Ahora hace cerca de nueve meses que estoy detenido. He conocido ya Kolodéje y sus calabozos, las insoportables torturas físicas y psíquicas, los arrebatos de cólera de Smola y el «tiovivo» de Kohoutek. Y sin embargo, si me dicen, que cuando Kohoutek volvió de sus vacaciones, los interrogatorios continuarían diariamente durante otros doce meses y que me faltaba por vivir un número incalculable de veces, la trascripción de las actas administrativas, me habría parecido increíble.
Ahora adivino ciertas claves de esta táctica. La detención de Slansky en noviembre, la de Geminder y otras muchas, sus interrogatorios, sus «confesiones», no podían entrañar más que nuevas formulaciones en las actas administrativas de los que, como yo, debían ser incluidos en el proceso. Pero yo, por el hecho de que me interrogaban sobre ellos y por la manera en que Kohoutek los describía, traidores al Partido desde siempre, les creía detenidos desde hacía mucho tiempo. Pienso que ningún hombre normal hubiera podido imaginar, que los dirigentes del Partido permitirían que se amontonasen tales acusaciones contra otros dirigentes, a escondidas de estos últimos, dejándoles en libertad, en sus puestos, durante semanas y meses.
Slansky no pasó hasta el mes de septiembre, del Secretariado General del Partido a una Vicepresidencia del Consejo. Era seguramente una desgracia, pero al fin y al cabo una desgracia dorada. En efecto, lo que ocurría con nosotros demuestra de manera concluyente el procedimiento de fabricación de tales procesos. Se fabrican primero las acusaciones, los crímenes, el marco del proceso, y es después cuando se procede a la detención de las víctimas, de los culpables designados.
Pero desde el fondo de mi aislamiento en Ruzyn, a pesar de lo que he aprendido del mecanismo de las declaraciones, de la extorsión de las confesiones y de las firmas, de todo el lado prefabricado del asunto en el que me han incluido, no he podido descubrir el motivo de esos meses de retranscripción. Doce meses de cocina para preparar esas declaraciones, esas actas de la mentira, de la ignominia. El fin del otoño, un largo invierno, toda una primavera y un verano y de nuevo el otoño…
Incluir fragmentos, fundirlos, refundirlos. Pasar de las «actas administrativas» a las «declaraciones preparatorias» y a las «actas para el tribunal». Eliminar de las declaraciones de los otros acusados, los pasajes que puedan figurar en mis propias declaraciones, aunque no haya ninguna clase de relación entre nosotros, e incluir esos pasajes, separados de su contexto, en mis declaraciones. Transformar esos pasajes en declaraciones personales contra mis coacusados. Escuchar pasajes de mis propias declaraciones sometidos a ese mismo tratamiento y puestos en la boca de mis coacusados. Descubrir nuevos nombres en las preguntas, en mis respuestas, en las afirmaciones de los coacusados. Esto es lo que me hacen sufrir Kohoutek y su cuadrilla, durante doce meses. Y este pasodoble de nombres continuará hasta el proceso e incluso durante la celebración del proceso.
Esto se llama: «hacer la síntesis del material que poseemos sobre el proceso».
De este período flotan en mi memoria algunos episodios de esas transcripciones. Tal vez aquellos contra los cuales me he batido durante más tiempo, quizá los que me han herido más profundamente, los que me han humillado más. Tengo el recuerdo de un largo, de un interminable combate en plena noche. Es posible que sólo haya retenido lo que era para mí menos oscuro…
Por ejemplo, que la técnica de las retranscripciones, a fuerza de práctica, hace progresos en el fraude. La supresión de un nombre tiene resultados maravillosos. Repito por enésima vez: «En 1940 Siroky me puso en contacto con Feigl. Siroky me ordenó que siguiera colaborando con él, que le confiase ciertas tareas del Partido y que cobrase los donativos que entregaba todos los meses para el Partido. Hasta 1940 fue Siroky en persona el que mantenía el enlace y percibía ese dinero. Siroky me informó entonces de que Feigl había sido marginado en 1937, del Partido austríaco, pero que se trataba de una decisión errónea. Me dijo que conocía personalmente todos los pormenores de este asunto y que estaba seguro que podría hacerlo revisar después de la guerra. En efecto, en el año 1945, Feigl fue reintegrado en el Partido Comunista Checoslovaco por una decisión del Comité Central».
