En la segunda quincena de marzo de 1952, Kohoutek me hace conducir a su despacho para anunciarme que al día siguiente van a carearme con Slansky. Entonces me da un texto escrito a máquina con las declaraciones que Slansky va a hacer en dicha confrontación y las respuestas que debo dar a esas declaraciones. ¡Nada se deja al azar en Ruzyn! Kohoutek me recomienda que me lo aprenda todo de memoria, pero, para mayor seguridad, los referents me lo hacen recitar, y Kohoutek en persona viene a controlar si he aprendido bien mi lección…
Un sábado, Kohoutek me hace de nuevo conducir ante él, para decirme que dentro de algunos minutos voy a ser careado con Slansky.
"Sobre todo, señor London, debe usted repetir su texto palabra por palabra. ¡De su comportamiento durante este careo depende mucho su porvenir!».
Me hace recitar el texto una vez más. Me dice que Slansky ya ha sido confrontado con numerosos acusados para precisar ciertos detalles en sus «confesiones». ¿Para qué sirven tales confrontaciones? ¿Para dar una apariencia de legalidad a toda esta comedia, haciéndolas figurar en los expedientes del proceso? Forman parte del sistema de las confesiones, como las transcripciones, las formulaciones sucesivas y todo lo demás… Estas precauciones me parecen casi exageradas.
Mientras tanto, Doubek entra en la habitación. Kohoutek le comunica que me ha examinado y que conozco muy bien el texto. Doubek me repite la misma recomendación que Kohoutek:
"¡Cuidado! Su actitud durante este careo va a ser decisiva para la apreciación del Partido respecto a usted. Así que procure repetir lo más exactamente posible el texto que ha aprendido».
Kohoutek me conduce al lugar de la confrontación, y en el camino prepara los últimos detalles: «Debe usted mirar a Slansky a los ojos, hablar lentamente, no turbarse y, sobre todo, atenerse al texto».
Ni siquiera reflexiono sobre la veracidad del texto en cuestión. Estoy ya tan acostumbrado a que mi discurso sea tergiversado que todo me da igual.
Y ahora estoy delante de Slansky. Tiene las facciones afiladas y se ve que está muy fatigado. Y él, ¿qué es lo que pensará de mí? Ha debido calcular antes de mi llegada que hace ya más de catorce meses que estoy en prisión. No he tenido nunca la ocasión de mirarme en un espejo, ¡pero me imagino mi aspecto viendo el suyo!
Slansky habla; confiesa según el texto que es el jefe de la conspiración contra el Estado en Checoslovaquia, pero de pronto, cuando llega a lo que me concierne deja de recitar la lección. Dice que no es posible que yo haya participado en esta conspiración, puesto que he estado mucho tiempo ausente del país.
Me quedo atónito. Vacilo durante un momento. ¿Qué voy a hacer? Si me dejase guiar por mi primer impulso aprovecharía esta ocasión para proclamar mi inocencia. Pero no me fío. El querer utilizar esta desviación del texto convenido no tiene ninguna eficacia, puesto que estamos solos con el referent que se ocupa de él, Doubek y Kohoutek. ¿Qué pasaría si me saliese de mi papel? No tengo ni tiempo ni medios para reflexionar. Me han «condicionado» de tal manera para lo que tiene que ocurrir que me han inculcado reflejos casi inmediatos. No puedo desprenderme de ellos, como tampoco lo lograría un conductor de automóvil ante una situación imprevista en la carretera. Las órdenes son de aprender el texto de memoria, de sujetarme a él pase lo que pase. Según el interés, el criterio del Partido. Mi suerte depende de mi actitud durante esta confrontación. Tal vez ellos lo habían previsto…
Había firmado ya mis «confesiones». Sabía que existía contra mí una montaña de pruebas, de «declaraciones» de voluntarios veteranos de las Brigadas y de mis nuevos coacusados, Geminder, Goldstücker, Dufek, Clementis, Svab…
Retractarme en tales condiciones sólo serviría para agravar mi caso.
