Capítulo VIII

Por primera vez, desde hace más de siete meses, permanezco en mi celda sin ser interrogado. Por primera vez, he obtenido la autorización de fumar y he conseguido esconder setenta cigarrillos en mi celda. Durante el último interrogatorio de Kohoutek he robado las cerillas.

Mis pensamientos se vuelven hacia Lise, los niños, los padres. ¡Más que nunca, tengo miedo por ellos! ¡Que esta tragedia se termine lo más rápidamente posible para mí, pero que los míos permanezcan aparte! ¡Que me puedan olvidar y continuar viviendo! ¿Pero, les dejarán tranquilos?

Hoy es sábado. ¿Qué hacen en este momento? Su reunión semanal no debe ser como otras veces, cuando estábamos juntos, llena de gritos de alegría y de risas. Ahora debe presidirlas la tristeza, aunque con algunos destellos de esperanza. ¡Las cartas de Lise expresan tanta confianza! Está segura de verme pronto. Me espera. Los niños también. ¡Y pensar que no puedo comunicarles nada! ¡Que no me es posible preservarles del choque terrible que representará para ellos mi proceso y mi condena…!

Mis cartas no pueden dejar filtrar ningún mensaje. La censura está bien hecha. Cuando un pasaje parece sospechoso, me devuelven la carta para que la escriba de nuevo.

Lise mía, mis cartas deben parecerte muy aburridas y monótonas, pero no puedo hacer nada. Imagino y comprendo tu deseo de saber lo que ocurre conmigo y de conocer mi situación. Pero no puedo escribir nada sobre mí, espero que comprendas que, en mi situación, la correspondencia ha de limitarse a cosas intrascendentes. ¿Qué quieres que te escriba de mi vida actual? ¡Los días se asemejan tanto y son tan monótonos! Te ruego Lise mía, que no me preguntes más en tus cartas lo que pasa conmigo. Escríbeme, en cambio, lo que hacen Michel, Françoise y Gérard…

¡Qué dura será para ellos la realidad que les espera!

Tan dura como grande es su fe y su confianza en mí. ¡Cómo sospechar que nuestra separación será definitiva! Creerán que soy culpable… Pero si un día tienen que afrontar la verdad, sufrirán todavía más. Es mejor que sigan encerrados en la mentira y acaben borrándome de su memoria.

El sordo rugir de un trueno o la luz deslumbradora de un relámpago me hace mirar al cielo, que se ha puesto ahora de un color gris negruzco. Un viento húmedo penetra en mi celda. Gruesas gotas de lluvia resuenan en los cristales. Y el olor de los húmedos prados, da al aire que respiro un sabor azucarado.

Me gustaría estar bajo esa lluvia, sentir mi rostro azotado por el viento, notar las gotas corriendo a lo largo de mi pelo, de mi frente, mi nariz, mis mejillas… Vivir con los seres queridos: Lise, los niños. ¿Por qué he de acabar mis días miserablemente? ¿Por qué dura esto tanto tiempo?

No es la lluvia, sino las lágrimas las que se deslizan por mis mejillas, por mi nariz, por mi barbilla. Desesperado me cojo la cabeza con las manos y la golpeo contra el muro: ¡Acabad! ¡Por Dios! ¡Terminad de una vez!

La puerta de la celda se abre con estrépito. El guardián entra mirándome con odio y grita: «¡No sabe usted portarse como es debido en la cárcel! Lo que le tortura es su mala conciencia. ¡Pero ahora es demasiado tarde!».

Me empuja hacia el lavabo, me arranca brutalmente la camisa y me pone la cabeza y el tronco bajo el chorro de agua fría.

De todas maneras, he decidido que lo mejor es aprovecharse de la ausencia de Kohoutek para terminar con mi vida.

Empiezo por quedarme cuatro días sin comer ni beber para debilitar mi organismo. Pero no tengo valor para prolongar más tiempo el suplicio del hambre y paso a la segunda fase de mi suicidio: desmenuzo en mi sopa los cincuenta cigarrillos que he guardado y añado las cabezas de las cerillas robadas durante los interrogatorios. Me como todo esto esperando que mi organismo, debilitado por este nuevo ayuno, descompuesto por el régimen bestial que he soportado tanto tiempo y destruido por la larga huelga de hambre que antes había hecho, no resistirá el envenenamiento producido por la nicotina y el azufre…

Me he puesto muy enfermo. Pensaba que mi tentativa había tenido éxito. A costa de enormes esfuerzos, logro que los guardianes no se den cuenta de mi estado. Tengo dolores terribles y creo que moriré. ¡Es inútil contar los detalles de mi suplicio… he fracasado una vez más!

En aquellos momentos, el doctor Sommer ordena que me trasladen a una celda de la enfermería. En efecto, mi estado físico es tan lamentable, que si no recibo los cuidados necesarios, no podré continuar asistiendo a los interrogatorios. Me ponen inyecciones, me dan medicamentos. Naturalmente ignoro su composición y sus efectos, sigo estando incomunicado y sólo saldré de la enfermería para ser conducido al proceso.

En los nuevos interrogatorios, se me permitirá sentarme.