Y ahora vamos a ver cómo son interpretados esos hechos en mi declaración:
«En 1940 me he puesto en contacto con Feigl, aunque sabía que había sido desenmascarado anteriormente como enemigo, y marginado del Partido Austríaco; a pesar de eso, he encomendado a Feigl la realización de diversas tareas para el Partido y he aceptado que me entregase ciertas sumas todos los meses, sabiendo que el dinero provenía de los capitalistas americanos».
La manera de formular las preguntas y de transcribir las respuestas termina invariablemente por probar nuestra culpabilidad:
Pregunta: «¿Cuándo y dónde ha establecido sus relaciones de espionaje con el agente americano Noel Field?».
Respuesta: «En 1947, en su despacho de la Unitarian Service en Ginebra».
Se niegan a escribir los hechos, con toda su complejidad, con el pretexto de que aquí «no se escribe su defensa».
Pregunta: «Es sabido que el servicio de ayuda a los checoslovacos en Marsella, era una filial de los Servicios de Información Americanos y que durante la guerra, ha sostenido financieramente su grupo trotskista de los voluntarios veteranos de las Brigadas Internacionales. Nombre usted los miembros de ese grupo trotskista que han recibido dinero».
Respuesta: «Holdos, Zavodsky, Svoboda, etc.».
Los referents se niegan a escribir todo lo que no sea el enunciado de los nombres sin ningún comentario.
Continúa la repetición de la misma palabra, de la misma frase, durante horas, días, noches, semanas enteras… hasta que consigue penetrar en el cerebro; es similar a la gota de agua del suplicio chino.
Cuando el referent me interroga sobre el grupo «trotskista» de los voluntarios veteranos en Marsella, me pregunta: «¿Qué grupo, señor London?». «El grupo de los voluntarios veteranos, en Marsella». «¡El grupo trotskista, señor London! Repita: ¿Qué grupo?». «El grupo de los antiguos…». «¡No! El grupo trotskista».
A medida que habla el referent, se vuelve más huraño y brutal. Interrumpe el interrogatorio para infligirme un castigo. Y el disco continúa…
A propósito de Noel Field le digo: «Me he puesto en contacto con Noel Field en Ginebra, en 1947…».
El referent me interrumpe: «¿Qué contacto, señor London?». «¡Contacto!». «¡No! Contactos de espionaje. Vuelva a empezar llamando las cosas por su nombre».
Y como me niego a bautizar «de espionaje» contactos que no lo eran, me castiga, y otra vez el disco…
A fuerza de oír sin cesar machacar durante semanas, meses y años las mismas palabras, las mismas expresiones, terminas por repetir, tú mismo, automáticamente, como una máquina, las palabras que te han sugerido. Ya no existe sobre la tierra un solo individuo sin etiqueta: «trotskista», «burgués nacionalista», «sionista», «combatiente de España», «espía…» Y si te interrogan sobre el más pequeño de tus hijos estás dispuesto a declarar: «¡Mi hijo, el pequeño trotskista Michel, acaba de cumplir un año!».
Cuando un interrogatorio ha fallado parcialmente en la descripción de las actividades del personaje abyecto que quieren endosarme, y muestra contradictoriamente aspectos positivos de mi trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, por ejemplo, los referents atribuyen el mérito a la «Comisión de Cuadros», «al Ministro», «a la Organización del Partido», o a cualquier otra persona del servicio.