Me repito. ¿Qué interés puede tener en este momento Slansky en disculparme? Y sobre todo en apartarse de ese texto que ha aprendido de memoria como yo, si no es para defenderse él mismo de haber tenido relaciones conmigo, sabiendo todas las responsabilidades que me echan encima en el pretendido «núcleo trotskista», en «el espionaje americano». Todas las acusaciones que él ha ratificado, en cierto modo, cuando era todavía Secretario General del Partido… Y que, quizá ahora, ya demasiado tarde, le estorban…
Recito pues como un autómata, ateniéndome rigurosamente al texto: «He tomado parte en la conspiración contra el Estado dirigida por Slansky…».
Luego me conducen al despacho de Kohoutek, que viene a verme un cuarto de hora después. «Ha hecho usted muy bien al responderle así –me dice– otra actitud habría sido funesta para usted». Y añade que los «amigos» y el Presidente han pedido que se les informe del desarrollo de este careo.
Luego comenta la actitud de Slansky como una tentativa para eximir su propia responsabilidad en los actos de espionaje que nos imputan a mí y a otros acusados, con el fin de limitar su papel a la dirección ideológica del núcleo. Doubek dirá más tarde exactamente lo mismo.
Cerca de un mes después, Kohoutek me hace ir una vez más a su despacho. Me dice que Slansky va a ser careado con Geminder y Goldstücker para aclarar todo lo que se refiere a Zilliacus. Al final de esta confrontación me convocarán para que diga que he recibido cartas de Geminder destinadas a Zilliacus por conducto de Goldstücker.
Me entrega un texto con las preguntas y las respuestas de Geminder y Goldstücker. Puedo percibir la importancia de sus «confesiones» respecto a la correspondencia con Zilliacus y sus relaciones con él. Kohoutek me deja bajo la vigilancia de uno de sus referents y al cabo de una hora telefonea para que me conduzcan al despacho en el que tiene lugar la confrontación.
Al entrar veo, sentados alrededor de una mesa y bajo la vigilancia de Doubek, Kohoutek y otros referents, a mis tres compañeros de proceso. Tienen la mirada apagada y el aire resignado. Seguramente se preguntan, como yo, sobre la utilidad de esta comedia…
¡Eduard Goldstücker! Hace dieciocho meses que nos vimos en el Palacio Cernin antes de su regreso a Tel Aviv, donde era nuestro Ministro Plenipotenciario. Fue uno de nuestros más jóvenes y brillantes diplomáticos. Nos conocíamos desde el VI Congreso del KIM, celebrado en Moscú en el año 1935, al que asistió como uno de los dirigentes de los estudiantes comunistas. La viveza incomparable de su inteligencia y su talento para contar historias, animaban nuestros debates y nuestras conversaciones. Después de la guerra, que él había pasado en Londres, nos encontramos en París, donde trabajaba en nuestra embajada. Nombrado después consejero en Londres, fue elegido en 1950 para representar a nuestro país en el joven Estado de Israel. Y ahora está aquí…
¡Bedrich Geminder! Con la mirada ausente, está acurrucado sobre sí mismo como un animal apaleado. Le conozco desde siempre: nuestros padres eran amigos. A pesar de la diferencia de edad, hemos continuado nuestra amistad desde que nos encontramos en Moscú, donde trabajaba desde 1935, en la oficina de prensa del Komintern. Era uno de los colaboradores de Georges Dimitrov. Durante la guerra dirigió las emisiones en lenguas extranjeras de Radio Moscú.
