Kohoutek empieza a redactar «actas administrativas parciales». Partiendo del principio de que dos precauciones valen más que una, Kohoutek pretende que, no solamente las actas administrativas no son «determinantes», sino además, que habrá que hacer una síntesis de esas declaraciones «parciales», y cuando estén terminadas, antes de llegar al acta «para el tribunal», el acusado tendrá la posibilidad de explicarse, de aportar las precisiones y los esclarecimientos que juzgue necesarios para su defensa. Esas actas administrativas no sirven más que para «facilitar el trabajo corriente».
Luego siente la necesidad de añadir explicaciones complementarias. Sin duda, se trata para él de un gran asunto, y para obtener las formulaciones orientadas en el sentido de la nueva martingala diseñada por los consejeros soviéticos, no escatima su trabajo. He aquí pues, lo que me afirma: «En su declaración para el tribunal habrá dos partes: una en su contra y otra en su favor. En esta segunda parte podrá incluir todo lo que le sea favorable o que constituya a su juicio, una circunstancia atenuante. Es, por tanto, normal que escribamos aquí solamente los aspectos negativos de los hechos que le conciernen. ¡No somos nosotros los que vamos a escribir su defensa! Por otra parte, usted tendrá un abogado con quien se pondrá de acuerdo para prepararla».
Se trata sencillamente de un engaño monstruoso. Cuando lleguemos a la redacción de la declaración «para el tribunal», recibirán la orden de que las formulaciones escritas por los referents no sean atenuadas en ningún sentido, sino agravadas. Y nunca más se hará alusión a esa segunda parte, a esa contrapartida…
Eso se llama en todos los países civilizados una extorsión de firma. Pero aquí la extorsión de firma tiene rango de teoría. Una vez que se ha logrado romper la resistencia del acusado sobre un punto torturándole durante meses, esa idea permite ensanchar la brecha, obtener firma tras firma, declaración tras declaración, formar la montaña de papeles que, en este sistema de burocracia criminal, serán la verdad y los hechos. En efecto, el acusado ya no tiene ningún interés en proseguir este combate de David contra Goliat, si se le ofrece la posibilidad de presentar su defensa en la declaración destinada al tribunal… Pero en ese momento, las firmas obtenidas, la montaña de firmas obtenidas por extorsión, serán las que darán fe. Y entonces, ¿cómo hacer creer que te han arrancado no una, sino una montaña de firmas? ¡Tienes forzosamente que sentirte abrumado por esta montaña de firmas que confirman tus «lados negativos…» Tanto más, cuanto que al principio, no comprendiendo todo el proyecto de los consejeros soviéticos y de los referents, dejabas pasar, por considerarlas poco importantes, formulaciones ligeramente modificadas, porque no comprendías en qué sentido iban las modificaciones. Te habrías dado cuenta si fueses culpable. Pero aquí, como no tienes nada que ver con esa novela por entregas, y no conoces todavía el personaje que tienes que representar, al principio no comprendes absolutamente nada de lo que quieren de ti. Y el otro se aprovecha de todo: de tu lasitud, de tus desatinos, de tus distracciones, de tu ignorancia, de tu buena fe.
Lucho a veces un día entero por una palabra, días y noches interminables por una frase. Pero nada puede lograr que Kohoutek se desvíe de su objetivo. Cuando trato de resistir, porque ha añadido interpretaciones políticas tendenciosas o se ha saltado un pasaje entero de mis declaraciones, me dice muy seriamente cosas como estas: «Usted es un hombre político y sus declaraciones, deben ser redactadas desde ese punto de vista. Además, está usted detenido desde hace tanto tiempo que ignora todo lo que se refiere a la evolución de la situación en el exterior. En su texto hay demasiadas cosas inútiles y sin interés. Pero nosotros, que estamos al corriente de la conspiración tramada contra el Estado, sabemos lo que el Partido necesita».
Todo esto sería para no creer en mis propios oídos, si no hubiese estado desde hace tanto tiempo entre sus manos. Ya no existe nada. Ya no hay ni verdad objetiva ni hechos. Para ellos ser un hombre político es simplemente saber mentir como es menester, decir lo que el Partido quiere que se diga. Someter los hechos, mi vida, mis ideas, mis más profundas convicciones, a lo que les convenga este mes, esta semana, estos días. Y la repetición de la misma cantinela utilizada como un hechizo mágico: «Debe usted tener confianza en el Partido, dejarse guiar por él. En su propio interés». Y para terminar el sempiterno: «Yo le hablo en nombre del Partido». Yo, Kohoutek, el hombre del tiovivo de las torturas, el hombre de las formulaciones, de las mentiras, el hombre de las firmas arrancadas de la manera más infame.