Yo había descubierto elementos dudosos entre los cuadros obreros, reclutados por los Comités regionales del Partido para nuestra escuela diplomática. Tuve que luchar personalmente para imponer un nuevo examen de su expediente, lo que ocasionó el despido de todos ellos.
Los referents escriben refiriéndose a este asunto: «Y, Z.,. han sido descubiertos, gracias a la vigilancia de la comisión de Cuadros; se trataba de elementos peligrosos, con un pasado dudoso, que han sido enviados por el Ministerio a sus regiones respectivas».
De una cosa en otra, la verdad desaparece completamente. He aquí lo que queda de ella en el proceso:
El Presidente: «¿De qué manera se efectuaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores el reclutamiento de los Cuadros procedentes de las regiones?».
London: … «la política de reclutamiento de los cuadros obreros fue saboteada de tal manera, que el reclutamiento se efectuaba en las regiones en las que los miembros del núcleo de conspiración contra el Estado tenían una gran influencia, sobre todo en las de Brno, Ostrava, Pilsen y Ustinad-Labem. Allí, los partidarios de Slansky han reclutado los cuadros que no podían ejecutar ningún trabajo en realidad; sea por ineptitud y o porque eran elementos de los que se escondían sus insuficiencias o un pasado turbio. Muchos aspirantes fueron despedidos después de un año de enseñanza, porque no se podía contar políticamente con ellos.
Efectivamente, había entre ellos miembros de organizaciones fascistas, voluntarios del ejército fascista, participantes en los combates contra los guerrilleros, y así sucesivamente. En resumen, ni un solo cuadro verdaderamente obrero, llegó a ejercer una función importante, sea en la central del Ministerio de Asuntos Exteriores, sea en los puestos diplomáticos…».
Otras veces te hacen firmar la declaración página por página. Aunque algún detalle te parezca inexacto o desfigurado, terminas firmando, porque renuncias a batirte por algo que no tiene gran importancia para ti. Esto se producirá varias veces antes de llegar a la página cuyo texto pondrá en evidencia este modo de proceder. Pero entonces es demasiado tarde…
Cito a continuación cuatro ejemplos de introducción insidiosa de calificativos criminales acoplados a los nombres que figuran en mis declaraciones:
Interrogado sobre las relaciones de Fischera (que trabajó durante la guerra con Dubina en el Centro de ayuda checoslovaco de Marsella) con Lumir Civrny, poeta y promotor de la cultura, explico que durante mi viaje oficial en los años 1945-1946, Civrny le recibió en su despacho del Comité Central del Partido Comunista en Praga. Yo lo sabía por él. El referent formula mi respuesta de esta manera:
«Lumir Civrny, que ha trabajado para la Gestapo durante la guerra…».
Protesto diciendo que nunca he conocido personalmente semejante colaboración, pero el referent me responde:
«Nosotros lo sabemos y tenemos pruebas».
Y en mi acta administrativa, Civrny asume el calificativo de «agente de la Gestapo», como si esta afirmación fuese mía.
Lo mismo ocurre con Peschl, uno de mis viejos amigos de juventud, militante del Partido en Ostrava, que según el referent había confesado «haberse puesto al servicio de la Gestapo cuando cayó en paracaídas en Checoslovaquia durante la guerra».
Yo había militado a principios del año 1939, en la juventud de los Sindicatos Rojos bajo la dirección de Smrkovsky, que era el responsable nacional. La formulación sobre Smrkovsky ha sido introducida en mi declaración de la manera siguiente: interrogado por un referent sobre mi trabajo en la juventud, había mencionado, entre otras cosas, que en 1935, Smrkovsky planteó algunos problemas políticos que surgían en el trabajo del Partido entre los jóvenes, en el Congreso del KIM, en Moscú. El referent escribe: «El pasado trotskista de Smrkovsky». Ante mi protesta, replica que se trata de una cosa conocida y que Smrkovsky, que se encuentra en la misma prisión –lo que yo ignoraba– había firmado él mismo numerosas declaraciones sobre este asunto. El referent dice aún: «Habríamos podido escribir también que era agente de la Gestapo. ¿No lo ha oído usted decir? Sin embargo, es un hecho conocido. Usted lo ha olvidado sin duda. Además, él mismo nos lo ha confesado». A pesar de todo, este último calificativo no será escrito; se contentará con «su pasado trotskista».