Aunque oriundo de Ostrava, formaba parte de la minoría alemana que fue casi enteramente trasladada a Alemania después de la victoria del 45. Prefirió, en aquella época, quedarse en Moscú, en donde se había acostumbrado a vivir. Sólo la insistencia de sus viejos camaradas, y en primer lugar la de Gottwald y Slansky, logró que se decidiese a volver al país en
1948. El Partido le confió la Dirección de la Sección Internacional del Comité «Central.
Soltero, vivía con la familia de Slansky. No salía del círculo de sus viejos amigos y tenía relaciones muy estrechas con Gottwald. Esto le daba ante la gente el aire de una eminencia gris del Kremlin, impresión que se acentuaba por la brusquedad con la que ocultaba su timidez y que repelía a todos aquellos que no le conocían bastante para saber el fondo de bondad, de generosidad y de sensibilidad que disimulaba. ¡Pobre Bedrich! ¿Qué sentirá ahora cuando piense en su vida de Moscú, en la afección de Gottwald…?
Rudolf Slansky, sentado entre los dos, está en el mismo estado físico que ya me había sorprendido en nuestra primera confrontación. De los tres, es el que menos conozco. También había militado en Ostrava, pero hacia el año 1920. Antes de marcharme a Moscú en 1933, le había encontrado dos veces en la sede del Comité Central, pero sólo cambiamos algunas palabras. Después de la guerra tuve más trato con él, particularmente en las reuniones de la Comisión de los «cinco» del Ministerio de Asuntos Exteriores que él dirigía.
Todos reconocían y apreciaban sus cualidades de dirigente; le respetaban y le temían al mismo tiempo. Por su carácter frío era difícil establecer con él un contacto humano. Dirigente del Partido desde 1920, y colaborador inmediato de Gottwald, vivió con este último en Moscú durante la guerra. Trabajó primero en la Sección checoslovaca del Komintern, y en el año 1944 llegó a ser miembro del Alto Estado Mayor de los guerrilleros del frente de Ucrania. Enviado algún tiempo después con Sverma a Eslovaquia, participó en la dirección de la insurrección nacional eslovaca.
Su mujer y él vivieron un drama terrible en Moscú. Un día del otoño de 1943, unos desconocidos raptaron a su hija mientras dormía en su cochecito guardada por su hermanito, delante del edificio de la radio en donde su mamá hacía una emisión destinada a la Checoslovaquia ocupada. Todos los esfuerzos para encontrarla fueron vanos… ¿Era el recuerdo de aquella tragedia lo que daba a su rostro esa expresión de tristeza?
Aquí estamos reunidos cuatro militantes del Partido: dos veteranos, Slansky y Geminder, cuyo ingreso se confunde con el mismo nacimiento del Partido Comunista Checoslovaco; y dos representantes de la generación siguiente, Goldstücker y yo, que entramos en el Partido al salir de la infancia. Aquí estamos, después de haber confesado, cada uno de nosotros, que hemos conspirado contra el Estado Socialista a cuya creación hemos consagrado toda nuestra existencia… Aquí estamos, para este careo absurdo que no es en el fondo más que el ensayo del drama que ha de representarse dentro de unos meses.
Entre los camaradas detenidos, y complicados en este proceso que se está maquinando, el noventa por ciento somos militantes comunistas desde antes de la guerra.
En el verano de 1952, Kohoutek me dice que voy a encontrarme de nuevo en presencia de Slansky. «En esta ocasión –dice– no se trata de una confrontación, sino simplemente de repetir delante de él lo que dijo Sverma en París en el año 1939».
Slansky ya ha llegado cuando entro en el despacho de Doubek. Repito: «En París, en el año 1939, Sverma me dijo que a Slansky no le gustaba la gente que rodeaba a Gottwald».
¡Y eso es todo! Me hacen volver a mi celda. Así se efectúan las «confrontaciones» que convienen a los hombres de Ruzyn. Pero las que yo reclamaba a voz en cuello antes de firmar mi «confesión», con Zavodsky, Field, Svoboda y los otros, me las han negado siempre. Nunca han aceptado las confrontaciones que los acusados reclamaban desesperadamente porque no querían que la verdad saliese a la luz.