No se molesta lo más mínimo, delante de mí, para esconder el poco caso que le hace a todos estos textos que acumula, que le molestan para preparar, exponer y acreditar la nueva formulación. Abandona un número considerable de acusaciones y confesiones de mis coacusados del «grupo trotskista» de los voluntarios veteranos de las Brigadas. En cambio, introduce nuevas acusaciones capaces de dar consistencia a ese nuevo personaje que me adjudican en la conspiración de Slansky. Debe efectivamente «probar» todo ello «durante un largo período de tiempo, hasta mi detención, ya en Praga, ya en otros lugares»:
-Me he puesto de acuerdo sucesivamente con los otros jefes de la conspiración (Slansky, Geminder, Frejka, Frank, Clementis, Reicin, Svab, Hajdu, Lobl, Margolius, Fischl, Sling, Simone) y con otras personas, para tratar de aniquilar la independencia de la República y el régimen de democracia popular garantizado por la Constitución; me he puesto en contacto, con este fin, con una potencia extranjera y con autoridades extranjeras…
-Me he puesto en contacto con una potencia extranjera o con autoridades extranjeras con el fin de revelarles secretos de Estado. He cometido este acto a pesar de que los deberes de mi función me imponían o implicaban la preservación de estos secretos; he traicionado esos secretos de Estado, particularmente importantes, de una manera particularmente peligrosa, en gran escala y durante un lapso de tiempo bastante largo…[40]
-Mi papel de jefe del grupo trotskista de los voluntarios veteranos de España se esfuma. Ya no está en primer plano. Lo que dominará ahora en mis declaraciones, es mi participación activa –como uno de sus catorce dirigentes– en el núcleo de la conspiración contra el Estado. Me atribuyen el sector de Asuntos Exteriores en colaboración con Clementis, Geminder y Hajdu.
-El grupo trotskista del Ministerio de Asuntos Exteriores, dirigido por Geminder, se convierte en una de las ramas del núcleo de la conspiración. Yo soy, con Vavro Hajdu y otros, un miembro activo y aseguro el enlace entre ese grupo y Geminder…
-Además, realizo mi trabajo enemigo en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de acuerdo y con la complicidad del burgués nacionalista Clementis…
-Soy un espía americano pagado por Allan Dulles, en contacto directo con Noel Field…
-Soy el intermediario en las relaciones de espionaje entre Slansky y Zilliacus.
Durante más de tres semanas de este mes de agosto, Kohoutek va a urdir infatigablemente su obra en el telar. Cada vez que redacta una o dos páginas, modelando mis palabras según las notas que le han remitido los consejeros soviéticos, se va a mostrar su trabajo a sus «verdaderos jefes», como él les llama pavoneándose. Cuando vuelve, escribe de nuevo esas páginas modificándolas según las órdenes que le han dado. Y otras veces me recuerda crudamente que el texto de mis «confesiones» no será definitivo hasta que, una vez traducido, sea aprobado por «sus jefes».
Este encarnizamiento, esta obstinación, me causan una gran confusión. Nunca hubiera podido imaginar que alguien fuese capaz de efectuar semejante trabajo de hormiga con las formulaciones, durante tanto tiempo y con tanta meticulosidad. Kohoutek escribe el texto a máquina, fragmento por fragmento, arrancándome mi firma cada vez que termina una parte de su trabajo de molienda. De retoque en retoque, de extracto en extracto, de formulación en formulación, el sentido se aleja cada vez más del original, conservando con él, sin embargo, un cierto aire de familia. Pero esto se me escapa. Todo ese trabajo, tiene sin duda por objeto, que mi entendimiento no llegue a captarlo, que las palabras cesen de pertenecerme, que la descripción de mis actos, la definición de mis pensamientos, se convierta poco a poco en algo que esté fuera de mí. No forzando tampoco demasiado, para que mi rebelión no interrumpa el proceso de desgaste, de fatiga, el cual exige, parece ser, la continuidad. Por el momento estoy constantemente ocupado, demasiado abstraído, demasiado cansado, demasiado molido físicamente, para tomar la perspectiva que me permita comprender el significado.
Tendrá que surgir un incidente imprevisto, un accidente en el sinuoso recorrido de sus manejos, para que se perfile la imagen de ese molino en el que Kohoutek quiere triturarme.
En los últimos días de agosto de 1951, cuando las actas administrativas empiezan a formar una montaña impresionante, tengo la sorpresa de ver entrar en el cuarto en el que Kohoutek redacta tan laboriosamente sus formulaciones, a Kopriva, el Ministro de la Seguridad, acompañado de Doubek.