Cuando me interrogan sobre Eduard Goldstücker me hacen la siguiente pregunta: «¿Sabe usted que Ripka le consiguió un puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en Londres?». Yo le digo que no. «¡Naturalmente que sí, hombre, es Goldstücker. Si usted lo ignora, no tiene importancia. He aquí la declaración en la que lo confiesa él mismo». El referent me hace leer algunos pasajes de la «confesión» de Goldstücker y luego escribe esta afirmación en mi declaración como si fuese yo el que lo hubiera dicho.
La confianza en su poder absoluto es tan grande, que los jefes ocultos de Ruzyn, sirviéndose de los referents, no vacilarán en hacer escribir en las declaraciones, actividades y tareas normales, bautizándolas con el nombre de crímenes.
Este es, por ejemplo, el caso de la carta de servicio que me había enviado Kavan, nuestro agregado de prensa en la embajada de Londres, en la que me comunicaba que Zilliacus deseaba enviar un artículo para Tvorba[41] y mi respuesta telegráfica. Veamos ahora cómo se plantea este asunto:
Kohoutek me llama un día a su despacho y me interroga con mucha insistencia sobre las relaciones entre Kavan y Zilliacus. Yo le digo que las ignoro. Con un gesto agresivo me enseña la copia de una carta que Kavan me había enviado a principios de 1949, explicándome la proposición de Zilliacus de escribir un artículo para Tvorba y preguntándome si debía aceptarla o no. Han adjuntado a esta copia la de mi telegrama en el que le comunicaba que este artículo no tenía ningún interés para Tvorba.
«No me acuerdo en absoluto de este intercambio de correspondencia, pero no veo qué es lo que tiene de censurable. Para nosotros dos era una tarea del servicio». Este hecho, absolutamente legal, se convierte en un «crimen» en el acta de acusación del proceso. El fiscal presentará al Tribunal «la copia de la carta del cinco de febrero de 1949, escrita por Pavel Kavan, y la respuesta telegráfica de London a Kavan, que prueban que London mantenía con Zilliacus una relación hostil al Estado». Además, esta acusación contra Kavan ha sido construida partiendo de una falsificación. Cuando, mucho más tarde, pude hablar con él en la prisión central de Léopoldov, de este intercambio de carta y telegrama, me enteré de que no había sido él, sino el embajador en Londres, Kratochvil, quien había enviado aquella carta y que yo había contestado a Kratochvil. Y sin embargo, el nombre de Kavan es el que figura en la copia que me enseña Kohoutek.
Pero además, el asunto continúa: a finales de 1951 o a principios de 1952, Kohoutek me interroga sobre Zilliacus. «¿No había cartas de Geminder dirigidas a Zilliacus, en la correspondencia enviada por vía diplomática a Londres?».
Yo me acuerdo de una carta que Geminder me había transmitido por Zilliacus. El nombre de este último estaba mal mecanografiado: llevaba una K en lugar de una C. Había también dos o tres asuntos que concernían a Zilliacus, pero no consigo, por el momento, precisar mis recuerdos.
Kohoutek se pone a escribir a máquina un informe que se dicta él mismo en voz alta: «Declaro haber recibido tres o cuatro cartas para Zilliacus». Entonces le interrumpo y le repito que no me acuerdo más que de una carta. Me contesta de mala manera diciéndome que lo que está haciendo es una información interior, que la redacta como le da la gana, y que además, mi declaración no tiene gran valor, puesto que el número de cartas enviadas a Zilliacus será fijado por Geminder. Dos días más tarde, Kohoutek me interroga de nuevo y me dice que Geminder confiesa que ha enviado una docena de cartas. Sin duda, esas «cosas» de las que sólo guardo un recuerdo impreciso son cartas; tengo que acordarme.
