad del proceso.
Ahora comprendo que los procesos de Moscú eran los precursores de estos nuestros. Con una diferencia, allí los principales acusados antes habían manifestado divergencias con la línea oficial del Partido y habían representado corrientes de oposición. Lo que en cierto modo justificaba nuestra credulidad.
Me acuerdo del proceso de Sofía, mucho más reciente. Kostov trató también de negar ante el Tribunal sus anteriores «confesiones». Le cortaron inmediatamente el micrófono. Y luego hicieron desfilar ante el Tribunal numerosos testigos de la acusación que le abrumaron con sus declaraciones. Para terminar escribió una carta a la Dirección del Partido, que conocí leyendo el libro sobre el proceso que fue publicado antes de mi detención y que reproducía el facsímil del manuscrito con su firma. En esa carta suplicaba a la Dirección del Partido que le fuese perdonada su actitud diciendo que se arrepentía y esperando que se le dejase vivir para poder redimirse. ¡Cuan conmovedora me parece, ahora que sé lo que quiere decir, que comprendo el sufrimiento que sentiría Kostov al escribirla siendo inocente!
Cada vez estoy más convencido de que si yo intentase algo semejante fracasaría de la misma manera. Y aún más con las advertencias que me repiten sin cesar los référents: «Sobre todo, no piense que podrá retractar sus «confesiones» o apartarse de su texto delante del Tribunal. En caso de que quisiese dárselas de listo, lo hemos previsto todo. ¡No podrá seguir hablando en la sala y se procederá a la audición de veinte testigos que están preparados para declarar contra usted!».
Más tarde supe que la declaración que nos hacían aprender de memoria antes del proceso estaba registrada en una cinta magnetofónica. Un sistema de señales hacía posible la comunicación entre el Presidente del Tribunal y un grupo de référents que podían darle la orden de interrumpir la audiencia en caso de que uno de los acusados se apartase de su texto.
Estoy seguro de que si me retractase se produciría, primero el mismo tejemaneje, y más tarde mi nombre serviría de pasto a las mismas discusiones que ya he citado anteriormente sobre Krestinski y Kostov, a los mismos comentarios en la prensa comunista del mundo entero sobre mi comportamiento criminal. Me presentarían como alguien que, hasta el último instante, hasta el pie de la horca, ha escupido al Partido, ha tratado de desacreditarlo ante la opinión mundial.
Y cuando, dos o tres días antes del proceso, me llevan a una habitación y me encuentro delante del Ministro de la Seguridad, Karol Bacilek, miembro de la Oficina Política del Partido, vestido con su uniforme de general, que me habla no como tal Ministro o dirigente, sino como él dice: «En nombre del Partido, en nombre del camarada Gottwald», sé que todo está consumado…
Me explica que el Partido me hace un llamamiento para que me atenga a mi declaración tal como está formulada en la que está destinada al tribunal; y que si así lo hago, prestaré un gran servicio al Partido. Añade que, fuera del país, la situación es muy grave, que la guerra amenaza y que el Partido espera de mí que me deje guiar por sus intereses, y que si obro de esta manera, me lo tendrán en cuenta…
Esto me afirma en la idea de que si tengo delante del Tribunal una actitud digna, si niego mi culpabilidad, si proclamo mi inocencia, nadie me creerá y además de no creerme, me ahorcarán.
Y luego, aunque seas una víctima inocente e impotente entre las manos de hombres criminales, sin conciencia, cuyos esfuerzos maquiavélicos sólo tienden a vaciarte de tu contenido humano, de tu conciencia de hombre libre y de comunista; sabes que, por encima de esta Sala del Tribunal, de estos référents, de estos consejeros soviéticos, se encuentran el Partido con su masa de militantes, la Unión Soviética y su pueblo. Está el campo de la paz, los millones de combatientes que prosiguen en el mundo entero la lucha por el mismo ideal al que has consagrado toda tu vida. Sabes que la situación internacional es tensa, que la guerra fría está en auge, que todo será utilizado por los imperialistas para desencadenar la guerra. Tu conciencia de comunista no acepta, en estas condiciones, ser «cómplice objetivo» de los imperialistas.
Y entonces llegas a la conclusión de que perdido por perdido, es mejor callar tu inocencia y declararte culpable.
Mi estado físico ha mejorado mucho durante estas últimas semanas. Lo siento, pues sin duda sería más fácil tener la cuerda al cuello encontrándome débil y miserable.
¿Cuántas veces me imagino ese último instante? Sueño con la horca. Y cuando, durmiendo, la manta roza mi cuello, ese contacto me produce automáticamente la misma pesadilla.