«Por fin te has decidido a hablar. Es la única forma de salvarte», me dice de buenas a primeras.
Escucha un momento el interrogatorio y luego se pone a hacerme preguntas. El recuerdo de nuestra primera entrevista ésta todavía vivo en mi memoria, y el «con tus confesiones o sin ellas, te aniquilaremos», que había sido la conclusión.
Como se había negado a creerme, cuando todavía no había firmado nada y me batía con firmeza para hacer resaltar la verdad delante del Partido y denunciar la persecución de la que era víctima, sé perfectamente que no creerá nada de lo que vaya en contra de su idea preconcebida.
Si el tres de abril, rechazó de golpe mi defensa, considerándola como una tentativa de engañar al Partido, la única probabilidad que tengo de que me escuche consiste en seguirle en la dirección que tome, pero al mismo tiempo, aprovechando la ocasión para responder lo más objetivamente posible a sus preguntas. Dicho de otro modo, se trata de no discutir la cuestión de la culpabilidad en general, para poder decir la verdad sobre cada cuestión particular, y demostrarle la diferencia que hay entre mis verdaderas respuestas y lo que ha quedado de ellas una vez que han sido «tratadas» por Kohoutek y sus «maestros de ceremonia». Kopriva no tendrá más remedio que caer en la cuenta, puesto que ha llegado con mis «actas administrativas» en la mano. Y además, se refiere a ellas para hacer sus preguntas.
Efectivamente, enseguida el asunto toma el aspecto de una especie de interrogatorio de control: Kopriva me pregunta quién dirigía en Checoslovaquia el grupo de voluntarios veteranos de España. Yo respondo que al principio fue Pavel y que después de mi regreso al país, he compartido con él esta responsabilidad. Pregunta: «¿Quién ha elegido o designado a Pavel?». Contesto: «¡Nadie! No ha sido elegido ni designado. Todos los voluntarios veteranos le consideraban como una autoridad, por haber tenido en España el grado militar más elevado y haber figurado siempre en el cuadro dirigente de las Brigadas Internacionales». Y añado: «En lo que a mi se refiere, puede decirse que estaba en el mismo caso. En España y en Francia he ejercido siempre funciones políticas importantes, lo que me hizo conservar la autoridad entre los voluntarios veteranos».
Mis respuestas sorprenden visiblemente a Kopriva. Me pregunta si Pavel me ha hablado de su colaboración con Slansky. Le contesto que no. «¿Entonces, cómo sabes que trabajaba con Slansky?». A esto le respondo, lo que además era de notoriedad pública, que Pavel era miembro de una comisión de trabajo dirigida por Slansky y que, en febrero de 1948, había sido propuesto por él para ocupar el cargo de jefe de las Milicias Obreras. Explico también que en 1946, durante nuestra entrevista, Slansky me había hablado de Pavel elogiosamente, confiándome su intención de utilizarle mejor, lo mismo que a los otros voluntarios veteranos de España. Añado que Slansky conocía bien los problemas relativos a los voluntarios veteranos en Francia. La Dirección del Partido le había informado sobre este particular, como también lo hice yo mismo durante la conversación que tuvimos en presencia de Dolansky.
Veo cómo hojea la declaración que tiene en la mano, sin duda para encontrar el nombre de Dolansky, que ha desaparecido como ya he dicho anteriormente.
Kopriva parece irritado. Me pregunta: «¿Entonces, por qué se apoyaban mutuamente los voluntarios veteranos?». «Por espíritu de camaradería». «¿Por qué se les ha colocado por todas partes en el aparato del Estado, como tú mismo has hecho en el Ministerio de Asuntos Exteriores?». «Porque les conocía. Además, no son malos elementos».
Me dice con rudeza: «¡Cita nombres!». «Bieheller, Lastovicka, Farber, Veivoda, Bukacek, Ickovich, Honek, Ourednicek…». Pero Kopriva me corta: «!Ah! ¿Consideras que esos valen más que vosotros? ¡Son exactamente iguales!».
Me doy cuenta de que su criterio sobre los voluntarios veteranos no ha cambiado. Insiste de nuevo: «¿Por qué y con qué fin, habéis colocado a los voluntarios veteranos en los engranajes del aparato del Estado?». Respondo: «¡No teníamos ninguna intención determinada!».