Admito, pues, que tal vez se tratase de cartas, aunque, personalmente, no podría jurarlo.
Algún tiempo después, Kohoutek insiste de nuevo en el dichoso número de cartas enviadas a Zilliacus. Le repito mi versión de cómo se han desarrollado los hechos. En lo que concierne al número, dice, hay contradicción entre Goldstücker, Geminder y yo mismo. Primero me lee, y luego me muestra, los pasajes de sus declaraciones en las que reconocen la existencia de una docena de cartas.
Le digo que los únicos que pueden dar tales precisiones son Goldstücker, que recibía el correo en la embajada de Londres, y Geminder, que me enviaba el correo del Partido en grandes sobres lacrados. Yo he ignorado siempre su contenido y no sabía si había otras cartas en el interior de estos sobres ni el nombre de los destinatarios.
Y esta vez, cuando Kohoutek escribe en la declaración «tres o cuatro cartas», no protesto.
Y luego me acuerdo de repente. Las tres o cuatro «cosas» que había olvidado, eran telegramas enviados a nuestra embajada en París en 1949, durante la celebración del Congreso de la Paz. Reclamábamos la cinta magnetofónica del discurso pronunciado por Zilliacus en el Congreso de París para retransmitirla al Congreso de Praga, que se celebraba paralelamente con los delegados que no habían podido obtener el visado para Francia. Un segundo telegrama pedía el envío del texto de ese discurso para la redacción de Rude Pravo, que deseaba publicar algunos pasajes. A pesar de mis precisiones la declaración se queda como estaba.
Días después, un referent escribe delante de mí un proyecto de declaración que llena dos pequeñas páginas a doble espacio: «Usted lo firmará otro día; tengo que someterlo al criterio de mis jefes», me dice. Cuatro días más tarde, algunos minutos antes de las seis, el referent ordena que me lleven a su despacho y me presenta un texto para que lo firme. Me precisa que tiene que remitirlo a su jefe a las seis en punto. Le hago observar que el texto es ahora más largo que el que habíamos redactado juntos y que ignoro su contenido. Me responde impaciente: «Los espacios son más anchos, por lo demás es lo mismo que leyó usted la primera vez… Firme pues, y ya lo leerá mañana. Tengo prisa y no puedo perder tiempo». Insisto en el número mucho más importante de páginas y hago constar que deben existir algunos cambios. «No hay ninguno en lo que le concierne. Solamente algunas formulaciones que caracterizan mejor la personalidad de Zilliacus. Además, ya lo verá usted cuando lo lea. Firme, porque tengo que marcharme. Ya me he retrasado bastante». Y firmo…
Algunos días más tarde me obstino de tal forma que me permiten leer esa declaración. Y compruebo que al lado de los pasajes que caracterizan políticamente a Zilliacus, hay otros que me conciernen, y entre ellos «mi confesión» de haber transmitido esas cartas «sabiendo perfectamente que era una correspondencia secreta contra el Estado». Protesto contra el procedimiento deshonesto que ha empleado el referent para arrancarme mi firma.
Él trata de tranquilizarme y como no lo consigue, recurre a su jefe, Kohoutek.
Este último me dice que lo que yo considero como una confesión no puede ser admitida como tal, puesto que, en esa declaración se precisa que las cartas que recibía estaban cerradas y que yo ignoraba el contenido exacto. Que no tengo ningún motivo para inquietarme por un detalle semejante. Que no debo tener miedo a ser condenado más severamente por eso. Que después de todo, sólo hay contra mí dos inculpaciones de espionaje –Field y Zilliacus– mientras que otros inculpados tienen más de diez y mucho más graves que las mías… Que mi papel es mínimo al lado del suyo… ¡Y que de todas maneras, me guste o no me guste, había que acabar con esta cuestión y que la declaración se quedará como está!