Trato de borrar de mi cabeza estos pensamientos, pero, a medida que se aproxima el día del proceso, me obsesionan cada vez más. Me dan algunos libros. Y hago un esfuerzo para leerlos. Pero no leo el texto que tengo ante los ojos, sino mi adiós definitivo a este mundo, las condiciones difíciles que tendrán que afrontar los míos y que marcarán a mis hijos hasta en su vida de adultos. El drama se termina para mí… Pero Lise y mis hijos lo llevarán consigo durante toda su vida. Y si, milagrosamente me escapo de la horca, no me dejarán salir de la cárcel, sobre todo después de un proceso como el nuestro…
Acaban de traerme El Quijote. Aunque es la cuarta vez que lo leo, logra abstraer mis pensamientos. Me encuentro lejos de mi celda, transportado al mundo de Cervantes, y llego a reír sinceramente ante las réplicas de Sancho Panza, que tanto me recuerda a mi suegro Ricol. Nunca me ha emocionado tanto este personaje.
Y llega la última noche. No duermo. Más que oírlos, adivino los pasos por el pasillo. Han dejado la mirilla abierta. El ojo del guardián aparece en ella, con una intermitencia regular. Es tan preciso como el movimiento de un reloj…
¡Qué tragedia vivirán mañana Lise y sus padres! Más tarde mis hijos comprenderán todo su alcance y sufrirán las consecuencias. ¡Con tal de que les dejen vivir! Durante muchos años, tal vez durante toda su vida, les hará falta un gran valor para hacer cara a las dificultades que, por encima de mi tumba, recaerán sobre ellos…
Bacilek me ha prometido que el Partido hablará con mi mujer preparándola para el proceso. Al exponerle mis temores por el porvenir de los míos, tan aislados ya en un país extranjero, me ha prometido que el Partido se ocupará de que mi familia no tenga que sufrir las consecuencias del proceso. No creo en sus promesas, aunque a pesar de todo son promesas…
Rememoro mi infancia. Mis convicciones habían comenzado con el proceso “Sacco & Vanzetti”, cuando agarrado a la mano de mi padre trataba de cantar La Internacional, cuyas palabras apenas conocía, junto a centenares de hombres y mujeres que me rodeaban. A pesar del inmenso grito de protesta del mundo entero, habían asesinado a Sacco y a Vanzetti. ¡Y eran inocentes!
Dentro de algunas horas va a comenzar nuestro proceso. ¡Cuan diferente es para nosotros! El recuerdo de esos dos mártires ha marcado mi vida de hombre y de comunista y jamás se ha borrado de mi memoria.
¿Debo renegar del camino que he seguido?
Me he hecho muchas veces esta pregunta durante los dos años que llevo aquí. Y siempre la respuesta ha sido: ¡No, estoy orgulloso de mi pasado!
Es la deformación burocrática del socialismo, el dogmatismo, el abandono de los principios de democracia popular y su sustitución por métodos arbitrarios de mando, es el amordazamiento de la crítica, la deificación del Partido por el abuso de las fórmulas: «el Partido tiene siempre razón», «el Partido te reclama"; eso es lo que nos ha llevado por esta vía que ahora conduce a toda clase de abusos. ¡Cuántas injusticias, arbitrariedades y brutalidades se han cometido con los miembros del Partido! Sistemáticamente se ha cultivado la suspicacia en nuestras filas. Los informes de la policía han tenido siempre mucha importancia. Y así ha podido desarrollarse, en el Partido y en el país, una atmósfera de desconfianza, de miedo, de terror; la creación y el crecimiento de ese tumor monstruoso, todopoderoso, que, camuflado en la seguridad del Estado, derrumba al Partido y al edificio socialista, basándose en la concepción estalinista de la acentuación de la lucha de clases durante la construcción del socialismo…
Cuántas cosas tendría que decirle a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos y compañeros de lucha. Nunca me he sentido tan cerca de ellos. Y pensar que mañana me maldecirán y me considerarán como un traidor… ¡Y, sin embargo, no tengo más remedio que declararme culpable!
Como lo hicieron los que nos precedieron en los procesos de Moscú, Budapest y Sofía.
De nuevo recuerdo a Sacco y Vanzetti: de niño, había llorado leyendo su última carta, su adiós. Inocentes… ejecutado… su recuerdo es siempre puro… son héroes.
¡Ya están aquí! La puerta se abre. El guardián dice: «Prepárese». Mi vida se termina. Me hará falta mucho ánimo para aguantar.
Tengo fiebre. Pido algo para beber. Al vestirme reconozco las prendas que me han dado. ¡Vienen de mi casa!
El abogado habrá visto a mi familia. ¡Les habrá preparado para la tragedia que les espera!
Me vendan los ojos y me guían hacia el patio donde nos espera el coche celular. Luego todo se vuelve negro: me desvanezco. Cuando vuelvo en mí, veo a los référents inclinados sobre mi rostro, parecen inquietos. El doctor Sommer llega, me toma el pulso, me ausculta el corazón y me da unas pastillas.
Monto en el coche celular. Pone el motor en marcha…