Ahora, dieciséis años después de esa pesadilla, se ha editado en Praga un relato sobre los interrogatorios de Doubek.[42] Descubrí leyéndolo que, efectivamente, si Slansky confesó enseguida que había sido el jefe de la conspiración contra el Estado, resistió tanto como pudo contra las acusaciones de espionaje. Lo que explica su desviación del texto convenido cuando nos confrontaron por primera vez.
A principios de septiembre de 1952, Kohoutek me anuncia que van a redactarse los sumarios para el tribunal. Lo hacen, sin contar conmigo para nada.
Naturalmente, estoy presente cuando los referents escriben a máquina esas declaraciones, pero como si fuese un adorno. No tengo nada que ver con lo que están escribiendo. Kohoutek trae a veces páginas enteras escritas de antemano que los referents copian e incluyen en su propia obra. A medida que lo terminan, entregan su trabajo a Kohoutek. Este último trae, en los días siguientes, las hojas que ha corregido debidamente «por orden del Partido y de los amigos», reforzando aún más los términos de las acusaciones o incluyendo nuevos hechos.
De la montaña de actas administrativas, establecidas durante meses de la manera que ya sabemos, utilizan un cierto número de acusaciones y abandonan otras. En realidad es una táctica preconcebida. Abruman primero al acusado con una pirámide de acusaciones que van desde las desviaciones y faltas políticas hasta las actividades de espionaje y los crímenes crapulosos, para no elegir al final más que aquellas que cuadran con el papel que se le atribuye en el proceso. Además se lo dicen como si fuese un favor: «Ya ve usted que no queremos aniquilarle. De todo ese montón, no hemos utilizado más que algunas acusaciones. ¡Las otras se las regalamos!».
Sling, por ejemplo, había sido acusado de parricidio en un discurso de Kopecky,[43] pronunciado en una reunión del Comité Central en 1951, acusación que, según decía, había sido establecida por la investigación. En el proceso no hubo ni una sola alusión a este hecho.
Los acusados –yo mismo lo he experimentado– sienten un verdadero alivio cuando algunas acusaciones infamantes o ignominiosas que les hubieran presentado bajo un aspecto abominable, desaparecen de la declaración.
¿Quién no preferiría una acusación de espionaje o de delitos políticos a las de malversación, robo, delación y asesinato? La que más me dolía era la de haber enviado a Klecan a Checoslovaquia durante la guerra, con la misión de denunciar ante la Gestapo al Comité Central clandestino, con Fucik y Cerny; fue retirada. No se puede decir hasta qué punto me abrumaba esta acusación. Cuando Kohoutek me anuncia que no será utilizada contra mí, añade: «¡Es Reicin quien se echa la culpa encima!».
En cuanto a mí, es cierto que prefiero diez acusaciones de espionaje con Field, Zilliacus y con todos los que quieran, antes de que me acusen del crimen más monstruoso que existe: haber sentenciado a mis camaradas al hacha de Hitler. Es el medio más eficaz para que el acusado se avenga a firmar la declaración para el tribunal. En todo caso, esto ha contado para mí.
Sin embargo, antes del proceso, Kohoutek me muestra de nuevo la montaña de las «actas administrativas» firmadas por mí y de las declaraciones de los coacusados y testigos de la acusación, para advertirme: «Por si acaso tuviese la idea de cambiar en lo más mínimo su declaración al tribunal, mire lo que tenemos en reserva. No vacilaremos en utilizarlo contra usted. ¡Pórtese pues como es debido!».
Una vez redactado, Kohoutek somete este documento a los consejeros soviéticos que han formado –según lo que deduzco de las indiscreciones de Kohoutek– una comisión de coordinación para comprobar que no exista ninguna discordancia entre las declaraciones de los acusados y las declaraciones de los testigos. En la mía, por ejemplo, han modificado los pasajes que se refieren a Field, y han incluido hechos y nombres nuevos que no habían sido nunca mencionados hasta ahora en ninguna de mis declaraciones administrativas. Sin duda es necesario que en el acta de acusación y en mi declaración, el personaje que represento se integre bien en el cuadro de la trágica farsa que se prepara. Hay que poner en remojo a todos los conspiradores en el mismo caldo de crímenes.