Durante los días siguientes, tengo todavía dos serias disputas con Kohoutek sobre el mismo asunto, pero no adelanto nada. Después de sufrir otras modificaciones, esa declaración se agravará todavía más por los términos empleados en su redacción, y comprometerá a otros acusados –Kratochvil y Goldstücker– en esta nueva forma será integrada en el sumario para el tribunal y reproducida en el acta de acusación del proceso.
He aquí, ahora, el relato verídico de mis relaciones con Zilliacus:
En los comienzos del año 1949, todo lo que sabía de Zilliacus era que formaba parte de la Asociación de izquierdas del Partido Laborista, y que desempeñaba un papel importante en la campaña internacional de ayuda a la Grecia democrática. Hombre de tendencias unitarias, colaboraba con el movimiento comunista internacional. También sabía –la prensa había hablado suficientemente de ello– que en el mes de agosto de 1948, aceptó una invitación para ir a Yugoslavia y que a su regreso siguió militando en favor de Grecia. Y eso es todo.
En el mes de marzo de 1949, recibí en mi casa la visita de Pierre Villon, miembro del Comité Central del Partido Comunista Francés, que vino acompañado por Darbousier y Jean Laffitte. Los tres militaban en el Movimiento de la Paz, habían venido a Praga para asistir a una reunión preparatoria del Primer Congreso Internacional del Movimiento para la Paz.
Hablando de la preparación de ese Congreso, mencionaron a Zilliacus como una personalidad importante del Reino Unido y dijeron que contaban con su participación activa en el Movimiento para la Paz. Comentando su reciente viaje a Yugoslavia, opinaron que, como socialista, era normal que hubiese aceptado esta invitación.
Ya he explicado el cambio de cartas y de telegramas con la embajada de Londres respecto al artículo para Tvorba, y con la de París sobre la cinta magnetofónica del discurso de Zilliacus.
Aquellos telegramas fueron expedidos por la vía normal y, como por cada telegrama enviado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, los dobles fueron remitidos a los otros Viceministros, al Presidente del Consejo y al Presidente de la República.
Para dar a este cambio de telegramas un carácter legal, los referents escriben en la declaración que fueron «enviados como telegramas secretos y cifrados», sabiendo, sin embargo, que todos los telegramas del servicio expedidos a las embajadas y sus respuestas estaban cifrados y llevaban la mención «secreto».
Y luego hacen de mí «un eslabón en la cadena de espionaje» que unía a Slansky y Geminder con el antiguo agente del Servicio de Inteligencia, Koni Zilliacus. Este ultimo era el personaje más importante que aseguraba el contacto del núcleo de conspiración contra el Estado con los medios dirigentes de los imperialistas occidentales…
He aquí el texto de lo que se presentó en el proceso:
London: «Desde el principio me he ocupado particularmente de las cartas que Geminder enviaba a Londres por correo para Kratochvil y Goldstücker. Llevaban el nombre de Koni Zilliacus. Me acuerdo incluso que en el sobre habían escrito Zilliakus –con k– en lugar de Zilliacus».
El Presidente: «¿Cuántas cartas semejantes ha expedido usted exactamente a Zilliacus, por medio del correo diplomático?».
London: «Me acuerdo de tres, tal vez cuatro…, no inscribía esta correspondencia en el registro, para que no quedase ninguna huella».
El fiscal: «¿Conocía usted el contenido de esas cartas?».
London: «No, pero cuando Geminder me dijo que se trataba del correo de la conspiración destinado a Zilliacus, vi claramente que era una correspondencia secreta contra el Estado. De otro modo no hubiese sido necesario disimular esta correspondencia».
El Presidente: «Usted ha dicho que se acordaba de tres o cuatro cartas expedidas de esta manera. ¿Está usted seguro de que no ha habido más?».
London: «Tal vez. Admito que es posible que hayan sido diez».