Y como insiste con vehemencia y brutalidad, le respondo con una verborrea confusa y embrollada: «No teníamos ninguna intención determinada, pero si considera este hecho objetivamente como un debilitamiento del aparato del Estado (y un debilitamiento del Estado es en cierto modo un sabotaje), cada sabotaje conduce en realidad a un debilitamiento del socialismo y a un respaldo de las fuerzas que van hacia la restauración del capitalismo…».
Kopriva me escucha estupefacto. Ahora me habla de Hasek, cuñado de Slansky, que conocí en Suiza donde era corresponsal de la CTK (Agencia de Prensa Checoslovaca). Me recuerda los términos de una conversación que tuvimos, después de febrero de 1948, sobre Slansky, y que consta en las declaraciones redactadas por Kohoutek. A la vuelta de uno de sus viajes a Praga, Hasek me había dicho que Ruda (Slansky) tendría que soportar en aquellos momentos todo el peso de la Dirección del Partido, puesto que el Presidente (Gottwald) debía consagrarse desde entonces, como Dimitrov que estaba en el mismo caso en su país, a su función representativa.
Kopriva en el calor de la discusión, interesado poco a poco por mis respuestas, empieza a polemizar conmigo como si se tratase de un cambio de impresiones. Hablando de Hasek me dice que es un hombre que no hay que tomar siempre en serio. Le contesto que Hasek veía el problema así y que yo no hago más que repetir lo que me dijo en aquellos tiempos.
Kopriva da la impresión de estar a la vez descontento y turbado por mis respuestas. A pesar del temor que siento por las consecuencias de mis actos, estoy satisfecho de haber conseguido hacerme escuchar esta vez. Espero de este modo, lograr que comience a germinar la duda sobre lo que se elabora aquí, en Ruzyn. Tanto más, cuanto que Kohoutek, que se encuentra detrás de Doubek y de Kopriva, no cesa de hacerme gestos de amenaza durante toda esta conversación.
Cuando Kopriva y Doubek se marchan, Kohoutek, furioso, me echa una bronca terrible. Me dice que mi actitud delante del Ministro ha sido pésima. Que los otros inculpados interrogados por él antes de venir a verme, habían respondido de una manera satisfactoria, muy diferente de la mía. Que mi actitud tendrá graves consecuencias para mí. Para terminar, ordena que me conduzcan a mi celda.
Por la noche, Kohoutek hace que me lleven de nuevo a su despacho. Está furioso y me dice que «sus» superiores le han reñido severamente por culpa mía; que no me había «trabajado» bastante, que mi actitud y mis respuestas han turbado al Ministro y le han hecho dudar un momento de la veracidad de mis «confesiones». Pero añade que los «amigos» le han hablado y han conseguido convencerle y esperan que hará «un buen informe al Presidente, a pesar de la mala impresión que le han dado sus respuestas».
Luego, Kohoutek prorrumpe en violentos reproches. Me dice que «me meta bien en la cabeza que debo mantener mis confesiones en cualquier circunstancia y delante de cualquiera, pues si no lo hago me costará la cabeza, así como la de mi familia».
Durante los días siguientes, Kohoutek continúa la redacción de sus «actas administrativas». Antes de terminar me dice: «Los párrafos de la declaración redactados hasta ahora con usted han sido sometidos al Presidente Gottwald. El Presidente ha expresado su satisfacción y ha dicho que había que seguir en ese sentido con London…».
Así, haga lo que haga, tengo que rendirme a esta evidencia: los consejeros soviéticos y sus hombres de campo de Ruzyn tendrán siempre la última palabra ante Gottwald y ante la Dirección del Partido.
Kohoutek me repite varias veces que mi actitud con Kopriva me ha perjudicado mucho.
Y que, a cualquier precio, debo tener mucho cuidado en no reincidir si se produjese de nuevo un caso semejante. Y sobre todo ahora que conozco la opinión del Presidente.
Cuando termina esta primera «molienda» general de «mis confesiones», Kohoutek me anuncia a primeros de septiembre que se marcha de vacaciones. Quiere advertirme una vez más: «Si tiene apego a la vida y, sobre todo, si quiere dejar aparte de todo esto a su mujer, trate de no aprovecharse de mi ausencia para retractarse de lo que ha dicho en sus confesiones. ¡Acuérdese de sus hijos!».
Ya no tengo ningún motivo para dudar de las amenazas de Kohoutek. Él no habría podido inventar el cambio de actitud de Kopriva ni la satisfacción de Gottwald. Me doy cuenta del valor que tiene mi resistencia y al mismo tiempo de la imposibilidad absoluta de manifestarla a alguien que me crea, a alguien que no forme parte del «tiovivo» de los consejeros soviéticos. Estoy delante del abismo y hasta ahora nunca había creído que fuese tan profundo.