Cuando un referent me lee más acusaciones nuevas, me sublevo y protesto. Entonces hacen venir a Kohoutek: «Si se niega a que su declaración sea escrita de esta manera –y los únicos que podemos juzgar lo que conviene o no somos nosotros– se arriesga a no ser juzgado con el grupo Slansky. En ese proceso, como sus actividades no pueden siquiera compararse con las de los otros acusados, usted no figurará en primer plano. De modo que tiene probabilidades de salvar su cabeza. En cambio, si decidimos juzgarle como jefe del grupo trotskista de voluntarios veteranos de las Brigadas Internacionales, ya sabe usted lo que le espera».
Ante argumentos tan convincentes, les dejo escribir lo que les da la gana. Y los referents incluyen aún, en una nueva redacción, mi supuesta actividad de espionaje en el movimiento obrero francés, «en favor de Slansky», y otras acusaciones que no habían mencionado jamás.
Cuando me presentan la declaración completamente rehecha no puedo contener mi indignación. Kohoutek me dice para consolarme: «No crea que es usted el único a quien no le gusta esto. Pero todos han terminado por someterse. Geminder, desde que ha firmado su declaración, no hace más que llorar».
Kohoutek se lleva una nueva versión de la declaración y la somete al último control de los de «arriba». Después me la traen para que la firme, lo que hago sin molestarme en leerla.
Comienza una nueva etapa. Me comunican que ahora tengo que aprender de memoria mi declaración para el tribunal. Durante seis semanas, hasta el día del proceso, me llevan todos los días al despacho del referent para repasar la lección. Este me marca mi tarea: «Hasta el sábado, estas diez páginas…Hasta el jueves, estas quince páginas».
Me dan mejor de comer, café negro y cigarrillos… Todos los días salgo a dar un paseo. De pronto se preocupan mucho de mi salud. El doctor Sommer recomienda sesiones de rayos ultravioletas. Se me administran inyecciones. Sé que son de calcio. Conozco su efecto inmediato: ese calor que invade el cuerpo cuando el pistón de la jeringa llega hasta el fin. En una palabra, ¡me llenan de cuidados!
Con este régimen me repongo. ¡Mi rostro debe tener ahora el color dorado del que pasa sus vacaciones en la nieve! Un día pregunto a Kohoutek, que me contempla satisfecho, si cree que me he dejado engañar por su cuidado. «Yo sé perfectamente que todos estos cuidados no se deben a su preocupación por mi estado de salud. Ustedes quieren que tenga buena cara a la hora de comparecer ante el tribunal. Eso me hace pensar en mi abuela cuando cebaba sus ocas para la nochebuena. Kohoutek se echa a reír y me dice: «¡Es por ambas cosas a la vez!».
Me repite hasta la saciedad: «Considérese dichoso de haber sido incluido en el proceso de Slansky. Es su única probabilidad de seguir viviendo… ¡Sobre todo, no haga tonterías!».
Me dice también que si tengo una «debilidad», han preparado para contrarrestarla numerosos testigos que declararán contra mí. Estos testigos harán o no su declaración, según la actitud que adopte ante el tribunal. Otro día me enseña un grueso legajo de papeles diciéndome que son las declaraciones de veinte testigos dispuestos a declarar contra mí «¡si tratase de saltar del tren en marcha!» Y me lee complaciente varios pasajes elegidos al azar. Otro día me lee algunos trozos de las declaraciones de mis compañeros de acusación respecto a mi colaboración y complicidad con ellos.