Paso insensiblemente, mes tras mes, de la etapa en que los referents parten de lo que digo para trabajarlo de nuevo, formularlo, transcribirlo y deformarlo, a la fase en que me obligan pura y simplemente a aprender de memoria las formulaciones que han hecho esos referents y sus jefes. Es la preparación del proceso, en el cual seremos los actores de una función inventada a partir de nosotros mismos, pero contra nosotros.
De trascripción en trascripción, los referents se alejan cada vez más de los hechos. Ya no les importa absolutamente nada que los hechos reales puedan ser verificados por alguien, como en el caso de mi origen social. Me harán declarar que soy de familia y de educación burguesa. Ya no tengo siquiera la esperanza de que esto pueda chocar, que pueda dejar entrever que lo digo a la fuerza. Lo mismo ocurrirá con mi pretendida actividad trotskista en el seno del Movimiento Obrero Francés. Docenas de militantes responsables en el Partido Comunista Francés y en el Español, sin contar los checoslovacos, conocen lo que he hecho realmente. Eso tampoco contará.
Instruidos por una experiencia de más de quince años que, hasta ahora, no se ha desmentido nunca, los consejeros soviéticos calculan que el que sabe la verdad sobre un punto determinado se callará. Primero porque él no conoce –ni puede adivinar– los otros puntos de la acusación y ante su gran número no daría demasiada importancia a algunos detalles, y luego porque los consejeros parten del principio –ya utilizado con éxito por Goebbels– de que cuanto más grande es la mentira, más probabilidades hay de que se crea. En fin, porque cuentan con la disciplina de los comunistas, con su confianza en el Partido. ¿Y por qué entablar una discusión con el Partido fundándose en apreciaciones parciales y arriesgándose a alinearse como posibles traidores, en esta atmósfera de «caza de brujas?».
A principios de 1952, Kohoutek ordena a sus referents que escriban un sumario sobre todas mis actividades «criminales» para transmitirlo al Partido. Pero como la mejor manera de estar bien servido es hacerlo uno mismo, es finalmente Kohoutek quien lo redacta en diecisiete páginas. El resultado de su trabajo es increíble. Las acusaciones que contiene ni siquiera corresponden a los «testimonios» y «confesiones» que me han sido arrancados, anteriormente. ¡Son aún peores! Sin preocuparse de mí, escribe páginas enteras de preguntas y respuestas. Aunque he firmado ya otras «confesiones», cuando me la presenta para que firme protesto con indignación ante la gravedad que han adquirido en su nueva formulación.
Kohoutek trata de calmarme. Dice que la Dirección del Partido ha exigido una declaración muy concisa, pero que refleje bien el conjunto de mis actividades «enemigas». Ha tenido, por tanto, que fundir varias declaraciones en una sola. Esta concentración da un giro más violento a la exposición de los hechos. Según él, tengo que resignarme, pues al escribir el documento de esta forma no ha hecho más que seguir las directivas del Partido y de los consejeros soviéticos.
Le hago observar que una declaración semejante significa la cuerda para mí. Me dice que no debo tomarlo así. Que, por otra parte, no es más que una simple declaración, una «información» que no va destinada al tribunal; es más bien una base de trabajo para uso interno.
Y que después de todo, hubiera podido escribirla sin decírmelo.
Para terminar de convencerme, Kohoutek me lee ciertos pasajes de las declaraciones redactadas con Geminder y Clementis, haciéndome notar que las formulaciones son todavía más duras que en la mía. Y que haría mal en negarme a firmar…
De ahora en adelante hasta que sea juzgado, cada vez que trate de oponerme, suspenderán sobre mí la siguiente amenaza: «La suerte de su cabeza depende de su actitud. Su condena no depende del grado de su culpabilidad. El Partido puede hacerle condenar como quiera: a una pena muy severa con muy poco material, o a una pena mucho más ligera con mucho material. La única probabilidad que tiene de salvar su cabeza es confiarse enteramente a la gracia del Partido».
Por lo menos ahora las cosas están claras.