Cuatro o cinco días antes del proceso, Kohoutek me anuncia que acaba de hablar con el fiscal, y que éste le había dicho que, después de haber leído mi expediente, consideraba que el conjunto de mis actividades enemigas no era de bastante gravedad para justificar que figurase en el proceso. Había –según Kohoutek– evaluado mi pena en un máximo de quince años. «¡Ve usted, ya se lo había dicho! ¡Sobretodo, pórtese bien!».
Vavro Hajdu me dijo más tarde, cuando nos vimos meses después de nuestra condena, que Kohoutek le había predicho en aquellos momentos dieciocho años.
Se trata, sin duda, de otra táctica de la Seguridad. Y no sé hasta qué punto los referents lo hacen de buena o de mala fe. ¿Dicen eso sólo para calmar el temor de los detenidos y para que sean más dóciles? ¿O creen verdaderamente que estos podrán librarse, en efecto, de la horca si se someten a las directrices y a los deseos del Partido?
Por la tarde Doubek viene a verme durante mi interrogatorio, acompañado del doctor Novak, Presidente del Tribunal, que me pregunta si quiero leer yo mismo el acta de acusación o si prefiero que me la lea el referent. Le contesto que la lea el referent. ¡Todo me importa tan poco!
Al día siguiente el doctor Novak vuelve acompañado de un asesor para hacerme preguntas sobre mi estado civil: nombre, edad, etc.
Me interroga:
«¿Ha sido usted condenado alguna vez?». «Sí, durante la primera República en los años 1931-1933, y luego durante la guerra en 1942, en París, por el Tribunal del Estado».
El asesor toma nota de mis respuestas. El doctor Novak pregunta: «¿Por qué motivos ha sido usted condenado?». «Por mis actividades comunistas y por mi participación en la lucha armada contra la ocupación nazi en Francia».
El Presidente ordena a su asesor: «¡No, es inútil que escriba eso!».
En este mismo día el referent, me anuncia que veré a mi abogado, el doctor Ruzicka. Unos días antes Kohoutek me había preguntado si deseaba elegir un defensor. Yo le dije que no: «¿Puesto que me ha repetido no sé cuántas veces que es el Partido el que me juzga, para qué elegir un abogado?». Él me había hecho la objeción de que la ley preveía la presencia obligatoria de un defensor en el tribunal y que sería nombrado de oficio. Y añadió: «Aunque lo hubiese elegido habría sido lo mismo. No hay más que una docena de abogados autorizados para asumir la defensa ante el Tribunal del Estado».
Me conducen con los ojos vendados hasta el cuarto en el que me espera mi defensor. Nuestra conversación es muy corta y en presencia del referent, es decir, de uno de los que preparan la acusación, lo que representa una violación suplementaria de la legalidad y del derecho del acusado a su defensa. ¿Cómo osaría el acusado rechazar el acta de acusación delante de un testigo semejante? Como dice el proverbio checo: «Es como hacer de un macho cabrío un jardinero».
El abogado me dice que ha leído el acta de acusación y no me oculta lo grave que es para mí: «Corre usted el peligro de ser condenado a la pena capital. Nuestra ley prevé esta pena para castigar tales delitos. No tiene más que un medio para tratar de obtener una condena menos grave. Tiene usted que declararse culpable y mostrar, con su actitud, su buena voluntad delante del tribunal».
¡Es el mismo lenguaje que emplean conmigo los referents!
No volví a ver a mi abogado hasta el proceso. Cuando me condujeron a la prisión de Pankrac, en donde se celebró el proceso que duró siete días, reclamé en vano su presencia. No vino a verme hasta que fue pronunciado el veredicto.
Al final de nuestra primera entrevista, le había rogado que viese a mi mujer y que la preparase para la idea de este proceso y de la suerte que me aguardaba. También le había pedido que le dijese que no asistiera al proceso, pues si yo sabía que estaba en la sala no tendría fuerzas para repetir mis declaraciones.
Me prometió que iría a verla, pero no lo hizo. Cuando le vi de nuevo, después de mi sentencia, me lo prometió otra vez, pero tampoco lo hizo…